
“Propongo que nos declaremos en huelga general hasta que se satisfagan nuestras demandas!”, fue la moción que Clara Lemlich Shavelson, una joven trabajadora de 23 años, lanzó al aire con voz firme, encendiendo la chispa de la mayor huelga protagonizada por mujeres en la historia de Nueva York hasta ese momento. Era el 23 de noviembre de 1909, y en la Universidad Cooper Union se había convocado una asamblea general para apaciguar la creciente tensión entre dirigentes sindicales varones y las trabajadoras que se sentían invisibles. La intención era lograr apoyo para los trabajadores camiseros en huelga en la Triangle Shirtwaist Company y la Leiserson Company.
Durante más de dos horas, figuras del movimiento obrero y líderes socialistas del Lower East Side se turnaron en el escenario para hablar de solidaridad y preparación, pero sin proponer medidas concretas. Cada discurso parecía dilatar la espera, hasta que Lemlich, cansada de generalidades, pidió la palabra. Subida a la plataforma, su voz cortó el murmullo y la complacencia del salón: planteó una moción clara, precisa, y audaz: declarar una huelga general por tiempo indeterminado.
En cuestión de minutos, la propuesta de la joven fue aprobada por las trabajadoras reunidas y el efecto fue inmediato: más de 20.000 camiseras abandonaron sus puestos al día siguiente, desafiando a la poderosa industria textil neoyorquina y marcando el inicio de un levantamiento que trascendería el trabajo y la ciudad, inscribiendo a aquellas mujeres inmigrantes en la historia de la lucha obrera y del movimiento feminista.

El contexto de explotación y segregación
La huelga de las camiseras no surgió de la nada. Para 1909, Nueva York era un hervidero de industria textil: las camisas se habían convertido en una prenda que usaba la clase media y su producción era masiva, cosa que ocurría en los más de seiscientos talleres, fábricas y comercios, que empleaban a unas 30.000 personas, de las cuales entre el 60 y el 70% eran mujeres. La mayoría eran inmigrantes que habían huido de Europa del Este, italianas que escapaban del hambre, jóvenes que compartían habitaciones diminutas en el Lower East Side y que dependían de un empleo precarizado para sobrevivir aunque podían superar las 65 horas semanales; durante la temporada alta, algunas trabajadoras cosían hasta 75 horas sin descanso.
Pese a las largas jornadas, la brecha salarial era odiosa: una mujer ganaba entre 3 a 4 dólares por semana; mientras un varón, entre 7 a 12, en el mismo lapso. La explotación laboral era visible y brutal, siniestra... Las mujeres debían llevar su propio material de trabajo como agujas, dedales, hilos, y a veces incluso las máquinas de coser. Trabajaban bajo luz insuficiente —a veces con faroles de gas o apretando los ojos ante la escasa luz natural— y respiraban polvo y fibras que enfermaban sus pulmones. Pese a eso, las puertas de los talleres estaban cerradas con llave porque los patrones decían que así evitarían que ellas les robasen... Pero se convirtió en una práctica letal en incendios posteriores. Como si fuera poco, eran víctimas de acoso laboral y sexual, de la desigualdad salarial y, sobre todo, de discriminación por afiliarse a sindicatos. La autoridad no estaba de su lado: capataces, policía y tribunales apoyaban sistemáticamente a los empleadores.
Los sindicatos masculinos de “Los oficios de la aguja” y la Federación Estadounidense del Trabajo aceptaban a las trabajadoras, pero las consideraban temporales, como si el destino de ellas fuera la maternidad y el hogar. En ese combo de frustraciones, sus reclamos eran ignorados; sus voces y sus cuerpos cansados, invisibles.
Pero, en septiembre de 1909 la situación comenzó a cambiar: una pequeña acción espontánea contra empresas como la Lehrer Company, Rosen Brothers y la Triangle Shirtwaist Company evidenció que la paciencia estaba agotada. Era solo cuestión de tiempo para que aquella chispa se convirtiera en fuego.

La intervención de Clara Lemlich y el estallido de la huelga
El 23 de noviembre de 1909, en la Universidad Cooper Union, la asamblea general fue larga. Por más de dos horas, líderes sindicales y socialistas hablaron pero sin anunciar medidas concretas frente a los reclamos que sí eran concretos. No es difícil imaginar a Clara Lemlich, yendo y viniendo entre los pocos centímetros que podría ocupar en la sala colmada, nerviosa, deseosa de un quiebre a la situación insostenible. Cansada de palabras vacías y discursos eternos que nada decían, pidió la palabra. Suspiró hondo y se subió a la plataforma desde la que algunos hablaban. No demoró. Fue directa y lanzó su moción con claridad y fuerza:
“He escuchado a todos los oradores y ya no tengo paciencia para más charlas. Soy una trabajadora, una de las que se declaran en huelga contra condiciones intolerables. Estoy harta de escuchar a oradores que hablan en generalidades. Estamos aquí para decidir si vamos a la huelga o no. Propongo que nos declaremos en huelga general”.

