
Cuando Kate Ward compró su casita en las afueras de Camberley, Inglaterra, pensó que por fin había encontrado un rincón de calma. Pero el destino tenía otros planes. En lugar de silencio, su jardín comenzó a llenarse de ladridos. En el aire del campo, entre las flores y el olor a lluvia, quedaban marcadas las huellas de las patas que iban y venían a su antojo.
Huérfana a los diez años y criada por una tía profundamente religiosa y en una casa donde, según ella misma recordaría, reinaba una “atmósfera de desaprobación”, Kate no buscó consuelo en las personas, sino en los animales que nadie quería. Aquellos perros viejos, rengos o simplemente olvidados encontraron en su casa un refugio, y ella, en ellos, su razón de vida.
Pronto, la modesta vivienda se convirtió en un santuario improvisado, donde cada cama, cada rincón y cada pedazo de comida se compartía. “He decidido dedicarles el resto de mi vida”, decía la mujer sin temores y contándole al mundo que había aceptado un destino inevitable.

Salvarlos para salvarse
Cada mañana, los vecinos de Camberley la veían pasar: era una mujer menuda, de abrigo gastado, que empujaba un carro de madera pintado de verde con un letrero que decía “Ward Stray Dogs” (perros callejeros de Ward). Allí iban los más frágiles; a los costados trotaba el resto, una manada despareja que parecía seguirla por pura fe. Para algunos lo que veían era una rareza; para ella, lo más natural del mundo.
Nació en Middlesbrough, Yorkshire, 13 de junio de 1895 en el seno de una familia obrera. Sus padres murieron antes de que cumpliera 10 años y fue criada por su tía, una mujer severa y católica devota, que no la trataba nada bien. “Había mucha desaprobación y poca ternura en casa”, contó años más tarde la mujer que quedó inmortalizada como Camberley Kate.
A causa de la relación con su tía, a los diecinueve se fue de la casa para trabajar como empleada doméstica en Bradford, y tiempo más tarde, buscando una vida propia, se mudó al sur de Inglaterra. En un informe sobre su vida, la BBC especula que su mudanza a Camberley pudo deberse a un empleo en la Real Academia Militar de Sandhurst, ubicada a pocos kilómetros de allí.

En 1943, a sus 48 años y luego de décadas de ahorro pudo comprarse una pequeña casa en Yorktown, una ciudad en desarrollo, valuada en 600 libras esterlinas. Allí fue donde su destino cambió para siempre: a unos metros estaba la clínica veterinaria donde vio a un galgo rengo, que estaba a punto de ser sacrificado. Lo tomó en brazos y se lo llevó a casa. Lo llamó Bill.
Durante ocho años y medio fueron inseparables. Cuando Bill murió, Kate se prometió que ningún otro perro volvería a morir solo. En ese tiempo, la ciudad creció y su casa quedó ubicada frente a una ruta. “Era de Yorkshire y vivía en el sur. Me sentía bastante sola. Viviendo sobre una carretera veía muchos perros atados y muchos atropellados. Así que les dediqué mi vida”, contó en una entrevista que brindó en 1960 al programa Tonight, como explicando sus motivos para hacer lo que hizo.
Desde que tomó esa decisión y lo dijo a viva voz, su puerta se convirtió en un imán para el abandono: encontraba perros atados a su reja, otros eran dejados dentro de bolsas de compras o le eran entregados por la policía local. Uno de ellos fue “arrojado desde un coche en medio de London Road, entre todo el tráfico, junto a la Academia Militar”. Al verlo, Kate corrió a salvarlo.
A ninguno le decía que no. Les curaba las heridas, los alimentaba con lo que tenía, les hablaba con una dulzura que contrastaba con su austeridad. Su casa olía a pan tostado, pelo mojado... a buena vida. Aquella casita se convirtió en un arca terrestre para los abandonados.

El arca rodante de los olvidados
Su acción comenzó a ser contada de boca en boca, y Kate se hizo famosa más allá de las fronteras de Camberley. Su historia llegó a Arthur Bryant, columnista de The Illustrated London News, que viajó a conocerla. Así describió la escena: “un espectáculo asombroso: una mujer diminuta empujando un carro de madera por la calle principal, rodeada de perros de todos los tamaños y razas”. Y contaba que el carro había sido construido por un vecino.
El carro verde no era solo su medio para transportar a los más débiles. Era también su modo de subsistir. Con él, Kate bajaba cada día al centro del pueblo, donde los comerciantes la saludaban y los niños corrían a acariciar a sus perros. A veces alguien se detenía a hablarle o a ofrecerle un trozo de pan; otras, algún curioso pedía sacarle una fotografía. Ella accedía con una sonrisa y una sola condición, que la imagen viniera acompañada de una donación para alimentar a sus animales. Así, aquel carro se volvió más que un vehículo y fue su forma digna de pedir ayuda sin pedirla.
En los años sesenta, los medios comenzaron a llamarla “la excéntrica de Camberley”. Ella nunca lo negó. Sonreía y respondía: “Quizás lo soy, pero prefiero mi locura a la indiferencia”, según reproducía Bryant, con quien mantuvo por años contacto por correspondencia.
En esas cartas, la mujer revela la raíz espiritual de su vocación proteccionista. “Siempre digo que son suyos (de Dios). Yo solo los cuido. Me gusta pensar que soy la mano desconocida que prepara el establo para su venida a la tierra”, escribió la mujer demostrando una fe silenciosa, traducida en hechos cotidianos como curar, alimentar, acompañar a los más débiles.

Rebeldía y ternura
En los años setenta, su salud empezó a deteriorarse. Había sufrido varios derrames cerebrales, pero seguía levantándose cada mañana para alimentar a sus perros. Dormía con ellos, compartía la cama y el pan. “Estoy bien —decía—. Ellos me cuidan.”
Cuando las autoridades locales intentaron imponer una ordenanza para que los perros fueran siempre con correa, Kate se rebeló públicamente. “El Consejo no es más que un conjunto de odia-perros”, declaró ante la prensa. “Pretenden tenerlos encadenados todo el día.” Su protesta se convirtió en titular nacional.
En 1975, a los 80 años, admitió ante la BBC haber acogido a su perro número 500, aunque se estimó que al final de su vida había cuidado más de seiscientos. En esa misma entrevista confesó que ya no podía recibir más: “Cuando uno muere, suelo acoger a otro, pero ahora tengo 24 y ya no me dan las fuerzas”.

Aún así, se aseguró de que ninguno quedara desamparado. Creó un fondo fiduciario para garantizar su manutención tras su muerte. En sus últimos años, se mudó a la residencia Kingsclear, cerca de Camberley. Siete de sus perros la sobrevivieron y fueron acogidos en una protectora local.
Murió el 4 de agosto de 1979, a los 84 años. Las calles del pueblo se llenaron de flores. Algunos llevaron retratos de sus propios perros: descendientes de aquellos que ella había rescatado décadas antes.
Tras su muerte, los vecinos de Camberley pidieron una placa conmemorativa en su honor. Años después, en el año 2000, algunos hogares para jubilados fueron bautizados con su nombre. Su historia fue una inspiración para generaciones de defensores de los animales.
El activista Kim Stallwood, director europeo del Institute for Animals and Society, la consideró una de sus primeras influencias y dijo: “Ward encarnaba muchas contradicciones: prefería la compañía de los animales a la de los humanos, pero donaba discretamente dinero que apenas tenía para ayudar a los pobres y enfermos. ¿Confirmó o desmintió el estereotipo del amante de los animales como misántropo? Nunca lo sabremos, pero su compasión era indudable”.
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