
Un viento frío baja desde la bahía y golpea los muros de Alcatraz durante las noches de invierno. En las noches sin luna, entre el rumor del agua y el lejano brillo de San Francisco al fondo, la isla-prisión parece indestructible, una fortaleza plantada para disciplinar y castigar los sueños imposibles de fuga. Sin embargo, el 11 de junio de 1962, tres reclusos pusieron en jaque al penal más seguro de Estados Unidos y desnudaron una falla oculta que había permanecido invisible para los carceleros durante casi treinta años.
Era una brecha que no aparecía en los mapas, ni en los manuales de procedimientos, ni en las conferencias del director de la prisión ante los cronistas que recorrían los pasillos. Una debilidad nacida en las entrañas de la propia roca.
La fuga perfecta y el error invisible
En la celda 138 del bloque B, Frank Morris miraba el cemento húmedo de la pared trasera. Su historia, como la de casi todos los que llegaban a Alcatraz, era un catálogo de condenas y huidas frustradas. Pero la clave de la mayor fuga de la isla estaba oculta en un defecto insospechado: una franja de cemento mal fraguada, resultado de una reconstrucción exprés realizada por el Servicio de Prisiones treinta años antes.
La explicación de fondo llegaría de la mano del mayor conocedor vivo de Alcatraz, John Martini, un historiador especializado en la prisión. “Había una vulnerabilidad invisible, resultado de una reparación apresurada en los años treinta. Las reparaciones, hechas con prisas y materiales de baja calidad, generaron grietas ocultas tras los baños de algunas celdas”, relató Martini. Esas fracturas serían el talón de Aquiles del edificio.

“Las paredes fueron moldeadas sobre antiguos tubos de vapor, y la humedad salina trabajó durante años, debilitando el cemento —señala Martini en sus recorridos históricos—. Hubo porciones donde, literalmente, la roca estaba quebrada desde su nacimiento”. Entre el cemento y la roca creció el punto exacto donde Frank Morris y los hermanos John y Clarence Anglin vieron la posibilidad de escapar.
Durante meses, los tres hombres ampliaron el hueco con cucharas y limas caseras, camuflando su progreso con rejas falsas fabricadas a partir de cartón pintado y trozos de revistas.
—Si alguien ve esto, estamos muertos —musitó una noche John Anglin. —Nadie mira a los derrotados —respondió Morris, sin apartar la vista de la grieta que poco a poco los conducía al otro lado del infierno.
Grietas en Alcatraz
Desde su apertura en 1934, Alcatraz fue pensada como la prisión inexpugnable. Su ubicación —a dos kilómetros de la costa californiana, rodeada de aguas heladas y corrientes traicioneras— convertía la fuga en una tragedia escrita de antemano. El mito era tan sólido como el hormigón de sus muros: nadie podía escapar.
En plena Gran Depresión, la antigua fortaleza militar se adaptó para la era carcelaria, pero los ingenieros nunca pudieron combatir del todo el clima y la humedad. Los túneles de servicio, las cañerías y los arreglos de urgencia eran el espacio ideal para una erosión silenciosa.

“Alcatraz siempre fue un monstruo caduco, una bestia armada pero oxidada por dentro”, dejó escrito un antiguo celador en su diario.
En los folletos turísticos actuales, la versión oficial persiste: de los 1.576 prisioneros que pasaron por la isla, treinta y seis intentaron huir, y ninguno lo logró por completo.
La noche de las cabezas falsas y la fuga que desconcierta 60 años después
Esa noche de junio de 1962, Frank Morris y los hermanos Anglin montaron la escena de su desaparición con precisión de relojeros. Crearon cabezas de papel maché —mezclando jabón, cabello real y papel de revistas— para burlar la vigilancia nocturna. “Parecía cosa de locos”, declararía después un jefe de seguridad, “pero fue la peor pesadilla que pudimos imaginar”.
Las fotos escrutadas por el FBI, que se guardan aún en archivos amarillentos, muestran esas cabezas toscas y mudas, los ojos vidriosos y las bocas desdibujadas dormitando sobre almohadas de trapo.
El hueco detrás del lavabo era ahora una puerta secreta. Los tres presos reptaron hasta el pasillo de mantenimiento y, desde allí, escalaron hasta el techo, arrastrando una balsa fabricada con más de 50 impermeables pegados y cosidos a mano.

Durante horas, la noche cubrió su avance. Nadie los vio en el patio sombrío. Nadie oyó la zambullida de la balsa inflada en las aguas heladas. Nadie, hasta el conteo del amanecer, notó la fuga más legendaria y perfecta en la historia de Alcatraz.
El penal se llenó de voces y pasos frenéticos. Las alarmas aullaron, los helicópteros sobrevolaron la bahía, y la búsqueda se volvió, desde ese instante, obsesión nacional en Estados Unidos.
“La fuga fue posible porque nunca creímos que alguien descubriría nuestras verdaderas debilidades”, admitió un ex director años después.
Hoy, más de sesenta años después, el caso sigue abierto. Hay cartas misteriosas, teorías sobre paraderos remotos y una duda que no se disipa: ¿llegaron vivos a la costa?

Las otras fugas: niebla, sangre y fantasmas
El mito de Alcatraz se forjó también en dos fugas adicionales, cada una con su propio dramatismo. La primera ocurrió en 1937, bajo la densa niebla decembrina. Ralph Roe y Theodore Cole limaron los barrotes de la sala de máquinas; el mar era su único destino.
—¿Te animás a lanzarte? —dudó Cole, temblando de frío. —Moriré intentándolo —musitó Roe.
Nunca aparecieron sus cuerpos. Las autoridades sentenciaron: “La corriente los mató”. Pero entre los reclusos, la leyenda cobró vida: a veces, la bahía escupe a los más decididos en cualquier caleta oculta.
La tercera fuga famosa devino en batalla abierta. En 1946, tres internos —entre ellos Clarence Carnes, apodado “el Indio”— lideraron una rebelión y tomaron armas de los guardias. Los disparos retumbaron 48 horas. Aquella insurrección, conocida como el “Motín de Alcatraz”, cobró la vida de dos celadores y tres presos. Carnes sobrevivió y relató desde su celda “el infierno detrás de la roca”.
—Aquí nadie sale sin pagar —espetó un oficial durante el asedio.
El motín fue reprimido, y los sobrevivientes volvieron a las sombras, quebrados y mudos.

Alcatraz, la roca que fue trampa y promesa
La fuga de 1962 desnudó la verdad incómoda: la cárcel se creía invulnerable, pero su talón de Aquiles llevaba décadas gestándose tras los muros. El defecto de cemento que descubrieron los presos era sólo la punta del iceberg. Túneles inexplorados, metal corroído y, sobre todo, la rutina convertida en aliada para quienes aprendieron a mirar el penal con los ojos de un geólogo paciente.
Hoy, el museo de Alcatraz capitaliza su leyenda. Visitantes posan frente a la celda 138 y leen el cartel que replica la advertencia de John Martini: “Nunca subestimes la importancia de lo que no ves; allí donde la roca flaquea, surge la oportunidad”.
En Florida, los descendientes de los Anglin conservan esas cartas inquietantes, exponen una foto al borde del desenfoque, mantienen viva la llama de la incertidumbre. El caso sigue abierto para el FBI.
La evasión de Frank Morris y los hermanos Anglin persiste como una herida para quienes diseñaron Alcatraz como una prisión inexpugnable.
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