No dio vueltas. La respuesta de las demás trabajadoras, sumidas en el orgullo por escucharla, fue inmediata. La avivaban en distintos idiomas y un solo aplauso. Su moción fue aprobada y el 24 de noviembre, más de 32 mil trabajadoras y trabajadores del comercio textil abandonaron sus puestos: 20 mil eran las camiseras que protagonizaron la mayor huelga protagonizada por mujeres hasta entonces en Nueva York. Clara no solo había planteado la moción; asumió un liderazgo incansable en la organización de mítines, piquetes y la movilización de las trabajadoras, hasta perder la voz por el esfuerzo sostenido durante meses.
El efecto fue inmediato y expansivo. Mujeres de distintos talleres se unieron; entre ellas trabajadoras afroamericanas y de otros oficios se sumaron para mostrar su apoyo. La huelga no solo enfrentaba la autoridad de los patrones sino que cuestionaba la hegemonía sindical de varones y la idea de que la mujer era un recurso temporal dentro de la industria. Organizaciones como la Liga Nacional de Sindicatos de Mujeres y el Partido Socialista pusieron fondos y apoyo logístico para llevarlo a cabo.
Pero, como las protestas son reprimidas desde tiempo inmemoriales, muchas de las mujeres que participaron fueron detenidas, golpeadas y multadas; Clara sufrió fractura de seis costillas y fue arrestada diecisiete veces durante las once semanas de protesta.

Consecuencias, acuerdos y legado
Tras las semanas de resistencia, huelgas, arrestos y represión, la huelga comenzó a rendir frutos. A principios de febrero de 1910, los talleres firmaron el “Protocolo de Paz”, que mejoraba parcialmente las condiciones laborales: se redujo la jornada laboral a 52 horas semanales, hubo incremento salarial, provisión de material por parte del empleador, establecimiento de canales de negociación salarial y disminución de la brecha salarial entre hombres y mujeres. Pero, algunas fábricas, incluida la Triangle Shirtwaist Company, resistieron los cambios, dejando claro que la victoria no era total.
El impacto de la huelga trascendió lo inmediato. Las trabajadoras demostraron que la organización femenina podía sostener un movimiento masivo y persistente; los sindicatos de hombres empezaron a reconsiderar su postura y a prestar atención a las demandas de las mujeres. La industria del vestido en Nueva York experimentó cinco años de conflictos hasta consolidar una estructura sindical más equitativa y organizada, con mayor seguridad laboral y derechos para las obreras.

El 25 de marzo de 1911, el incendio de Triangle Shirtwaist reveló con brutal claridad la magnitud de las condiciones que las trabajadoras venían denunciando desde hacía años. Las llamas se propagaron rápidamente y atraparon a casi 150 personas, en su mayoría las jóvenes inmigrantes, porque sus caminos de escape se vieron bloqueados por aquellas puertas cerradas con llave y escaleras insuficientes. Clara Lemlich fue testigo del horror y del dolor que dejó la catástrofe: recorrió hospitales y morgues en busca de amigas y familiares desaparecidas entre las víctimas. Su llanto, sus lágrimas y sus gestos de desesperación reflejaron el impacto humano de un desastre que podría haberse evitado si las demandas de las mujeres hubieran sido escuchadas.
Esas muertes desencadenó una movilización inmediata que exigían reformas en seguridad laboral, fortalecimiento de la sindicalización y creó una conciencia social inédita sobre la explotación femenina. La lucha de aquellas camiseras, lideradas por Clara, se convirtió así en un hito que consolidó el legado de la resistencia obrera femenina y marcó un antes y un después en la historia de los derechos laborales y el feminismo en Estados Unidos.
Esa huelga de las camiseras no fue solo un conflicto laboral, sino una verdadera revolución que desafió la autoridad patronal y patriarcal, unió a comunidades inmigrantes hasta entonces fragmentadas y dejó un camino de resistencia, visibilidad de los padecimientos de las mujeres y organización femenina. También despertó la conciencia internacional sobre la necesidad de reconocer la dignidad y los derechos de las mujeres trabajadoras y, sumada a la tragedia del incendio en la fábrica Triangle Shirtwaist en 1911, sentó las bases para la creación del Día Internacional de la Mujer, establecido en 1910 durante la II Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas, como un símbolo de reivindicación del papel de la mujer en la sociedad y de su derecho a condiciones laborales justas.
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