
Enfundado en un traje oscuro, con una vistosa corbata a rayas, León Arslanián, el presidente de la Cámara Federal en lo Criminal y Correccional Federal de la Capital Federal, que para ahorrar tiempo, saliva y tinta siempre fue la Cámara Federal, abrió la sesión de aquel lunes 9 de diciembre de 1985, hace cuarenta años: “Declárase abierto el acto a fin de dar lectura de la parte dispositiva y del considerando que lo precede de la sentencia que el Tribunal acaba de suscribir en la Causa 13/84, instruida por Decreto del Poder Ejecutivo Nacional 158/83, contra las siguientes personas…”.
Arslanián estaba flanqueado por los otros cinco miembros de la Cámara: Ricardo Gil Lavedra, Jorge Torlasco, Andrés D’Alessio, Jorge Valerga Aráoz y Guillermo Ledesma. Así fue cómo empezó a terminar el hoy histórico juicio a los nueve jefes de las tres primeras juntas del llamado Proceso de Reorganización Nacional, como se proclamó a sí misma la última dictadura militar. Aquella última jornada era la culminación de un proceso judicial que se había iniciado el 22 de abril de ese año y que, a lo largo de cuatro meses, hasta el 14 de agosto, había recogido el testimonio desgarrador y conmovido de más de setecientos testigos que en audiencias públicas de hondo dramatismo, desnudaron el espanto del terrorismo de Estado, que todavía no había sido calificado así.
La mayoría de aquellos testimonios, muchos habían padecido el terror en carne propia, habían descrito sus secuestros o el de sus familiares; habían detallado con espantosa precisión las torturas padecidas en las mazmorras de decenas de centros clandestinos de detención de todo el país o, en cambio, eran testigos que pretendían saber el destino de miles de personas que figuraban en una nueva y siniestra figura penal y social del país: la del desaparecido.
Casi una hora después, cuando Arslanián terminó de leer la parte dispositiva de la sentencia, que sería luego avalada por la Corte Suprema, leyó las condenas: reclusión perpetua para el general Jorge Videla, prisión perpetua para el almirante Emilio Massera, cuatro años y seis meses para el brigadier Orlando Agosti, diecisiete años de prisión para el general Roberto Viola, ocho años de prisión para el almirante Armando Lambruschini y la absolución del brigadier Omar Graffigna, del general Leopoldo Galtieri, del almirante Jorge Anaya y del brigadier Basilio Lami Dozo. Cinco de los nueve jefes militares habían sido condenados, dos con penas durísimas, un tercero con una pena inferior a la del homicidio y los otros dos con penas mínimas que, en el ambiente recoleto de la imponente Sala de Audiencias de la Cámara Federal, recoleto y caldeado porque era un atardecer caluroso, sonaron vecinas al ridículo. El resto de los miembros de las juntas militares, cuatro protagonistas de la dictadura, fueron absueltos.

Para condena, parecía muy poco. Estalló entonces una especia de escándalo sordo, apagado, quebrado a veces por alguna voz estentórea; una especie de decepción colectiva umbría y perturbada por quienes esperaban condenas más duras y ejemplares, que eran en verdad la mayoría de quienes colmaban la Sala, incluidos los periodistas que habíamos cubierto todas y cada una de las audiencias del juicio. El descontento se había hecho carne con un murmullo alborotado cuando Arslanián leyó la primera condena leve, la tercera, la del brigadier Agosti, integrante de la primera junta militar, la que reinó en el período más encarnizado de la violación a los derechos Humanos. El día que prometía ser histórico, y lo fue, se había convertido en un lunes difícil.
La sentencia que condenó a algunos, absolvió a otros, no dejó conformes a muchos, hizo historia; pero aquel lunes la Historia no estaba sentada en la Sala de Audiencias: si alguien tuvo conciencia del momento histórico, estuvo solo en su hallazgo. Pasó tiempo para que el juicio a las juntas militares fuese visto como lo que fue: un breve momento de esplendor en aquella democracia flamante, asediada, funámbula y valiente, en la que todavía no había pasado lo que estaba por venir.
