
En una casa discreta de la colonia Tabacalera, donde la élite buscaba escapar de su propia rigidez, 42 hombres se reunieron en una fiesta para celebrar sin máscaras sociales: unos llevaban puestos trajes impecables; otros, vestidos de encaje, pelucas y joyas. Era una fiesta privada, clandestina, íntima, ajena a la mirada pública. Parecía para ellos, un refugio seguro.
Pero la madrugada del 18 de noviembre de 1901, la policía irrumpió sin previo aviso. Los agentes, más preocupados por custodiar la moral y las buenas costumbres que la ley, descubrieron que no había mujeres en el salón. No había delito, solo un grupo de hombres bailando y viviendo una libertad que la sociedad les negaba. Lo que siguió fue humillación inmediata: detenciones arbitrarias, exhibición pública y castigos sin fundamentos legales.
Cuando se registraron los nombres, solo aparecieron cuarenta y uno. El supuesto “número 42” —protegido por un apellido demasiado cercano al poder— se desvaneció entre terrazas y silencios oficiales. El resto cargó con el estigma que sobreviviría más de un siglo: un número transformado en insulto, en tabú y, con el tiempo, en símbolo de resistencia frente a la represión y al olvido.

El México porfirista y el miedo a lo diferente
A comienzos del siglo XX, la Ciudad de México vivía en una tensión constante. Tras más de dos décadas en el poder, Porfirio Díaz había consolidado un régimen rígido y jerárquico, donde las apariencias valían tanto como la obediencia. El orden (o su idea de tenerlo) se imponía sobre cualquier conducta que pudiera interpretarse como un desafío a la moral. En ese clima, la policía recorría salones, bares y hogares particulares con el pretexto de vigilar el “decoro”. La homosexualidad había dejado de ser delito años atrás, pero seguía condenada socialmente; todo lo distinto al criterio social establecido debía permanecer oculto para evitar el escarmiento popular.
Pese a eso, la vida de la aristocracia era intensa: en los bailes, tertulias y reuniones se conjugaban el poder y las ansias de pertenecer y gozar de prestigio; pero también había silencios. En ese mundo de apariencias y pocas realidades, quienes vivían identidades o deseos fuera de la norma buscaban refugio en espacios privados, confiando en una intimidad que, en realidad, podía derrumbarse en cualquier momento. Los custodios del orden podían irrumpir sin aviso, amparados en una moral que justificaba cualquier exceso de autoridad.
A pesar de esos arrebatos, la ciudad tenía una vida nocturna vibrante. Tanto en salones como en casas particulares, había espacios que se convertían en escenarios donde, por unas horas, las normas parecían irse a dormir y dar la bienvenida a la libertad. Pero esa libertad era frágil: bastaba una denuncia o un sonido demasiado festivo para que una celebración terminara en tragedia.
Y la prensa alimentaba la sospecha, describiendo la noche como territorio de “decadencia” y preparando al público para el escándalo. Así, cuando empezaron a circular rumores sobre fiestas de hombres que bailaban entre sí, la sociedad los susurró con morbo y severidad, mientras la hipocresía permitía que unos escaparan y otros fueran sacrificados. Durante una madrugada de 1901, la policía irrumpió en una casa de la calle De la Paz sin imaginar que estaba a punto de encender uno de los episodios más recordados y crueles contra la diversidad sexual en México.

18 de noviembre de 1901
En la madrugada del 18 de noviembre de 1901, un ruido festivo escapaba de una casa en la calle De la Paz —hoy Ezequiel Montes—. Dentro, un salón improvisado vibraba con música y risas. Eran cuarenta y dos hombres: veintiuno con trajes impecables; veintiuno con vestidos largos, corsés improvisados, maquillaje, joyas y abanicos. Aquella casa se había convertido, por unas horas, en un refugio donde podían existir sin máscaras, lejos de la vigilancia de una sociedad que los condenaba. Para muchos, esa era la única posibilidad de vivir una identidad propia, aunque fuera en secreto. Pero la fiesta no era silenciosa, y algún vecino —molesto, escandalizado o temeroso de atraer problemas— decidió alertar a la policía.
Cerca de las 3 am, los policías irrumpieron. Golpearon la puerta, a los empujones atravesaron el umbral de la vivienda para encontrarse con una escena que desafiaba por completo los códigos morales de la época y a ellos. La música terminó de golpe. Algunos de los hombres corrieron para ocultarse; otros quedaron inmóviles...
La policía, habituada a razias en cantinas y salones populares, no esperaba encontrar un baile organizado por miembros de la élite. Hubo insultos, gritos y muchos golpes... No necesitaban de leyes: el “orden moral” bastaba para justificar cualquier atropello.

