
Eduardo VIII llevaba poco más de 300 días como rey del Reino Unido, cargo para el que se había formado desde la cuna, cuando se dirigió hacia el sur de Francia para encontrarse con el amor prohibido al que antepuso al pueblo que le rendía honores: la norteamericana Wallis Simpson, dos veces divorciada.
El primogénito de Jorge V y su esposa María era el heredero natural al trono. Había demostrado ser inteligente –aunque algo inconstante e irresponsable– y poseía una personalidad marcada por la simpatía y la sociabilidad. Su elegancia, estatus y buena apariencia le permitieron mantener muchos romances con mujeres bellas y, en su mayoría, casadas.
Edward Albert Christian George Andrew Patrick David –así figuraba su nombre completo en el documento– nació el 23 de junio de 1894. Sus últimos cuatro nombres provenían de los santos patronos de Inglaterra, Escocia, Irlanda y Gales. Curiosamente, su familia y sus amigos en la esfera privada lo llamaban David, su último nombre.

Cuando Eduardo se convirtió en príncipe de Gales, a los 16 años, llevó un traje medieval que despreciaba y, a partir de ese momento, comenzaron a prepararlo seriamente para su futura función. Se retiró de la carrera naval antes de su graduación formal; a bordo del acorazado HMS Hindustan sirvió durante tres meses como guardiamarina. Luego ingresó en el Magdalen College de la Universidad de Oxford, donde, según sus biógrafos, recibió una pobre preparación. Tras ocho trimestres, dejó Oxford sin títulos académicos.
Él no quería ser como su padre. El rey siempre había sido un hombre muy disciplinado y estricto con sus reglas y castigos. Y no se caracterizaba por ser un hombre compasivo. No pudo darle asilo político y salvar a su primo hermano el zar ruso Nicolás II, a quien quería mucho y con quien era muy unido –en las correspondencia privada se llamaban Nickie y Georgie–. Lo dejó morir en manos de los bolcheviques durante la revolución para evitar una inestabilidad institucional en su propio reino.
Al desatarse la Primera Guerra Mundial, Eduardo vio la oportunidad de escapar de sus obligaciones y del clima opresivo del Castillo de Windsor y decidió alistarse. El rey se opuso a que pusiera su vida en peligro; sin embargo, hizo todo lo posible por ir con frecuencia al frente y ser testigo de la guerra, por lo que fue condecorado con la Cruz Militar en 1916. Esa presencia, aunque intermitente, permitió que los soldados lo miraran con buenos ojos. Su primer vuelo militar lo llevó a cabo en 1918 y, poco después, obtuvo su licencia de piloto.
El conflicto bélico había deteriorado la reputación de Jorge V en todo el imperio, pero Eduardo salió fortalecido: se había mostrado cercano, involucrado con las condiciones de vida del pueblo y propuso una manera diferente de ejercer la autoridad.

Durante su visita a Canadá, el príncipe sorprendió al romper el protocolo desde el primer momento: despidió al organizador y adoptó una actitud completamente informal. Reunió multitudes y llegó a estrechar tantas manos que tuvo que empezar a usar la izquierda tras lesionarse la derecha. Esta forma de conectar con la gente contrastó radicalmente con la postura distante de sus padres, Jorge V y la reina. Por esa razón, frente a rebeliones en regiones como Egipto, Irlanda y la India, Jorge V recurrió al carisma de su hijo para dar una buena imagen de la corona.
Durante los felices años 20, tiempos de bonanza económica y espíritu de celebración, el príncipe viajó en varias ocasiones por el Reino Unido y el extranjero en representación de su padre. En las visitas oficiales a Estados Unidos, para reforzar las relaciones bilaterales después de la Gran guerra, se enamoró del estilo de vida de sus habitantes; frecuentó fiestas en plena era del jazz, rompió el protocolo con una vestimenta criticada por su padre y se compró un rancho donde soñaba retirarse. Eduardo quería forjarse una imagen de príncipe moderno y cosmopolita. Se deslumbró con los rascacielos y el ritmo frenético de Nueva York, se acercó a las actrices del cine mudo de Hollywood y tuvo una aventura con una de sus grandes estrellas: Pinna Nesbit Kruger. Estados Unidos lo había conquistado.
Los años dorados estaban hechos a su medida y se volvió tan famoso que llegó a ser uno de los hombres más fotografiados de la época, incluso marcando tendencia con su forma de vestir.