Entre el final de las audiencias públicas, a las que siguieron los alegatos de las defensas y el formidable alegato fiscal de Julio Strassera y de su adjunto, Luis Moreno Ocampo, hasta el día final del juicio, habían pasado un par de meses en los que el ambiente del país se enrareció. Y se oscureció. El poder militar, con sus ex jefes enjuiciados, todavía conservaba un considerable poder de fuego; no estaba inerme, ni estaba inanimado, ni mostraba resignación o arrepentimiento. Por el contrario conspiraba de alguna forma para emponzoñar el juicio y, lo que era inevitable, la extensión de los procesos judiciales a quienes hubiesen cometidos delitos de lesa humanidad. Así lo dejarían en evidencia dos años después las rebeliones militares de Semana Santa, que nació por la negativa de un oficiala presentarse ante la justicia, la de Monte Caseros y la de Villa Martelli que jaquearon al gobierno del entonces presidente Raúl Alfonsín y que demandaron, todas, el fin de los juicios. Juzgar a las tres primeras juntas del “Proceso” había sido una decisión de Alfonsín, convencido de que la transición democrática que encabezaba no podía iniciarse con una claudicación ética como la de no enjuiciar a los militares que habían violado los derechos humanos.
En los dos meses que separaron el alegato de Strassera de la lectura de la sentencia, recrudecieron las amenazas de atentados contra colegios y dependencias oficiales; el 29 de agosto hallaron medio kilo de trotyl en el baño de una escuela primaria de Monte Grande; el 2 de octubre detonó en la noche una bomba en el jardín de infantes de la entidad judía Scholem Aleijem; otra bomba estalló en la tradicional confitería Florida Garden, de Florida y Paraguay; el Palacio de Justicia de la calle Talcahuano, la fiscalía de Strassera y hasta las oficinas de los jueces recibían a diario amenazas de todo calibre. Por fin, el gobierno decretó el Estado de sitio por sesenta días mientras, desde su celda, el general Videla declaraba que el juicio al que era sometido: “Es la venganza de los derrotados”.

La idea de aplicar a las juntas una justicia retroactiva sin poner en peligro la transición democrática, una estrategia que caminaba entre el coraje y la temeridad, se sostenía en varios pilares que se verían cristalizados y sacudidos en los años siguientes. Esos pilares eran la búsqueda irrestricta de la verdad; una justicia simétrica para con el terrorismo, ya fuese el de la izquierda guerrillera o el desplegado por la dictadura; que los procesos quedaran limitados a los responsables del terrorismo de Estado con una delimitación clara de sus responsabilidades, una duración limitada de los juicios y, por último, el reconocimiento por parte de las Fuerzas Armadas de que el terrorismo, el secuestro, la tortura y el asesinato no debieron ser una política de Estado. Esto último no sucedió sino hasta el décimo aniversario del inicio del Juicio a las Juntas, con la autocrítica hecha por el entonces jefe del Ejército, teniente general Martín Balza, el 25 de abril de 1995.
Hoy, cuando parece florecer una tendencia, siempre latente, que pretende negar parte de aquella historia terrible y, si no negarla, justificarla; cuando es ensayada una defensa de aquel horror por parte de funcionarios que tienen o van a tener responsabilidades de gobierno, o que son responsables de la elaboración y de la aprobación de las leyes, no está de más recordar parte de aquellos puntos dispositivos de la sentencia que leyó Arslanián aquel día y que apuntaban a la responsabilidad de los jefes militares enjuiciados: “Se ha demostrado que, pese a contar los comandantes de las Fuerzas Armadas que tomaron el poder el 24 de marzo de 1976, con todos los instrumentos legales y los medios para llevar a cabo la represión de modo lícito, sin desmedro de la eficacia, optaron por la puesta en marcha de procedimientos clandestinos e ilegales sobre la base de órdenes que, en el ámbito de cada uno de sus respectivos comandos, impartieron los enjuiciados. Se ha acreditado así que no hubo comando conjunto y que ninguno de los comandantes se subordinó a persona u organismo alguno”.
Después el fallo señaló las consecuencias de haber elegido la ilegalidad por parte de los jefes de la dictadura: “Se han establecido los hechos que, como derivación de dichas órdenes, se cometieron en perjuicio de gran cantidad de personas, tanto pertenecientes a organizaciones subversivas como ajenas por completo a ellas; y que tales hechos consistieron en el apresamiento violento, el mantenimiento en detención en forma clandestina, el interrogatorio bajo tormentos y, en muchos casos, la eliminación física de las víctimas, lo que fue acompañado en gran parte de los hechos por el saqueo de los bienes de sus viviendas (…)”.
