
Son dos hermanas mujeres, hijas del mismo padre y de la misma madre. Se llevan apenas un par de años de diferencia, conviven en la misma casa, forman parte de la misma familia, cenan juntas a la misma hora, reciben incluso el mismo trato de hijas pero no tienen el mismo apellido. ¿Es posible? Una tiene el apellido de su padre (la hermana mayor) y la otra no. Podría ser un detalle, pero no lo es: la hija menor, que solo porta el apellido de su madre, no ha sido inscripta como hija de su padre, pese a que no existieron razones de fuerza mayor o justificaciones válidas que admitan tal omisión. Ese descuido, flagrante muestra de desinterés o acto de torpeza, ¿puede generar un daño? Y en caso de resultar un hecho dañoso, ¿abre lugar a resarcimiento o indemnización?
La primera cuestión a dilucidar es si en Argentina, dos hermanas o hermanos, hijos de los mismos padres y madres, podrían tener distinto apellido sin incurrir en un error o en una situación que se opone a la ley. El Código Civil y Comercial de la Nación establece que el hijo matrimonial -es decir, aquel que nace fruto de una pareja unida en matrimonio- tendrá el apellido de uno de los cónyuges. Esto implica que contra la creencia popular de que los hijos únicamente pueden tener el apellido del padre en parejas de distinto sexo o que el apellido del hombre debe estar siempre, los hijos de un matrimonio pueden también tener de forma exclusiva el apellido de la madre.
Pero, ¿de dónde surge esta creencia popular de que los hijos deben tener sí o sí el apellido del padre? De la derogada “Ley del Nombre” del año 1969, que establecía que los hijos matrimoniales de cónyuges -de distinto sexo- llevarían el primer apellido del padre. La ley actual es, en este aspecto, más flexible, aunque prevé ciertos condicionamientos: por ejemplo, obliga a la pareja a que todos los hijos de un mismo matrimonio lleven el apellido y la integración compuesta que se haya decidido para el primero de los hijos, de modo tal que no haya diferencia en el apellido de los hermanos.
Vedada la posibilidad de los cónyuges de elegir apellidos distintos para sus hijos, podría suceder que el matrimonio no se pusiera de acuerdo en qué apellido utilizar para su primer heredero o heredera. En ese caso, la ley prevé una polémica -aunque efectiva- solución: resolver la cuestión por sorteo entre los padres. La norma dispone que la disputa azarosa se lleve a cabo en terreno neutral: en el Registro del Estado Civil y Capacidad de las Personas. No obstante, hay un consuelo extra: a pedido de los padres, o del interesado con edad y madurez suficiente, se puede agregar el apellido del otro.
Estas previsiones corren para los hijos matrimoniales; para los extramatrimoniales, si tienen un solo vínculo filial, llevarán el apellido de ese progenitor. Es el caso de la madre que, frente al desinterés del padre o el desconocimiento de su identidad, inscribe a su hijo con su apellido. “Si la segunda filiación se determina después”, precisa el art. 64, “los padres acuerdan el orden; a falta de acuerdo, el juez dispone el orden de los apellidos, según el interés superior del niño.”

El origen del apellido “Expósito”
La Real Academia Española define al término “expósito” como “dicho de un recién nacido: abandonado o expuesto, o confiado a un establecimiento benéfico”. De allí deriva el apellido “Expósito” o “Espósito”, con especial presencia en Italia y España. Algo más sutil (y discreto), en la actualidad el Código Civil y Comercial de la Nación prevé que la persona menor de edad sin filiación determinada -el caso de los niños que han sido abandonados- “debe ser anotada por el oficial del Registro del Estado Civil y Capacidad de las Personas con el apellido que está usando, o en su defecto, con un apellido común.” Gómez, Rodríguez, Pérez o García son tan solo algunos de los “apellidos comunes” a los que hace referencia la norma, que no cita ejemplos.
En este contexto, el Código prevé que el hijo puede reclamar su filiación matrimonial contra sus progenitores si no resulta de la inscripción en el Registro del Estado Civil y Capacidad de las Personas, entablando la acción contra los cónyuges conjuntamente o contra quienes considere sus progenitores en caso de que no se trate de un matrimonio. “En caso de haber fallecido alguno de los progenitores, la acción se dirige contra sus herederos”, precisa el art. 582, mientras que el art. 587 es categórico: el daño causado al hijo por la falta de reconocimiento es reparable, es decir que frente a la desidia de un padre o madre que en definitiva niega una parte de la identidad a un hijo, puede corresponder un resarcimiento.
El reconocimiento, un “derecho-deber”
En diciembre de 2024, la Sala I de la Cámara Nacional en lo Civil condenó a un padre a abonar $2.500.000 en concepto de daño moral en favor de su hija por no haberla inscripto oportunamente, dilatando tal estado durante ocho años, lo que implicó entre otras cuestiones que la menor tuvo en ese tiempo un apellido distinto al de su hermana mayor, aún incluso cuando a ambas se les dispensaba un reconocible trato familiar.
La sentencia deja interesantes reflexiones, entre ellas, que “el reconocimiento de un hijo se trata de un acto voluntario, pero ello no implica que sea discrecional. Es por este motivo que la doctrina lo ha calificado como un ‘derecho-deber’, en tanto comprende tanto el derecho del padre de detentar su estado como la obligación de emplazar a su hijo en la titularidad de los derechos que de este derivan, principal y esencialmente, el derecho a conocer su identidad y a la vez, a ser reconocido públicamente a través de ella.”
Como otro dato curioso, en ese caso también la madre de la reclamante demandó al padre de su hija, y la Cámara reconoció que tenía derecho a percibir la suma de $1.000.000 más intereses en concepto de daño moral, estimando que “la conducta del demandado provocó en la peticionante sentimientos de dolor y angustia que son susceptibles de reparación”.
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