El futuro rey era un mujeriego compulsivo y esa conducta preocupaba al primer ministro Baldwin y al propio monarca. El secretario privado de Eduardo durante ocho años, Alan Lascelles, consideraba que “por alguna razón hereditaria o fisiológica, su desarrollo mental normal se detuvo en seco al llegar a la adolescencia”.
De regreso en Inglaterra, Eduardo recorría las calles, conversaba con la gente común y constataba las consecuencias de la crisis económica en la vida cotidiana. Ese acercamiento directo le permitió ganarse el aprecio de sus súbditos, que veían en él a alguien dispuesto a escuchar y comprender sus dificultades.
En aquella etapa, Eduardo ponía en evidencia las precarias condiciones de vivienda y de vida de la población, generando desconcierto e irritación en el gobierno. Mientras su padre insistía en que la monarquía debía mantenerse al margen de la política, él desobedecía esa máxima. El propio Jorge V llegó a afirmar: “Cuando yo muera, mi hijo se echará a perder en doce meses”.
Mientras Eduardo permanecía soltero, su hermano Alberto se casó y tuvo dos hijas: Lilibet (la futura reina Isabel II) y Margarita. En 1929, el año fatídico del crack de la bolsa, la revista Time contó que Eduardo llamaba en broma “reina Isabel” a su nueva cuñada. En ese entonces, nadie podía imaginar cuánta verdad había en esos dichos.
Ya casi pisando los 40 años, conoció a Wallis Warfield, la norteamericana que desencadenó una crisis casi sin precedentes en la monarquía británica.
Corría 1930. Eduardo tenía una casa en Fort Belvedere, que le había dado su padre. Allí se encontraba con sus amantes. Tenía preferencia por mujeres casadas, entre ellas Freda Dudley Ward y Lady Furness, una estadounidense que le presentó a Wallis Simpson. Se cree que, en los viajes de esta última, Eduardo se habría acercado a ella, de quien se enamoró.
El problema de ese amor no era solo que fuera plebeya y extranjera, sino que además estaba casada en segundas nupcias con Ernest Simpson, miembro de la alta sociedad de Baltimore. Wallis llevaba su apellido. Fue todo un escándalo. Mientras su padre agonizaba, Eduardo alimentaba esa relación, que lo alejaba aún más de él.
La preocupación llegó a tal nivel que le fue encomendada a la Sección Especial de la Policía Metropolitana la tarea de espiar a la pareja. En uno de los informes, después de verlos juntos en una casa de antigüedades, el propietario dijo que “la dama parecía dominar completamente al PDG (Príncipe de Gales)”.
El encanto, la elegancia y la seguridad de Wallis deslumbraron al heredero, quien conversaba con ella sobre todo tipo de temáticas. “Wallis, sos la primera mujer que demuestra interés por mi trabajo”, le dijo.
Como si la relación tuviera alguna chance de prosperar, Eduardo quiso que ella lo acompañara al casamiento de su hermano menor. Ante el pedido, la familia real quedó espantada; el rey tuvo un ataque de ira y discutió fuertemente con su hijo. En cuestión de días se agravó la enfermedad de Jorge V y murió por una insuficiencia cardíaca.
En enero de 1936, con una ceremonia en St. James, Inglaterra tuvo un nuevo rey: Eduardo VIII.
Su primera aparición pública tras asumir se produjo en una ventana del Palacio de St. James, acompañado por Wallis. En privado, les anticipó a los suyos que se casaría con ella apenas se resolviera su divorcio.
Diez meses después, y antes incluso de ser coronado, Eduardo recibió una carta del secretario de la Casa Real: el Parlamento no aceptaría el matrimonio. Ante esa negativa, optó por la renuncia.
“La carga que descansa constantemente sobre los hombros de un Soberano es tan pesada que solo puede ser soportada en circunstancias diferentes a aquellas en las que ahora me encuentro”, dijo el rey Eduardo, quien declaró que “ya no puedo desempeñar esta pesada tarea con eficiencia ni satisfacción para mí mismo”.

