
Las personas que se reunieron la noche del jueves 16 de octubre de 1919 en el salón de la cervecería Hofbräukeller de Múnich sumaban 111. Estaban allí para participar de un acto de una agrupación política surgida a principios de ese mismo año, el Partido Obrero Alemán (DAP), un todavía insignificante grupo de ultraderecha que sin embargo amenazaba con convertirse en un dolor de cabeza para el orden público. Los presentes, casi todos hombres, esperaban escuchar las palabras de alguno de sus líderes fundadores: el cerrajero Anton Drexler, su colega de oficio y de ideología Michael Lotter y el periodista Karl Harrer. Los tres estaban en la cervecería, acompañados por el encargado de organización del partido, Rudolf Schüssler. Casi todos se sorprendieron cuando, en lugar de alguno de ellos, tomó la palabra como segundo orador de la noche un sujeto de porte algo marcial que lucía un singular bigote recortado. Se llamaba Adolf Hitler y era un perfecto desconocido para la enorme mayoría del exiguo número de afiliados al DAP.
Estaba allí a instancias de Drexler, que lo había invitado a participar. Con tono enérgico y decidido, Hitler habló durante treinta minutos en los que se refirió a las virtudes del nacionalismo, a la traición que significaba la rendición alemana en la gran guerra que acababa de terminar, a la necesidad de destruir a los enemigos internos de Alemania, sobre todo a los judíos, y a la reconstrucción material, psicológica e ideológica de la nación para que lograra su destino manifiesto, que solo podía ser el de una gran potencia mundial. A medida que avanzaba en su discurso, el silencio atento con que había comenzado a escucharlo el público dio lugar a vítores que obligaron al orador a hacer dramáticas pausas para que pudieran prolongarse. Al terminar, la sala entera retumbó con una explosiva ovación.
Después se dijo que su intervención había sido “electrizante” y “contundente”. Uno de los asistentes, Hans Frank, resumió así sus sensaciones de esa noche: “Me impresionó mucho desde el primer momento. Era totalmente diferente de lo que se podía oír en otros actos políticos. Tenía un método totalmente claro y simple en el que todo brotaba del corazón y nos tocaba a todos la fibra sensible”.

Hitler mismo estaba sorprendido, porque no había esperado semejante reacción a sus palabras. Tenía 30 años y una vida plagada de fracasos, por lo que semejante aceptación popular –aunque solo fuera por parte de un centenar de personas– le resultó totalmente inesperada. “Yo sabía hablar”, diría después, con simpleza, sobre lo que descubrió esa noche.
Para Joachim Fest, autor de Hitler. Una biografía, ese discurso en la cervecería marcó un antes y un después en la vida del futuro líder nazi. “En un torrente de palabras irresistible y de tensión creciente, durante treinta minutos descargó todas las pasiones, afectos que se habían acumulado en él desde los lejanos días del asilo para hombres, con todos aquellos sentimientos de odio almacenados en sus monólogos frustrados; como en una erupción volcánica, que tenía su base en la falta de contacto y de conversación de aquellos años anteriores, salían despedidas las frases, disparadas las locas imágenes y las acusaciones”, escribió.
Hoy está claro que esa primera intervención pública de Hitler fue un acontecimiento bisagra en la historia de Alemania y del mundo entero porque fue el peldaño inicial de su vertiginoso ascenso al liderazgo del partido al que se había incorporado apenas un mes antes y que se convertiría en el germen del aparato político que lo llevaría al poder.

Un espía en la reunión
El primer contacto de Hitler con el DAP y sus dirigentes databa del 12 de septiembre de ese año, cuando había participado de otra reunión, no por un interés personal sino porque lo habían mandado a espiar. Ocurrió en otra cervecería de Múnich, la Sterneckerbräu, de la Avenida Tal 54. Llegó vestido de civil, pero seguía siendo un soldado con una misión: observar, conversar discretamente con algunos de los presentes para sondear sus ideas y después elaborar un informe para sus superiores.
El Partido Obrero Alemán tenía por entonces solo nueve meses de existencia. Había sido fundado el 5 de enero de ese mismo año, durante una reunión de escasa concurrencia realizada en el hotel Fürstenfelder Hof de Múnich, por un cerrajero llamado Anton Drexler, que además era miembro de la Sociedad Thule, un grupo ocultista que abrevaba en la vieja mitología germana. A Drexler lo secundaban otro cerrajero, Michael Lotter y el periodista Karl Harrer, en una dirección a la que no tardó en sumarse como organizador Rudolf Schüssler. Ninguno de ellos venía de la política tradicional, culpaban a la “casta” del desorden en Alemania y a la que decían despreciar abiertamente.
Todo eso lo sabía el joven informante del Ejército que debía presentarse en esa asamblea cervecera como un asistente más, interesado en las ideas del partido. Su estado de salud no era el mejor, porque estaba todavía reponiéndose de las secuelas de un ataque con gas venenoso casi al final de la guerra. Ese tipo de misiones “de inteligencia” le caían como anillo al dedo, porque no le exigían ningún esfuerzo físico. Además, le interesaba la política. Culpaba a los socialdemócratas por haber promovido el humillante armisticio que había oficializado la derrota alemana en la guerra y acusaba también a los políticos socialistas y marxistas de haber traicionado y “apuñalado por la espalda” al Ejército y a los ciudadanos alemanes.