Y luego, en respuesta a la fórmula que pretendía entonces simplificar la historia bajo el pretexto de una “guerra sucia” en la que “se cometieron excesos”, un accionar que afectó no sólo a quienes integraban los grupos guerrilleros sino también a sus familiares, amigos y conocidos para extenderse luego, por todo el país y con procedimientos que parecían calcados unos de otros, a quienes eran por completo ajenos a esos grupos y a la violencia: obreros, delegados gremiales, docentes, estudiantes, militares, sacerdotes, artistas, intelectuales, periodistas, diplomáticos, amas de casa, abogados, médicos y campesinos, la sentencia decía: “Se han estudiado las conductas incriminadas a la luz de las justificantes del Código Penal, de la antijuridicidad material y del exceso. Se ha recorrido el camino de la guerra, la guerra civil, la guerra internacional, la guerra revolucionaria o subversiva. Se han estudiado las disposiciones del derecho positivo nacional e internacional; consultada la opinión de los especialistas en derecho constitucional y derecho internacional público; la de los teóricos de la guerra convencional y la de los ensayistas de la guerra revolucionaria. Se han atendido las enseñanzas de la Iglesia Católica. Y no se ha encontrado ni una sola regla que justifique o, aunque más no sea disculpe, a los autores de hechos como los que se ventilaron en este juicio (…).

Hasta que se leyó la sentencia, el fallo de la Cámara fue una incógnita. No se había filtrado nada, ni una letra, sobre cuál sería la decisión de los jueces en un ámbito como los tribunales donde el secreto es difícil de mantener, por decirlo de manera elegante. Lo secreto se supo después, con el correr de los meses y de los años. El día anterior a la lectura de la sentencia, el domingo 8, los seis jueces que habían pasado el fin de semana encerrados en el Palacio de Tribunales, decidieron por fin a quién condenar y el monto de las penas alrededor de un par de mesas de la pizzería “Banchero”, de Talcahuano y Corrientes, a ciento cincuenta metros de sus despachos. El borrador de la sentencia se había escrito en una de las servilletas bastas del local, destinadas a cualquier cosa menos a contener los cimientos de un fallo judicial histórico; una vez escrito el borrador, Arslanián había pedido a sus pares: “Me lo firman, porque no quiero sorpresas”. Los jueces habían debatido con cierto ardor cuál condena correspondía a cada quien, y si algo tenían en claro, era que el fallo que iban a firmar debía ser dictado por unanimidad: no querían dar la imagen de un tribunal dividido, con opiniones diferentes o fallos en disidencia.
Con los años, ya más cerca de esta cuarta década, los jueces concluyeron al menos públicamente, que hubo penas que debieron ser, y pudieron ser, más duras para algunos de los condenados. Pero esa conciencia, y esa coincidencia, llegó con los años, cuando el tiempo y sus mudanzas hubieran desbrozado el camino áspero que se transitaba aquella tarde en la Sala de Audiencias y en la que hasta los periodistas que habíamos cubierto las audiencias esperábamos condenas durísimas para todos.
Otras tribulaciones también se conocieron con los años. Minutos antes de la hora fijada para la audiencia, la sentencia no aparecía. A las cinco de la tarde los seis jueces reunidos en la Sala de Acuerdos de la Cámara, vecina a la de Audiencias, esperaban que la sentencia llegara a sus manos no sólo porque el titular del Tribunal debía leerla, sino porque todos debían firmarla. Y la sentencia no llegaba. Cerca del mediodía, Arslanián había llamado al secretario del Tribunal, Juan Carlos López, y le había entregado el documento con los fundamentos y el monto de las condenas para que las tipiara el mismo López con la obligación de mantener el secreto. López tembló: eran más de veinte carillas que empezó a desgranar encerrado en su despacho junto con el dactilógrafo más ágil que pudo conseguir. Para colmo, una falla en la conexión satelital, o algo parecido, puso en peligro la conexión internacional que iba a llevar la lectura de la sentencia al resto del mundo. La ceremonia se demoró una hora para alivio, parcial, del atareado López. Pero, de nuevo, a la hora fijada, la sentencia no aparecía. Arslanián golpeó más de una vez las puertas del despacho de López que por fin, y sobre la hora, con un solemne “bueno señores, la sentencia” apareció en la Sala de Acuerdos con su tesoro secreto y lo puso en manos de los jueces.