“Quiero que sepan que jamás olvido a mi país ni a este Imperio que, como príncipe de Gales y como rey, serví fielmente. Deben creerme cuando digo que me resultaría imposible cumplir mis deberes sin la ayuda y el apoyo de la mujer que amo”, declaró en el discurso de abdicación, un día como hoy, un 11 de diciembre de 1936.
Según relatan los testigos, Wallis lo increpó al enterarse: “¡Maldito imbécil!”. Ella siempre había intentado convencerlo de dar pelea.
El trono pasó entonces a su hermano menor, Alberto, recordado por haber conducido al Reino Unido en tiempos de guerra y haber superado la tartamudez que lo atormentaba. Coronado como Jorge VI, reinó hasta 1952, cuando lo sucedió su hija, Isabel II.
El matrimonio entre Eduardo y Wallis se concretó el 3 de junio de 1937, en el Château de Tours, Francia, sin presencia de la familia real. Exiliados en París, instalaron suresidencia en Bois de Boulogne. Allí, convertidos en duques de Windsor –ella finalmente obtuvo el título– recibían a empresarios, científicos, diplomáticos y figuras políticas europeas y estadounidenses.

Jorge VI, ya como monarca, prohibió a la pareja regresar al país, aunque como hermano continuó asistiendo a Eduardo con fondos personales. A la muerte del rey, Isabel II autorizó a su tío a asistir al funeral, pero sin Wallis.
En 1937, visitaron Alemania y mantuvieron un encuentro con Adolf Hitler. La repercusión en Londres fue inmediata: acusaron a Wallis de ser agente alemana y de mantener vínculos con jerarcas nazis. Se cuenta que, al enterarse, la reina madre comentó: “Las dos personas que más problemas me han causado en mi vida son Wallis Simpson y Hitler”, dijo la Reina Madre, esposa del rey Jorge VI, que despreciaba a su cuñada.
La convivencia entre los duques no era sencilla. “El duque era muy vanidoso, muy elegante”, recordó Lord Litchfield, un reconocido fotógrafo británico y miembro de la aristocracia, primo de la reina Isabel II. “Siempre usaba falda escocesa para la cena y tenía una colección interminable de trajes impecables. La duquesa hablaba sin parar”.
A Litchfield, Wallis le resultaba intimidante: “Era más formal que cualquier miembro de la realeza; quería todo al instante. La casa estaba tan inmaculada que me avergonzaba incluso apagar un cigarrillo”. En contraste, el diseñador Nicky Haslam, que la conoció en 1962 mientras trabajaba para American Vogue, la definió como “amable, divertida, atrevida. Cuando entraba en una habitación, algo brillaba. Siempre tenía el último chiste y la ropa más maravillosa. Era muy abierta y descontracturada”.

Más allá de recibir visitas, leer e ir de compras, la pareja no desarrolló otras actividades. Vivían de rentas, alejados de causas sociales y sin proyectos propios. Una vida superficial.
El duque murió en 1972 y fue enterrado en el cementerio de Windsor. Wallis se negó a compartir el coche fúnebre con Isabel II. Ella murió catorce años después, sola y senil, y fue sepultada junto a su marido, en presencia de la soberana. No tuvieron hijos.
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