
El fin de semana de Acción de Gracias de 1966 transformó a Nueva York en el epicentro de una crisis ambiental sin precedentes: una densa capa de smog tóxico cubrió la ciudad y sus alrededores, afectó a millones de personas y dejó una huella indeleble en la historia de la salud pública y la política ambiental de Estados Unidos.
Entre el 23 y el 26 de noviembre, una masa de aire estancada se instaló sobre la costa este, impidió la dispersión de los contaminantes y favoreció la acumulación de monóxido de carbono, dióxido de azufre, humo y partículas en suspensión. La ausencia de viento y lluvia agravó la situación, sumió a la ciudad en una penumbra persistente y redujo drásticamente la visibilidad.
El aire adquirió un sabor metálico y los residentes experimentaron ardor en los ojos, ataques de tos y dificultades respiratorias. Los hospitales de la ciudad comenzaron a recibir un número creciente de pacientes con síntomas agudos, especialmente entre quienes padecían enfermedades respiratorias o cardiovasculares previas. Según estudios posteriores, cerca de ochocientas mil personas sufrieron efectos adversos en la salud, desde irritaciones leves hasta complicaciones graves.
La gravedad del episodio llevó a las autoridades a emitir una “alerta de primera etapa” de contaminación del aire en la historia de Nueva York. Exhortaron a la población y a las industrias a reducir voluntariamente las emisiones. Ordenaron apagar los incineradores de basura, recomendaron limitar el uso de automóviles y alentaron a las fábricas a disminuir su producción. Las compañías de servicios públicos, por su parte, realizaron un cambio temporal del carbón y el petróleo al gas natural, menos contaminante.
La ciudad apagó sus propios incineradores y movilizó a casi seiscientos trabajadores adicionales para gestionar la acumulación de residuos durante las cuarenta y ocho horas de cierre. A pesar de estas medidas, la respuesta resultó insuficiente para mitigar el impacto del smog, que persistió hasta la llegada de un frente frío el 26 de noviembre. Solo entonces los contaminantes se dispersaron, el aire recuperó la claridad y la alerta pudo levantarse.

Episodios previos
El contexto de este desastre se inscribe en una problemática crónica de calidad del aire que afectó a Nueva York durante las décadas de 1950 y 1960. Episodios previos, como el de 1953, ya habían provocado entre ciento setenta y doscientos sesenta fallecimientos por el agravamiento de enfermedades pulmonares y cardiovasculares. La falta de controles efectivos sobre la contaminación industrial y la proliferación de incineradores públicos y privados deterioraron progresivamente la atmósfera urbana.
Para 1966, un grupo de trabajo del alcalde informó que cada neoyorquino inhalaba anualmente unos trescientos treinta kilogramos de suciedad y veneno, cifra que da cuenta de la magnitud del problema. El impacto del smog de 1966 tampoco se limitó a los efectos inmediatos en la salud. Aunque las autoridades municipales afirmaron inicialmente que no se habían producido muertes atribuibles al evento, investigaciones médicas posteriores desmintieron esa versión.
Un análisis estadístico publicado en octubre de 1967 concluyó que el episodio provocó ciento sesenta y ocho muertes en exceso, principalmente por enfermedades pulmonares obstructivas crónicas y complicaciones cardiovasculares agravadas por la exposición al aire contaminado. Otras estimaciones elevaron la cifra hasta cuatrocientas personas. El desastre también afectó a estados vecinos, como Nueva Jersey y Connecticut, y puso en evidencia la vulnerabilidad de los grupos más sensibles: niños, ancianos y personas con afecciones crónicas.

La crisis del smog de Acción de Gracias coincidió con un momento de transición legislativa. En mayo de 1966, el Concejo Municipal había aprobado la Ley Local N.º 14, una normativa estricta destinada a controlar la contaminación generada por la quema de residuos y combustibles no vehiculares. La ley estableció la obligatoriedad de permisos para instalar y operar equipos de combustión, exigió dispositivos de control específicos, fijó límites a las emisiones de azufre y dispuso la eliminación progresiva de incineradores privados. También creó un sistema de seguimiento de combustibles, un programa educativo para operadores y un régimen de sanciones crecientes.
El programa se reforzó en octubre con la reorganización del Departamento de Control de la Contaminación del Aire, el aumento del número de inspectores de campo —de veintisiete a noventa y cuatro— y la mejora de los sistemas de monitoreo y de investigación sobre los efectos de la contaminación. La coincidencia del desastre con el feriado de Acción de Gracias, que redujo la actividad industrial y el tráfico, y con temperaturas inusualmente altas, que permitieron soportar interiores más frescos, contribuyó a limitar el daño. Aun así, la experiencia evidenció la complejidad de gestionar la contaminación: la reducción de la quema de residuos provocó una acumulación de basura que obligó a reorganizar los servicios de saneamiento y mostró la necesidad de infraestructuras adecuadas de almacenamiento.
El episodio de 1966 marcó un punto de inflexión en la conciencia ambiental de Estados Unidos. La indignación pública y la evidencia científica sobre los riesgos de la contaminación impulsaron la aprobación de la Ley de Aire Limpio de 1970, que estableció regulaciones federales para limitar las emisiones. A nivel local, Nueva York reforzó los controles sobre las fuentes contaminantes y avanzó hacia la eliminación de los incineradores de basura.

El presidente Lyndon B. Johnson mencionó directamente el desastre al presentar la Ley de Calidad del Aire de 1967, al declarar: “Hace dos meses, una masa de aire fuertemente contaminado —llena de venenos de incineradores, hornos industriales, plantas de energía, motores de autos, autobuses y camiones— se asentó sobre los dieciséis millones de personas del Gran Nueva York... El aire contaminado corroe la maquinaria. Desfigura los edificios. Puede acortar la vida de todo lo que toca —y lo toca todo”, según Resources.
El smog de 1966 no solo aceleró la adopción de políticas ambientales más estrictas: también transformó la percepción pública sobre la relación entre desarrollo urbano, actividad industrial y salud colectiva. La experiencia dejó claro que el aire limpio no se obtiene sin esfuerzo ni costo, y que la gestión ambiental exige tanto regulación como un compromiso social sostenido.
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