En su emotiva evocación del juicio, que plasmó en un libro entrañable: La hermandad de los astronautas, Gil Lavedra recordó: “El momento fue como una ceremonia, firmamos en silencio. Después, guardamos las lapiceras, respiramos hondo y empezamos a trazar planes. ‘¿Qué vamos a hacer a la noche?’, preguntó alguno. ‘Tenemos que hacer algo’, respondió otro. ‘¿Nos juntamos?’, propuso Carlos. ‘Vengan a casa’, dije. Estuvieron todos de acuerdo. Necesitábamos estar juntos, no podíamos separarnos ese día”. Después, los seis jueces entraron en la Sala de Audiencias repleta de gente expectante.

En la última sesión pública del juicio sólo hubo invitados especiales y muchísima prensa, sobre todo extranjera. Dos meses y medio antes, en septiembre, el alegato de Strassera que había terminado con un dramático: “Señores jueces: nunca más”, había desatado un aquelarre verbenero en el que se mezclaron la ovación a los fiscales, los insultos a los acusados, las órdenes del tribunal para que la policía desalojara la sala y las miradas desafiante de los comandantes, en especial las de Videla y Viola, que lanzó una sonora puteada a todos. Curados de espanto, los jueces habían dispuesto que, a la hora de la sentencia, la limitada capacidad de la Sala quedara sólo para invitados especiales.
Entre esos invitados especiales, alguien no estaba dispuesta a pasar inadvertida. Hebe de Bonafini, titular de Madres de Plaza de Mayo, ocupó su asiento con su pañuelo blanco en la cabeza. Era una provocación. Bonafini sabía que no podía hacerlo porque lo había intentado el primer día del juicio y le habían rogado que se lo quitara porque la Cámara había prohibido la exhibición de cualquier símbolo político, partidario, o de organización o entidad de cualquier tipo. Ahora, el pañuelo de Bonafini era como un faro en aquel ámbito oscuro, mitad boiserie, mitad expedientes, de la Sala de Audiencias
Un agente de policía le pidió que se quitara el pañuelo, luego lo hizo el jefe del grupo policial, un subcomisario de apellido Benítez; después probó suerte la secretaria de Arslanián en nombre del titular de la Cámara que debía leer la sentencia; después intentó convencerla el entonces subsecretario de Derechos Humanos de Cancillería, Horacio Ravenna; hasta le rogó Adriana Calvo de Laborde, una víctima de la dictadura que había dado un testimonio decisivo en el juicio. Todos hallaron la emperrada negativa de la dirigente. Por fin, lo intentaron Strassera, de impecable traje color crema, y Moreno Ocampo, ambos usaron una lógica de acero: la audiencia no iba a empezar si Bonafini no se quitaba el pañuelo, por lo que las condenas, lo único que importaba esa tarde, no serían leídas. Bonafini aceptó con un par de refunfuños y con una lógica que parecía de acero pero que era infantil: “Cómo… ¿Los milicos entran con gorra y yo no puedo entrar con el pañuelo?”.
Pero esa tarde no había “milicos”, al decir de Bonafini, en el amplio espacio cedido a los acusados. Los comandantes, que sí habían asistido al alegato de Strassera, ahora hicieron valer su derecho a no presenciar la audiencia para evitar una nueva muestra de repudio. Sólo uno de los nueve enjuiciados, el brigadier Omar Graffigna, se sentó junto a sus defensores tal vez con la certeza de su absolución.

Pese al secreto que rodeaba la decisión de los jueces, poco a poco la idea de que algunos de los acusados serían absueltos se había echado a andar en los siempre rumorosos pasillos de Tribunales. Cuando Arslanián leyó las sentencias, la leve condena a Agosti, la tercera en ser leída, levantó el primer murmullo de desaprobación. La condena a Viola a solo diecisiete años de cárcel, también sonó exigua e hizo que un leve sacudón eléctrico recorriera la Sala: en el juicio había quedado demostrado la responsabilidad del militar en la planificación de la represión ilegal a cargo del Ejército, a través de la directiva 504/77 que firmó Videla y que, en la jerga militar era conocida como “La Peugeot”.
