
En el fondo de una celda fría, bajo la luz tenue de una sola bombita, un hombre repasaba mentalmente combinaciones de piezas y movimientos. En su mente, se dibujaban caballos saltando sobre soldados imaginarios, una torre deslizándose por la columna, el rey amenazado. Esa noche, un tablero de ajedrez iba a decidir más que una simple partida. Ese hombre se iba a jugar la vida en el tablero.
El preso, de rostro sereno y ojos oscuros hundidos por noches sin sueño, se llamaba Ossip Bernstein. No era un político, tampoco un asesino, ni siquiera un espía del tipo que la Revolución rusa se empeñaba en atar ante los pelotones de fusilamiento. Era un ajedrecista legendario y un brillante abogado financiero. Pero en 1918, ni los abogados ni los genios del tablero encontraban misericordia en las calles convulsas de la incipiente Unión Soviética.

El nombre completo del prisionero era Ossip Samoilovich Bernstein. Había nacido en Ucrania, dentro de lo que en ese momento era el Imperio ruso, en 1882, en una familia judía que valoraba el conocimiento y la astucia. Desde niño, Bernstein sintió una fascinación obsesiva por el ajedrez. Su otra pasión era el dinero. La contraposición entre lo lúdico y lo tangible definió su carácter: podía pasar tardes enteras perdiéndose en el enigma de una apertura, para luego reincorporarse a los números y los vaivenes del mercado de valores. Estudió Derecho en la Universidad de Heidelberg, y ya adulto, se convertiría en un destacado abogado corporativo, con oficinas en París y Londres, conocido por resolver disputas internacionales tan complejas como una partida de ajedrez a ciegas.
La revolución rusa y la caza de los burgueses
Los ecos de la Primera Guerra Mundial aún retumbaban en Europa cuando la revolución rusa transformó el país en una trampa llena de lobos y traidores. Bernstein, que había hecho opinión y fortuna asesorando a banqueros y accionistas, se encontró de pronto en la bizarra lista negra de los “enemigos del pueblo”. La Cheka, el organismo de inteligencia del nuevo régimen bolchevique, se ganó fama de ajustar cuentas en sótanos oscuros mejor que cualquier jugador ante un tablero de madera.
La noche en que lo arrestaron, Bernstein apenas tuvo tiempo de agarrar su abrigo. Unos hombres con chaquetas raídas lo arrastraron por los pasillos de su edificio en Moscú. Una vecina rezaba algunas palabras en yiddish mientras la puerta se cerraba tras el convoy. Nadie se atrevió a preguntar qué le ocurriría.
En los sótanos del temido cuartel general de la Cheka, un oficial de voz agria leyó en voz alta. —Usted es acusado de ser abogado de banqueros, de defender capitalistas y, por lo tanto, de ser un parásito para la nueva Rusia. Su destino está decidido.

El milagro del ajedrez
Las paredes de la celda olían a humedad y desinfectante barato. El destino de Bernstein parecía sellado, hasta que ocurrió lo improbable.
Corría el rumor de que uno de los oficiales de alto rango de la Cheka era conocido como el “comisario ajedrecista”. Al oír el nombre de Bernstein entre los condenados, levantó la vista del periódico.
—Llévenlo ante mí, pero traigan un tablero —ordenó.
En la sala de interrogatorios, con la pistola sobre la mesa y café frío a un costado, el oficial miró a Bernstein con interés.
—Dicen que usted es un gran maestro —dijo el comisario, barajando las piezas blancas entre los dedos.
Bernstein, que apenas contenía el temblor en las manos, asintió. Sabía que una partida de ajedrez podía convertirse en una sentencia o en su salvación.
—Si pierde, el pelotón lo espera —dictaminó el comisario—. Si gana, puede marcharse. El juego será su juicio.

