
La fusilaron los alemanes. La mató la Primera Guerra Mundial el 12 de octubre de 1915. Su vocación era ayudar, sanar, salvar vidas: era enfermera, una pionera en aquellos años tumultuosos de inicios del siglo XX. Hizo algo más que ser enfermera: se convirtió en espía al servicio de Gran Bretaña, una espía de poca monta si se quiere, casi no tuvo tiempo de adueñarse de secretos poderosos del enemigo y pasarlos al MI6, el servicio de inteligencia exterior, que también era flamante en esos años: había sido fundado en 1909.
Su historia, su muerte inútil en manos prusianas que moldeaban de alguna forma, además del ejército imperial alemán, las fuerzas armadas que iban a declarar la Segunda Guerra, consagraron su nombre, Edith Cavell, para que pasara a la historia como lo que fue: una heroína y no una espía a quienes los alemanes mataron por ser espía y no una heroína.
Su muerte joven, tenía cuarenta y nueve años cuando enfrentó al pelotón de fusilamiento, pudo ser evitada: hubiese bastado un leve gesto de piedad de parte de un ejército que enfrentaba con entusiasmo una guerra que iba a cambiar para siempre el mapa de Europa, iba a terminar con el imperio austro húngaro, iba a sembrar la semilla de la Segunda Guerra y dejaría a los alemanes derrotados y en la ruina. Era una guerra que, según decían en los elegantes salones de baile de Viena y de Budapest al son de los valses de Strauss, iba a durar quince días. Duró cuatro años y provocó cuarenta millones de muertos, militares y civiles: la humanidad no había visto jamás algo igual.
A ese mundo llegó Edith Cavell, ya formada como enfermera y alejada de su vocación adolescente por la pintura y el dibujo; había sido educada en el hogar de un pastor anglicano, Frederick Cavell, que le enseñó que siempre debía ayudar a los más pobres, a los más desprotegidos. Era la hija mayor del reverendo, había nacido el 4 de diciembre de 1865 en Norfolk, y a los veinte años se largó a viajar por Europa. Recaló en Bélgica donde fue institutriz de una familia francesa y donde dejó buena impresión y mejores contactos.

Se fue de Bélgica con la promesa del regreso y viajó a Austria para ser voluntaria en un hospital gratuito donde nació su vocación por la enfermería. Supo enseguida que iba a dedicar su vida a eso: a salvar vidas, a calmar dolores, a acompañar los necesitados. Empezó por casa: una grave enfermedad de su padre la hizo regresar a Inglaterra y, después de la recuperación del pastor, trabajó en el London Hospital en su flamante profesión: era 1896 y Edith tenía entonces treinta años. En Londres se especializó, entre otras cosas, en ayudar a los bebés a llegar a aquel mundo volátil y peligroso que jugaría en las trincheras embarradas a poner fin a los imperios.
Regresó a Bruselas para trabajar en la Escuela de Enfermería, además de asistir a las futuras y flamantes madres; se hizo una fama bien ganada y su nombre fue más conocido en el ambiente de la sanidad cuando editó, o ayudó a editar, una revista especializada: La enfermera. En 1907 fue contratada por el entonces famoso cirujano belga, Antoine Depage que, además, presidía la Cruz Roja de ese país, quien le confió el cargo de enfermera jefe del Instituto Berkendael y la dirección de la Escuela Belga de Enfermeras Graduadas, fundada por el propio Depage. Aquel mundo iba a cambiar para siempre. El 28 de junio de 1914, en Sarajevo, un chico nacionalista bosnio de diecinueve años, Gavrilo Princip, asesinó a balazos al archiduque de Austria, Francisco Fernando y a su mujer, Sofía, embarazada de su cuarto hijo. Esa fue la mecha que encendió la Primera Guerra Mundial.

