El bar que se convirtió en el santuario macabro de la despiadada “mujer araña” asesina: “Regresaré como Jesucristo”

Aileen Wuornos solía recalar en Last Resort. La mujer recibió la inyección letal por matar a siete hombres. Su historia, convirtió al local en atracción turística del estado de Florida

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La imagen de Aileen Wuornos
La imagen de Aileen Wuornos en una de las paredes del bar

La lluvia caía con furia aquella noche de enero en Port Orange, Florida. La ruta estaba desierta y oscura, cortada apenas por el haz intermitente de algún faro lejano. Dentro del bar The Last Resort, apenas iluminado, la música de la rockola se ahogaba entre charlas y risas breves. Nadie, salvo los asiduos, sabía que cerca de esa barra, Aileen Wuornos —la primera asesina serial declarada de la historia de Estados Unidos— trazaba el último acto del drama que la llevaría a la muerte.

La noticia principal que estremeció al condado y luego al país entero fue la detención de Wuornos, la mujer errante de la autopista, acusada de haber matado a siete hombres entre 1989 y 1990. Aquella mañana otoñal de 1991, el nombre de la vagabunda se convertía en mito, y el pequeño bar en epicentro de uno de los crímenes más polémicos del siglo XX.

Los inicios de un trauma

Nadie nace monstruo. Al menos no Aileen Carol Pittman, quien vino al mundo el 29 de febrero de 1956 en Rochester, Míchigan, bajo el cobijo frágil de una familia destruida antes de su propio nacimiento. Su madre, Diane Wuornos, apenas sobrepasaba la adolescencia. El padre, Leo Pittman, nunca estuvo presente: recluido por delitos sexuales y finalmente hallado ahorcado en una celda. Aileen y su hermano mayor, Keith, quedaron a cargo de los abuelos maternos, quienes ofrecieron poco abrigo y menos consuelo.

Aileen Wuornos recibió una inyección
Aileen Wuornos recibió una inyección letal, condenada por el crimen de siete hombres

“Aileen era una niña traviesa, siempre buscaba atención, pero en casa jamás la halló”, recordó alguna vez un antiguo compañero de la infancia. Rochester era un pueblo pequeño, rígido en sus costumbres y feroz frente a quien se desviara del guion. La joven aprendió el rechazo mucho antes que las tablas de multiplicar.

Aileen denunció abusos sexuales a manos de su abuelo, un hombre alcohólico y violento. “Se sacaba el cinturón, me gritaba y decía que yo era sucia,” relató años después en una de las entrevistas policiales que alimentarían su leyenda.

Antes de cumplir quince años, Aileen Wuornos había sido expulsada de la casa, engrosó el ejército invisible de adolescentes que vagan sin dirección por las rutas del interior de Estados Unidos, sobreviviendo entre hoteles y estaciones de servicio. El viaje hacia el abismo había comenzado.

La sonrisa macabra de Aileen
La sonrisa macabra de Aileen Wuornos en prisión

El oficio de perderse

La ruta transformó a Aileen. Aprendió a sobrevivir mediante pequeños hurtos y favores sexuales que intercambiaba por una comida rápida. Recorrió puntos de Colorado, Illinois y Texas. El azar la devolvió siempre a Florida, el único sitio donde el clima parecía no castigar a un alma sin hogar. Entre camioneros, turistas y trabajos eventuales de camarera, Wuornos convirtió la autopista en refugio y en jaula.

A mediados de los años 80, el destino la llevó a un bar lúgubre y polvoriento en Port Orange: The Last Resort. Allí encontró algo parecido a pertenencia. Los parroquianos la apodaban “Lee”. “Era charlatana, intensa, no paraba de moverse. A veces daba miedo, pero aquí todos tenemos una historia oscura,” comentó Dave, uno de los camareros, muchos años después. La atmósfera del bar —paredes cubiertas de placas de metal oxidadas, mesa de billar arañada, retratos de clientes perdidos a saber dónde— actuaba como escondite y confesonario.

Entre esos vasos, Wuornos conocería a Tyria Moore, una mujer algo menor, callada y vulnerable, que se convertiría en su mayor obsesión y también en la razón última para matar. La relación entre ambas era “volcánica”, según los testigos. “Wuornos se desvivía por ella, pero cuando peleaban volaban cosas,” recordaría un viejo habitué del bar.

El pequeño bar de ruta
El pequeño bar de ruta en el que la asesina serial cazaba a sus víctimas

El primero de siete

El treinta de noviembre de 1989 marca el inicio del verdadero horror. El cuerpo sin vida de Richard Mallory, un hombre de 51 años, aparece en un paraje desierto cerca de Daytona Beach. La investigación lo relaciona con The Last Resort por la cercanía. Mallory sufría heridas de bala y había sido robado. Las autoridades, al principio, piensan en un ajuste común. Sin embargo, la racha se repite: en menos de un año, seis cadáveres más emergen a los costados de autopistas en el corredor interior de Florida.

El denominador común: todos hombres, todos con antecedentes de buscar compañía femenina esporádica, todos muertos por disparos a corta distancia y despojados de sus pertenencias. La prensa sensacionalista comienza a tejer el mito de la “mujer araña”, la cazadora de hombres. El Departamento del Sheriff del Condado de Volusia da los primeros pasos firmes.

—¿Por qué lo hiciste? —interroga el detective a Aileen Wuornos cuando semanas después logran arrestarla, tras vigilar The Last Resort durante días.

—La mayoría de ellos me atacó. No soy una bestia —contesta, con la voz temblorosa.

—¿Eso justifica siete muertos? ¿No había otra salida?