La absolución de Graffigna fue el punto de no retorno porque los buenos entendedores que no necesitan demasiadas palabras comprendieron que las restantes condenas iban de cabeza a la absolución. Y lo fueron. La primera que lo entendió fue Bonafini que volvió a ponerse el pañuelo en la cabeza. Arslanián se sintió molesto y toreado por el desafío y en un tono duro le dijo: “Señora, hágame el favor de quitarse el pañuelo. De lo contrario, abandone la sala”. Bonafini se fue y la lectura llegó a su fin sin otros dramas: el histórico Juicio a las Juntas, había terminado.
Strassera, que era un tipo vehemente, volátil, explosivo, sabedor de cómo dar golpes de efecto, exhibió una inesperada templanza y con una casi desconocida mesura dijo que no estaba conforme con algunas condenas y que las iba a apelar. Todos iban a apelar las condenas, las defensas primeras que nadie. Aunque costara comprenderlo, y aceptarlo, las absoluciones no estaban fuera de la lógica: se habían juzgado los delitos de lesa humanidad cometidos por las juntas militares como tales y no comandante por comandante, como había sido la idea inicial del fiscal Strassera. De modo que la última junta militar, Galtieri, Anaya, Lami Dozo, la junta de la Guerra de Malvinas, o no tenía en su haber violaciones a los derechos humanos bajo su período de gobierno, o al menos no se les había probado en el juicio. Strassera destacó lo que juzgó más importante y lo que ha resistido el paso del tiempo: la sentencia había demostrado la existencia de un plan criminal llevado adelante por los acusados, al menos por quienes habían sido condenados, que era el centro argumental del alegato acusatorio de la fiscalía.

Ya entrada la noche de 9, en los alrededores de Tribunales y en el Obelisco, tronaba el descontento por el fallo; pero a pocos metros, jueces y fiscales se retiraban ovacionados del Palacio de Tribunales: aquello era la grieta, pero nadie lo sabía. La frustración era tal que casi nadie prestó atención al último punto de la sentencia: el punto 30. Se haría famoso. En el transcurso de las audiencias, al tribunal había llegado una cantidad enorme de información sobre delitos de lesa humanidad cometidos por miembros de las fuerzas armadas, incluso por los miembros de alguna de las juntas militares cuando no la integraban todavía. Los jueces no podían sino denunciar aquellos delitos. El punto 30 de la sentencia decía: “Disponiendo, en cumplimiento del deber legal de denunciar, se ponga en conocimiento del Consejo Supremo de las FF.AA., el contenido de esta sentencia y cuantas piezas de la causa sean pertinentes, a los efectos del enjuiciamiento de los Oficiales Superiores que ocuparon los comandos de zona y subzona de Defensa durante la lucha contra la subversión, y de todos aquellos que tuvieron responsabilidad operativa en las acciones”.
Era una decisión acaso no esperada, ni siquiera imaginada, por el gobierno de Alfonsín, que abría la posibilidad de juzgar a quienes habían tenido participación material en los hechos ventilados en el juicio, incluido el absuelto general Galtieri, que sería juzgado luego por su accionar como jefe del Segundo Cuerpo de Ejército con sede en Rosario.
Esa fue la decisión que abrió la posibilidad de nuevos juicios por violaciones a los derechos humanos, originó las sublevaciones militares de Semana Santa de 1987 en Córdoba y Campo de Mayo, parió a los “carapintadas”, derivó en las sanciones de las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida y condicionó al gobierno de Alfonsín y su difícil relación con las fuerzas armadas de la época.
Ya entrada la noche, en casa de Gil Lavedra, jueces y fiscales se reunieron alrededor de una larga mesa, bien servida y bien regada, según el testimonio del dueño de casa, que se extendió hasta las seis de la mañana, cuando el juez Torlasco salió a la calle y regresó con todos los diarios bajo el brazo. Aquella fue más que una celebración: “Nos une desde entonces –dice Gil Lavedra– un lazo de sangre”.
En aquellos días todavía esperanzados de 1985, el Juicio a las Juntas fue, además de un doloroso buceo en los laberintos del horror, un soplo de conciencia, un paso hacia delante, uno de esos raros momentos de la historia argentina en los que vemos al país a punto de redimirse de sus pecados y listo para despegar.
Es verdad que fue un instante de esplendor. Es cierto también que fue un breve instante de esplendor.
Pero, a cuatro décadas, todavía echa luz.
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