
Maximiliano de Habsburgo fue el segundo emperador de México. Llegó al país, luego de que los franceses lo invadieran por segunda vez, a principios de la década de los años 60 del siglo XIX.
Fue el 28 de mayo de 1864, cuando Maximiliano y su esposa, la emperatriz Carlota, llegaron al puerto de Veracruz. El recibimiento por parte de las personas del puerto no fue el mejor, pues muy poca gente asistió a la llegada de los monarcas europeos.
En el libro Diré adiós a los señores, vida cotidiana en la época de Maximiliano y Carlota, del escritor Orlando Ortiz, se explica que ese 28 de mayo, a las 5:30 de la mañana, la pareja imperial desembarcó de la fragata Novara. Se narra que, en ese amanecer, el emperador vestía frac negro, pantalón blanco, chaleco del mismo color y corbata negra. La comitiva portaba indumentaria similar a la del príncipe, y con él acudieron al tedeum que le brindaron en la parroquia del puerto jarocho. Después, antes de abordar un tren que los llevaría a su próximo destino, vistió un traje blanco.
“La recepción había sido alarmantemente fría, a pesar de que la ciudad debía estar alegre y entusiasmada al recibir a sus majestades por orden suprema de la autoridad”, se lee en el libro. También, se resalta, Carlota se habría molestado porque las damas de la ciudad no se presentaron a homenajearla.

Los emperadores y su comitiva, tenían miedo de contraer alguna de las enfermedades características del insalubre clima veracruzano, de manera que permanecieron en el puerto el tiempo indispensable para cumplir con las formalidades.
Los príncipes hicieron a un lado el hecho de que las autoridades costeñas habían gastado más de 23 mil pesos en darle una “manita de gato” al palacio municipal, además de una erogación fuerte para subvencionar adornos, costear banquetes, bailes y otras actividades destinadas a agasajar durante dos días a los emperadores. Según el libro de Ortiz, el presupuesto para la recepción sumó, en total, 54 mil 954 pesos.
A medida que se iban internando en territorio mexicano, el emperador se ganaba la simpatía de algunos sectores de la población, además, otros sectores como los indígenas, eran obligados por los párrocos del pueblo para acudir a ver pasar a los emperadores.
También se manejó, publicitariamente, el establecimiento del Segundo Imperio de México. “Con un año de anticipación —antes de que Maximiliano aceptara el trono— y con habilidad poco frecuente, se hizo una campaña de “prelanzamiento de producto”, que generó expectación en los consumidores potenciales”. Esto se hizo posicionándolo como el matrimonio ideal y casi divino; ella poseía una belleza singular, mientras que Maximiliano era apuesto e inteligente, pero por si no fuera suficiente, ambos eran príncipes europeos “de a de veras”, o sea, de nacimiento, y no por haber comprado el título, como era el caso de algunos ejemplares de la aristocracia nativa.

Pero si la estrategia mencionada cubría perfectamente el perfil de un grupo de la sociedad, su eficacia no podía extenderse a otros por irradiación o por efecto carambola. Para estratos medios y bajos de la población, no bastaba la noticia y antecedentes de sus majestades, necesitaban otra motivación. Por ello, comenzó a correr el rumor de que, en Orizaba y Puebla, el archiduque y la princesa, debido a la emoción de ser bien recibidos, habían aventado a la multitud que los vitoreaba muchas monedas de oro, “puñados y más puñados de oro”.
Para los capitalinos, este argumento resultó ser un fuerte aliciente, y fueron numerosas las personas que acudieron a la llegada de los emperadores con la esperanza de que Maximiliano y Carlota, de nuevo emocionados por el buen recibimiento, aventaran monedas de oro, algo que no sucedió.
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