En menos de un mes, Alemania había entrado en guerra contra Rusia y Francia en un conflicto brutal al que se sumó Inglaterra. Terminaba también un mundo trazado por la legendaria reina Victoria, que había enlazado en casamientos estratégicos a todas las grandes monarquías de Europa. Guillermo, el káiser alemán, era primo de Nicolás II, el zar de Rusia que, además, estaba casado con una alemana. En sus cartas de antes de la guerra, el emperador Guillermo llamaba al zar de Rusia “Nicky”. Y “Nicky” llamaba “Willie” al emperador alemán. Y ahora estaban enfrentados en una guerra a muerte. El drama de los Balcanes, Sarajevo, Bosnia Herzegovina, Zagreb, Belgrado, entre tantos otros escenarios, iban a proyectar su sombra de terror hasta 1995, con la Guerra de Yugoslavia.
El conflicto se extendió a toda Europa y a Oriente Medio, en parte a África y a Asia; fue una guerra de trincheras, estática, casi inmóvil, donde se avanzaba veinte metros diarios para retroceder diez; fue de una crueldad desconocida que empleó armas nuevas, expandió el poder de la artillería, generalizó el uso de las ametralladoras, implantó el uso de armas químicas como el gas mostaza y abrió las puertas de aquel juego trágico a nuevas armas poderosas, tanques y aviones, además de extenderse a los mares.
Cuando estalló aquella gran tragedia, Edith Cavell visitaba a su madre en Inglaterra. Volvió a Bruselas porque la escuela para enfermeras diplomadas y el Instituto Berkendael habían quedado en manos de la Cruz Roja belga, que presidía el cirujano Depage. Cavell ya había sido reclutada en Inglaterra por el MI 6. La naturaleza de sus misiones, si tuvo alguna, nunca fueron conocidas, tal vez hayan sido las que cumplió a la perfección: salvar la vida de soldados aliados para que no cayeran en manos alemanas. Porque el 4 de agosto de 1914, a poco más de un mes de iniciada la guerra, Alemania invadió Bélgica que en 1830 se había separado de la protestante Holanda, era ahora una monarquía independiente y funcionaba como una especie de tapón entre Alemania y Francia para refrenar la siempre latente amenaza germana de invadir Francia.

La orden de los invasores fue la de que todos los heridos, militares o civiles fueran evacuados de los hospitales. La orden alcanzaba también a los “sospechosos” de actividades anti germanas, lo que extendía la medida a más de media población de la capital belga. Serían todos prisioneros del invasor, con un destino desconocido pero previsible. La enfermera Cavell, ahora también espía, participó de manera activa, porque ese era su estilo, de una red de evasión de militares en peligro hacia Holanda, neutral en el conflicto; la red había sido organizada por los belgas de la zona de Mons y por los franceses de Lille y de Valenciennes. Era una tarea peligrosa.
Muchos soldados británicos habían quedado atrapados en la “bolsa” de Bruselas cuando la retirada abrupta de las fuerzas aliadas antes de la invasión alemana. Los invasores no buscaban sólo a heridos o enfermos: querían apresar a las tropas que todavía podían combatir e impedirles regresar a Inglaterra. La red de escape que dirigía Cavell ocultó a los fugitivos en los hospitales como supuestos pacientes, les buscó luego asilo en casas particulares, incluida la de la propia Cavell, hasta que otra rama de la red se hiciera cargo de los fugitivos y los guiara en el largo viaje, muchas veces a pie, hasta Holanda. Mientras, Cavell siguió con su trabajo de enfermera y no hizo distinción entre heridos aliados o alemanes. Solo que lo que hacía por debajo de su trabajo como enfermera, facilitar la huida a territorio neutral de los militares aliados, violaba la ley marcial dictada en Bélgica por las tropas invasores que castigaba a quien fuese sorprendido “ayudando e instigando al enemigo”. Era lo que hacía Cavell.