Los hombres fueron formados en filas, contados, revisados por todas partes. Unos les rasgaban las ropas mientras otros agentes buscaban sus identificaciones. Quienes llevaban ropa femenina recibieron la peor violencia: fueron ridiculizados, llamados “maricones” a gritos y empujados hacia la calle para exhibirlos y humillarlos frente a los vecinos que ya se asomaban al escuchar el escandaloso operativo. Esa humillación pública no fue un exceso: fue un castigo deliberado. Los obligaron a barrer la calle hasta el amanecer, aun con sus vestidos y el maquillaje corrido. Aquella madrugada quedó grabada en la historia como un espectáculo de crueldad.
Aunque la policía registró a 41 detenidos, se dice que en el salón había 42. Faltaba uno. Y faltó siempre. La versión más extendida sostiene que ese “ausente” era Ignacio de la Torre y Mier, yerno del propio Porfirio Díaz, el presidente de la mano dura. Su posición social, su apellido y su cercanía con el mandatario habrían bastado para borrarlo del acta antes de que el escándalo estallara.
Mientras los demás eran arrastrados, fichados y expuestos al escarnio, él habría sido escoltado fuera del lugar sin dejar rastro. Para muchos historiadores, ese silencio explica por qué el número 41 quedó marcado para siempre: porque hubo uno que pudo ser protegido. Y lo fue. Los demás pagaron el precio.

Aquellos 41 detenidos fueron trasladados a la comisaría, golpeados durante el trayecto y retenidos durante horas. Sus nombres no se publicaron completos, aunque la prensa exigía detalles y el morbo crecía. Cuando el día amaneció, la noticia se convirtió en un festín mediático. Lo que había empezado como una fiesta privada terminó transformándose en uno de los episodios más crueles del México porfiriano.
La condena de los 41
En los días siguientes, la prensa transformó la represión policial en un espectáculo. No se hablaba de abusos policiales ni de derechos vulnerados: se hablaba de “vicio”, “degeneración” y “escándalo aristocrático”. Las caricaturas ridiculizaban a los detenidos con trazos grotescos, y hasta los diarios serios usaban el caso para advertir sobre una supuesta “decadencia moral”.
El insulto —“maricón”— apareció en titulares de los diarios con fines destructivos; y la prensa hizo de verdugo que no informaba sino “disciplinaba”: convirtió a esos 41 hombres en un recordatorio público de lo que la sociedad debía repudiar.
Mientras el escarnio crecía, algunas familias influyentes se movilizaron para liberar a los detenidos. Hubo pagos, favores, negociaciones con la policía. Unos cuantos salieron libres, pero la mayoría no: fueron enviados sin juicio a trabajos forzados, principalmente a Yucatán y al Valle Nacional, sitios conocidos por su brutalidad, enfermedades y alta mortalidad. Allí trabajaban en la tala de maderas, obras públicas o agricultura intensiva bajo condiciones inhumanas. Algunos nunca regresaron. Sus nombres se perdieron en el silencio administrativo.
Los hombres que llevaban ropa femenina llevaron la peor parte: fueron exhibidos, golpeados e incomunicados. Para la moral de la época, la feminidad en un cuerpo masculino era una transgresión doble y no la toleraban. La consideraban un atentado contra el honor y una afrenta a la masculinidad. Esa mezcla de homofobia y misoginia los convirtió en los blancos perfectos de la crueldad estatal.
La lista completa de los detenidos jamás se publicó de manera oficial ni mediática. Solo quedaron nombres aislados, rumores persistentes y silencios oficiales. Pero su impacto fue inmediato. El número 41 comenzó a cargarse de un nuevo y peligroso significado, casi prohibido: se convirtió en insulto, en insinuación y en burla. La sociedad mexicana terminó por borrar ese número de direcciones, batallones, nóminas y habitaciones. Se convirtió en un número que nadie quería pronunciar, en un número que señalaba y hasta castigaba.

Con el paso del tiempo, aquella noche fatídica que la sociedad intentó borrar terminó por convertirse en un símbolo. En 2001, la comunidad LGBTIQ+ de la Ciudad de México colocó una placa conmemorativa en el Centro Cultural José Martí, un gesto de memoria y desagravio para quienes fueron silenciados más de un siglo atrás. Años después, en 2019, la Marcha del Orgullo llevó como lema “Orgullo 41”, apropiándose del número que por décadas se usó para estigmatizar y transformándolo en un emblema de resistencia.
La historia también encontró un nuevo cauce en el cine: en 2020 se estrenó El baile de los 41, presentada en el Festival Internacional de Cine de Morelia. La película —escrita por Monika Revilla, dirigida por David Pablos y producida por Pablo Cruz— reconstruyó el episodio a partir de los pocos hechos documentados y las muchas lagunas que aún persisten. El actor Alfonso Herrera interpretó a Ignacio de la Torre y Mier, figura central y enigmática cuyo nombre, real o legendario, sigue habitando el corazón de este mito histórico.
Más de un siglo después, el Baile de los 41 dejó de ser solo un escándalo para convertirse en la prueba de que incluso los hechos que se intentan ocultar terminan regresando para exigir ser contados.
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