—No sé... No lo sé. Ellos querían tomarme a la fuerza. Yo solo tenía la pistola.

Aileen Wuornos antes de recibir
Aileen Wuornos antes de recibir la inyección letal

Las rutas del horror

Mientras la investigación avanzaba, la vida dentro de The Last Resort mantenía el pulso de una rutina costumbrista. Nadie quería creer que su clienta más notoria era en realidad la responsable de convertir la autopista en un cementerio clandestino. Wuornos bebía cerveza barata, reía demasiado fuerte, y hablaba con cualquiera que se prestara. Solo Tyria Moore notaba el temblor en las manos y la mirada perdida tras cada asesinato.

“Después del segundo o tercer crimen, Aileen llegó y me abrazó. Apenas susurró: ‘Lo hice de nuevo. Solo quería que todo terminara’,” recordaría Moore, tiempo después.

La relación alcanzó su punto de quiebre. Moore, asustada, decidió colaborar con la policía. Se hospedó en un hotel vigilado y llamó a Wuornos varias veces, bajo la supervisión de los detectives.

—¿Por qué me preguntas todo eso? —desconfía Aileen al otro lado del teléfono.

—Solo quiero saber la verdad, Lee. Te amo, pero tienes que contarme si hiciste algo malo.

El bar es visitado por
El bar es visitado por curiosos y fans del turismo macabro

—Me defendí. No iban a dejarme ir. No quería, pero la pistola estaba allí. ¿Qué más podía hacer?

Esa conversación fue el punto de no retorno. La policía arresta a Aileen Wuornos en enero de 1991, justamente en el patio de The Last Resort. La imagen de la mujer despeinada, esposada y escoltada por uniformados, dio la vuelta al mundo.

Anatomía de una asesina

El juicio a Wuornos será uno de los más polémicos de la década. Los psiquiatras, las pericias y los abogados tejerán el perfil de una mujer desquiciada por el abuso y la marginación. El gran público ya dictó su sentencia: monstruo, víctima, demonio hecho carne. Los fiscales alegan robo con homicidio. Sus defensores insisten en legítima defensa.

“No soy un monstruo, no nací para matar. Solo quería sobrevivir. Eso nunca le importó a nadie”, grita Aileen Wuornos durante su declaración, entre sollozos, ante un tribunal saturado de flashes.

En el ambiente opresivo del tribunal, Moore observa a su pareja con una mezcla de miedo y remordimiento. Aileen la mira, busca sus ojos, pero la distancia es insalvable. El testimonio de Moore será decisivo: “Vi cómo cambiaba. Cada vez estaba más asustada. Supe que haría cualquier cosa por mí, y también por ella misma.”

Aileen Wuornos fue condenada a
Aileen Wuornos fue condenada a muerte por los siete crímenes

El bar como teatro de la fatalidad

The Last Resort no solo aparece en la crónica policial por azar. Es el eje, el refugio, el testigo mudo que observó la metamorfosis de Wuornos. Fotos de la época muestran el letrero deslucido y las sillas de plástico, el suelo de tablones gastados y una barra que aún hoy exhibe en la pared un altar improvisado con fotografías y recortes de la asesina.

Mick, el actual dueño del bar, no olvida el impacto: “Desde el arresto de Aileen, aquí llegan turistas de todo el mundo. Buscan la silla donde se sentaba, piden cerveza barata y quieren escuchar historias sobre ella. Es como si su presencia jamás se hubiera ido.”

Las paredes del local, forradas con recortes, se transforman en mural de advertencia y memoria. La mesa de billar, testigo de penurias y carcajadas, aún recibe a forasteros curiosos. Todos preguntan por la “última cerveza de Lee”.

Infancia herida, violencia adulta

A lo largo de los interrogatorios, Wuornos regresa compulsivamente a su niñez. “Todo viene de mi abuelo. Nadie sabe lo que hizo, no podía hablarlo con nadie”, explicó en una de las decenas de horas frente a los policías. Los psiquiatras diagnosticaron trastorno de estrés postraumático, depresión y un perfil psicopático con rasgos antisociales. Todos los caminos, insistían, conducen a una infancia de maltrato sistematizado, abandono y absoluta soledad.

Una de las pocas imágenes
Una de las pocas imágenes de Aileen Wuornos de bebé junto a sus padres

El expediente judicial cita: “Aileen Wuornos presenta historiales de abuso, rechazo y ausencia de una figura afectiva materna. Estos factores contribuyeron de manera significativa al desarrollo de sus comportamientos violentos.” El jurado debió decidir si esos antecedentes podían, o debían, matizar las atrocidades cometidas.

—¿Siente remordimiento? —insistió un periodista antes de la ejecución.

—¿Remordimiento? ¿Por qué nadie siente remordimiento por lo que me hicieron a mí? —respondió Wuornos, desafiante, sin apartar la vista de la cámara.

Justicia y condena

El 9 de octubre de 2002, el Estado de Florida ejecutó a Wuornos por inyección letal en la Prisión Estatal de Florida. Su última declaración pública fue grabada: “Estoy navegando con la Roca, regresaré como Jesucristo en un gran camión, y haré justicia a la humanidad.” Pidió solo una taza de café como última voluntad. Ningún familiar la acompañó.

Pero ni la muerte de Aileen Wuornos ni la de sus víctimas logró apagar la atracción por su historia. El bar fue escenario de documentales, películas, rutas turísticas y análisis de docenas de expertos en criminología. The Last Resort quedó instalado en la cartografía estadounidense como punto de peregrinación mórbida.

La barra, el ventanal sucio, el olor a gasolina que trepa desde la calle, todo permanece, inerte y a la vez vivo, gracias al eco de su nombre.

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