Su red, tal vez también una inocentada de principiante, estaba rota: un espía alemán se había infiltrado en lo que debió ser un núcleo cerrado y hermético, había seguido los pasos de sus miembros durante meses y, antes de denunciarlos, había armado un organigrama del grupo, quién era quién y cuál era su función. El 3 de agosto de 1915, a casi un año de la invasión alemana, la red de Cavell fue desmantelada, la enfermera fue detenida junto con otras quince personas que fueron encerradas en la prisión de Saint Gilles. Entonces, todo tomó una velocidad de vértigo, parecida a la expansión que tenía la guerra mundial en marcha. Los presos fueron sometidos a un juicio sumario por un tribunal militar entre el 7 y el 8 de octubre. Cavell no sólo admitió todos los cargos en su contra, sino que no hizo intento alguno por defenderse: renunció también al alegato al que tenía derecho. El silencio tenía dos motivos: o evitó hablar de su tarea como espía para eludir comprometer a otros agentes o a otras misiones, o aquella mujer aceptaba su mal destino con bíblica resignación. El 11 de octubre Cavell fue condenada a muerte por traición.
Más veloces que juicio y condena fueron las gestiones para salvarle la vida que hicieron dos diplomáticos: fueron veinticuatro horas atropelladas, peleadas minuto a minuto ya que Inglaterra podía hacer poco y nada en su defensa: Cavell era una espía a su servicio. Uno de los dos diplomáticos que intervinieron para salvar a Cavell fue el primer secretario de la embajada de Estados Unidos en Bruselas, Hugh Gibson, un joven de treinta y dos años que sería una figura de peso en la posguerra como ministro plenipotenciario de Estados Unidos en Polonia. El otro fue el embajador español Rodrigo de Saavedra, marqués de Villalobar, un militar, político y escritor que había representado a España en Washington, París y Londres, donde ultimó los detalles de la boda madrileña del rey Alfonso XIII con la princesa Victoria Eugenia de Battenberg, que de allí viene el parentesco actual entre las casas reales de Gran Bretaña, en manos de Charles III y de España, en manos de Felipe VI.
Gibson y Saavedra corrieron a entrevistar al gobernador militar alemán del territorio ocupado, Oscar von der Lancken-Wakenitz, a quien le pidieron salvar la vida de Cavell. Gibson evocaría luego: “Le recordamos el incendio de Lovaina y el hundimiento del Lusitania y le dijimos que este asesinato se uniría a esos dos sucesos e inundaría a todos los países civilizados de horror y disgusto”. No pretendían salvar a Cavell por lo que había hecho y confesado: intentaban decirle al alemán lo grave que sería para su país el fusilamiento de la enfermera. Con lo del incendio de Lovaina, Gibson recordaba la matanza desatada por Alemania en los primeros días de la ocupación de Bélgica: el 22 de agosto de 1914 los invasores habían destruido media ciudad de Lovaina y gran parte del patrimonio cultural e histórico del país, además de asesinar a cinco mil quinientos civiles. El nombre de Lusitania no podía no sonarle al gobernador militar alemán. El 7 de mayo de 1915, cinco meses antes de la dramática charla entre Gibson, Saavedra y Von der Lancken, Alemania había torpedeado y hundido frente a las costas de Irlanda al transatlántico Lusitania que perdió casi todo su pasaje: mil ciento noventa y ocho personas.

Ni Gibson ni Saavedra tuvieron suerte: los alemanes mantuvieron su decisión de fusilar a Cavell. En medio de la conversación entre los diplomáticos y el gobernador alemán de Bélgica, se metió el conde Franz von Harrach con un par de frases siniestras. Diría luego Gibson: “En ese momento, el conde Harrach intervino con el irrelevante comentario de que prefería ver fusilada a la señorita Cavell, antes que ver el mínimo daño infligido al más humilde de los soldados alemanes. Y que sólo, lamentaba no tener tres o cuatro viejas inglesas más para fusilar”. Von Harrach había sido testigo en Sarajevo del asesinato del archiduque Francisco Fernando y de su mujer Sofía, y había escuchado al herido gritar: “¡Sofía, no te mueras! ¡Vive por nuestros hijos…!”.