El tablero quedó dispuesto, el reloj marcó el inicio. Los custodios observaban en silencio. Cada movimiento resonaba como una campanada.
El comisario, con confianza de aficionado seguro de su talento, abrió con un e4 agresivo. Bernstein respondió con una defensa francesa precisa, como quien conoce los caminos ocultos de la mente de su adversario. A la décima jugada, la sala parecía tan fría como una tumba.
Pasadas unas decenas de movimientos, sucedió lo inevitable. Bernstein, con una combinación fulminante y elegante, acorraló al rey rival. El veredicto estaba escrito en el silencio tenso que siguió al jaque mate.
—Libre —dictaminó el oficial, empujando el tablero a un lado.
Esa partida, jugada entre el miedo y la pasión, le salvó la vida.
Exilio en París y reinvención
Bernstein cruzó la frontera clandestinamente, empujado por la marea de exiliados rusos. Llegó a París casi sin dinero, aunque con la tranquilidad de quien ha derrotado a la muerte sobre 64 casillas. El ajedrez, nuevamente, se convirtió en la herramienta para rehacer su vida.

En los cafés de la capital francesa, Bernstein desplegó sus talentos tanto en los tableros como en las salas de conferencias jurídicas. Logró recomponer su patrimonio asesorando a empresarios y bancos, aunque las sombras del pasado nunca lo abandonaron del todo.
—Aquí nadie sobrevive sin aprender a jugar varias partidas al mismo tiempo —comentó alguna vez a un amigo, mientras armaban piezas de marfil en una mesa del Café de la Régence.
Las maratónicas sesiones nocturnas, disputadas con colegas y rivales de todas las nacionalidades, lo devolvieron a la élite del ajedrez mundial.
Un genio entre partidas y persecuciones
El talento de Ossip Bernstein no tardó en lograr reconocimiento internacional. Durante la primera década del siglo XX, ya antes de la Revolución, participó en torneos de gran prestigio. Fue uno de los pocos en ganar el título de Maestro Internacional desde los años veinte, enfrentándose con leyendas como José Raúl Capablanca, Alexander Alekhine y Emanuel Lasker.
En 1940, el estallido de la Segunda Guerra Mundial volvió a trastocar su vida. Cuando las tropas nazis invadieron Francia, Bernstein, marcado por su origen judío, volvió a experimentar el acecho del peligro. Su fortuna, laboriosamente reconstruida, se perdió en semanas.
Pero él, escurridizo y hasta obstinado, optó por huir a España para escapar, una vez más, de su posible aniquilación.

Tras la guerra, Bernstein regresó a París, aunque el mundo había cambiado para siempre. Ya no era el joven prodigio, sino un hombre demacrado, con la barba entrecana y la mirada hundida. Las cicatrices de dos guerras, los exilios, las pérdidas económicas y el duelo por amigos desaparecidos marcaban cada uno de sus ademanes.
Sin embargo, sobre el tablero, recuperaba una fuerza juvenil.
“En cada movimiento veía reflejada la agitación de una vida que jamás abandonaría la lucha”, contó un adversario habitual años después.
En torneos internacionales, Bernstein recuperó brillo. Llegó a ser galardonado en Zurich y Moscú. Peleó partidas decisivas en La Haya, donde la presión era tan densa que las piezas parecían sudar frío junto a los jugadores.
En el ambiente enrarecido de los salones de ajedrez, circulaba una leyenda que lo perseguía como un apodo triste: “El hombre que venció a la muerte con un mate”.
En sus últimos años, con el cabello canoso y la espalda algo encorvada, narraba su historia en voz baja. Sus alumnos lo escuchaban fascinados. En los cafés de París, una pregunta habitual flotaba en el aire entre el humo de las pipas:
—¿Es cierta esa leyenda del oficial bolchevique y la partida por la vida?
“Nadie miente en el ajedrez. Toda mentira queda desenmascarada sobre el tablero”, respondía él con una media sonrisa.
Un testamento en 64 casillas
Ossip Bernstein murió en 1962 en París. Algunos afirman que jugó partidas memorables hasta sus últimos días, enseñando a jóvenes promesas y resolviendo complejos problemas matemáticos sobre servilletas manchadas de café.
Su partida más extraordinaria, sin embargo, nunca se anotó en ninguna revista ni fue analizada en diagramas. Esa noche de 1918, cada movimiento salvó su vida.
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