Se encontró con una reunión de pocas decenas de personas, encabezadas por Drexler. La reunión, contaría él mismo después, le resultó anodina, con temas impregnados de “un ridículo provincialismo”. Después de escuchar al orador de la noche, Gottfried Feder, estaba a punto de irse para elaborar su informe cuando se inició un debate que lo retuvo. En una improvisada mesa redonda, uno de los presentes, de apellido Baumann, sostuvo que Baviera debería separarse de Alemania y anexarse a Austria, una propuesta que indignó al hasta entonces silencioso espía, a pesar de ser él mismo austríaco.
Entre las instrucciones que sus superiores le habían dado no figuraba en absoluto la de hablar durante la asamblea, pero el joven espía no pudo contenerse y con un discurso flamígero interrumpió a Baumann. La intervención de Hitler fue breve pero contundente, tanto que impresionó con su fervor y sus dotes para la oratoria a los dirigentes del partido, en especial a Drexler.
Al terminar la reunión, el líder del DAP se le acercó y le propuso sumarse a la organización. No solo eso, también lo invitó a participar, ya como orador, en un próximo mitin que se realizaría un mes más tarde, el 16 de octubre. El joven informante aceptó y se convirtió en el afiliado número 555 del Partido Obrero Alemán, una numeración mentirosa, porque para ocultar la escasez de partidarios, la lista de integrantes del DAP se iniciaba con el número 500.

Dueño del partido
Después de su discurso del 16 de octubre, Hitler fue nombrado encargado de propaganda del Partido Obrero Alemán. Desde ese lugar, multiplicó sus intervenciones, dispuesto a ascender dentro del DAP y transformarlo. “Se propuso convertir aquella temerosa ronda de bebedores de cerveza en un partido luchador, ruidoso y seguro del favor público. En sus discursos expresaba las fobias, los prejuicios y el rencor como nadie más podía hacerlo. Aprendió intencionadamente a causar impresión mediante su oratoria. Aprendió a inventar propaganda eficaz y a aprovechar al máximo la repercusión que tenía la elección de chivos expiatorios concretos. En otras palabras, aprendió que era capaz de movilizar a las masas”, dice el biógrafo Fest sobre ese proceso.
Cuando pocos meses después, el 24 de febrero de 1920, en el salón de fiestas de la Hofbräuhaus, Hitler tomó la palabra ante cerca de dos mil asistentes, interrumpido constantemente por vítores y aplausos, volvió a quedar en evidencia el poder que transmitían sus palabras. Ese día también fue decisivo para el futuro de Hitler y del partido. Hasta entonces, el DAP no contaba con un programa y apenas tenía una “ley fundacional”, pero esa noche, durante la asamblea, cambió su nombre a Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) y proclamó el programa de los 25 puntos que regiría al partido nazi hasta su prohibición.
Allí Hitler, convertido en una de las figuras de mayor peso en el partido, introdujo la existencia un grupo paramilitar uniformado, llamado más tarde Sturmabteilung (SA), similar al de las Camisas negras de Mussolini, así como postulados altamente racistas y antisemitas.
En los puntos más salientes del programa ya se prefiguraban la futura guerra para obtener el “espacio vital” y la persecución de los judíos que llevaría al Holocausto. Allí se podían leer exigencias como estas:
-La reunificación de todos los alemanes, sobre la base del derecho de los Pueblos a la autodeterminación, a fin de crear una Gran Alemania;
-Reivindicamos espacio y tierras (colonias) que permitan alimentar a nuestro Pueblo y establecer en ellas nuestro excedente de población;
-No puede ser ciudadano, sino quien posee la cualidad de miembro de la comunidad nacional. No puede serlo sino quien tiene sangre alemana, cualquiera que sea su Confesión. Ningún judío, consecuentemente, podrá ser miembro de la comunidad nacional.
-Es necesario impedir toda nueva inmigración de personas no-alemanas. Demandamos que todas las personas no-alemanas llegadas a Alemania desde el 2 de agosto de 1914 sean constreñidas a abandonar el Reich inmediatamente.
Para el verano de 1921, Adolf Hitler había desplazado a todos los líderes fundadores del DAP y ya era el líder del partido, con poderes absolutos. A su alrededor comenzó a reunir a personajes como Rudolf Hess, Hermann Göring, Ernst Hanfstaengl y Alfred Rosenberg, que serían determinantes en su carrera política y su ascenso al poder para instaurar la dictadura nazi.
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