
No es fácil que un extranjero se interese por la situación de un país que no es el suyo, mucho menos que le den ganas de sentarse a leer un libro que habla al respecto. El trabajo más reciente del cronista colombiano Juan Miguel Álvarez, sin embargo, consigue hacerlo, sujetar a los lectores e involucrarlos por completo. Pocas plumas, y más en la no ficción, logran estremecer tanto, y afectar tanto, como la de este periodista forjado en los vaivenes del conflicto.
Nacido en Bogotá a finales de la década del 70, aunque hay quienes aseguran que es pereirano, Álvarez se ha convertido, con los años, en uno de los cronistas más lúcidos de la literatura colombiana contemporánea, después de Alfredo Molano, Ricardo Calderón y el mismo Gabriel García Márquez. Hace parte de una generación de escritores que encuentran en la no ficción una forma para narrar su época y su territorio, para narrarse a sí mismos y su entorno, y con buen tino se han ganado su lugar. Nombres como los de Santiago Wills, Teresita Goyeneche, Federico Ríos o Juan Pablo Barrientos, entre muchos otros, se resisten a dejar que la crónica quede relegada en medio de un periodismo que es cada vez más inmediatista.
Desde 2008, cuando Álvarez inició su camino como escritor, tan solo ha explorado una vez con la ficción. Su único libro de cuentos lleva por título Tumbas en el aire. Circuló poco, pero tuvo una buena recepción. No necesitó más y se volcó de lleno a la no ficción, género del que se ha hecho uno de los representantes indiscutidos.
En 2013, la editorial Rey Naranjo publicó su libro Balas por encargo, una serie de crónicas con un tema específico: el asesinato como forma para ganarse la vida. Desde entonces, todos sus libros han salido de la mano del sello dirigido por Carolina Rey y John Naranjo, abriéndose paso entre los lectores. Tal vez, el de mayor éxito ha sido Verde tierra calcinada, que vio la luz en 2017.
Con este libro, Álvarez se convirtió en lo que luego él mismo llamaría “un reportero de trocha”. Lo ha sido desde entonces. Un viajero constante, un cronista de territorio, de pueblo, de selva. Un retratista del dolor. Su prosa se alimenta del roce con lo cotidiano en estos lugares, estas geografías alejadas. Sus historias cobran vida cuando él se incluye en ellas, cuando comparte con las personas, las vive, las ve, las siente. Sin embargo, con la aparición de su trabajo más reciente, todo parece indicar que poco queda de aquel reportero de trocha.

Antes de ganarse el Premio Anagrama de Crónica Sergio González Rodríguez 2021, Álvarez publicó Lugar de tránsito, un libro con el que se anticipaba, de alguna manera, a lo que vendría. Fue su última publicación al hilo con los editores de Rey Naranjo, hasta el momento. No pensó que tan pronto cambiaría de sello y llegaría a uno de los más importantes en lengua española, y ni siquiera contempló la posibilidad de conseguir tan rápido el galardón que tanto anhelaba.

Once crónicas componen las cerca de 270 páginas de este libro, algunas previamente publicadas y otras totalmente inéditas. En ellas, siguiendo su prosa minuciosa y el afán de estar atento a los detalles que conforman los vestigios del pasado, Álvarez reconstruye la historia de un país que ha estado a merced de la violencia por muchos años y se centra en las voces de sus víctimas, en quienes ocupan este territorio incapaz de concebir un futuro en paz.
No es un libro sobre la guerra, sin embargo, sino un relato íntimo, podría decirse, de un reportero que se cruza con los escombros, las esquirlas, las cicatrices de un país roto que no ha terminado de entender que la guerra no es eso que ocurre en otro lado y en otro tiempo, ese pasado que aún no se conjuga en presente.

Las crónicas al interior de La guerra que perdimos están escritas con una visión global. Normalmente, Álvarez escribía pensando en los lectores colombianos. No iba más allá, pero con el premio, el cronista tuvo que ampliar el panorama. Trabajó mucho en el uso del lenguaje y se dio el lujo de incluir una serie de ensayos con el ánimo de conectar cada crónica y darle uniformidad al libro.
De alguna manera, el libro intenta responder a la pregunta sobre qué les ha ocurrido a los colombianos a lo largo de estos años. Por qué parece que estamos predestinados al ocaso. El lector no conseguirá dilucidar una respuesta, como tampoco lo ha hecho el autor. Las voces a las que acude para contar esta historia de dolor y tristeza, permiten, sin embargo, barajar algunas ideas. Puede que ahí resida la importancia de estas crónicas.
Una gran parte de esto tiene que ver con la violencia implícita en el discurso, en la manera en que el país se comunica. Esta es una nación de ideas radicales en donde lo diferente no tiene cabida, es suprimido, eliminado. Mientras las ideas sigan aniquilándose las unas a las otras, esta sociedad no se entenderá. Y, “una sociedad que no se entienda entre sí, está condenada a la derrota”.
Con La guerra que perdimos, Juan Miguel Álvarez le da un estatus más alto a su carrera como escritor. Fácil será bajar los escalones. Lo complejo reside en la capacidad que tenga el cronista para mantenerse y, especialmente, superarse. No cabe duda de que conseguirá lo segundo, pues su voz es una de las más potentes de los últimos años. Para la muestra, esta obra suya, tan necesaria como de gran factura.
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