La dureza extrema de los alemanes fue contestada por los dos diplomáticos. El español Rodrigo de Saavedra pidió la conmutación de la pena de muerte o, al menos, su postergación. Y Gibson advirtió a los alemanes de qué modo el fusilamiento de Cavell dañaría la reputación alemana, bastante dañada ya. Gibson sabía ya, y si no lo sabía lo intuía, que su país, Estados Unidos, entraría en la guerra mundial a raíz del hundimiento del Lusitania. Los alemanes decidieron entonces huir hacia adelante. Ante el temor de más y mayores presiones internacionales, decidieron apurar la ejecución de Cavell: le anunciaron a la enfermera que sería fusilada en las primeras horas del día siguiente, 12 de octubre, apenas horas después de la desesperada entrevista de Gibson y Saavedra con el gobernador militar de Bruselas.
Horas antes de enfrentar al pelotón, Edith recibió en su celda a Stirling Gahan, un capellán anglicano que revelaría luego la entereza de aquella mujer sintetizada en dos frases: “El patriotismo no es suficiente y no debo tener odio ni amargura hacia nadie. He visto la muerte tan a menudo que no es algo extraño ni temeroso para mí”. La fusilaron al amanecer, en un terreno militar conocido como Tir national. Tenía 49 años.
El embajador Rodrigo de Saavedra pidió que fuese sepultada en el pequeño cementerio cercano al sitio de la ejecución. El poeta alemán Gottfried Benn, que era el médico militar de la prisión de Saint Gilles y había presenciado y certificado la muerte de Edith Cavell, escribió que nunca había conocido a una mujer con tanto valor; de paso, sintetizó el drama con un axioma más digno de un militar que de un poeta: “¿Cómo debe juzgarse el fusilamiento de Edith Cavell? Entró en la guerra y la guerra la destruyó”. En el mismo tono de justificar lo injustificable, y con esa idea tan wagneriana de adjudicar al arte la épica de la guerra que presagiaba futuros horrores, el ministro de Asuntos Exteriores alemán, Arthur Zimmermann declaró que la muerte de Edith Cavell había sido “lamentable pero necesaria. (…) Consideren qué le sucedería a un estado, sobre todo en guerra, si permitiera que los delitos contra la seguridad de sus ejércitos no recibieran castigo alguno por haber sido cometidos por mujeres (…) Si se les perdona, se haría a expensas de la seguridad de nuestros ejércitos pues hay que temer nuevos intentos de hacernos daño si se cree que los delincuentes no sufrirán ningún castigo o sólo una pena leve”.
Tal como Gibson había avizorado, el fusilamiento de Cavell erosionó la imagen de Alemania en una guerra que ya era brutal y en gran parte nueva: se habían dejado de lado los vistosos uniformes de combate, con azules, rojos y dorados, para cambiarlos por ropas de camuflaje, que hasta la guerra eran juzgadas como deshonrosas para quien las vestía.
La muerte de Cavell fue difundida por todos los medios británicos y estadounidenses como una muestra más de la brutalidad y de la injusticia alemana; en cambio, Edith fue presentada como una figura heroica, inocente, que hasta el final mantuvo su fe cristiana y afrontó con valentía su decisión de morir por su país. El suyo fue un ejemplo, y también una forma de propaganda, destinado a hacer que los jóvenes británicos se incorporaran al ejército y a la guerra. El repudio de la opinión pública de Estados Unidos hacia Alemania, forjado en el yunque del Lusitania, facilitó de alguna forma la entrada de ese país a la guerra en 1917.
Gran Bretaña se propuso, y logró, hacer de Cavell una heroína. Cuando la Primera Guerra terminó, se dijo entonces que jamás iba a repetirse, el cuerpo de Edith fue trasladado desde su tumba en Saint Gilles a Londres; lo escoltaron tropas británicas y lo aclamó una multitud conmovida y aliviada porque la gran tragedia había terminado. A Edith le celebraron un funeral de Estado que encabezó la familia real y su cuerpo fue trasladado en tren a Norwich, donde descansa en una zona llamada Life´s Green, junto a la catedral. El vagón que llevó el ataúd de Cavell desde el puerto de Dover hasta Londres, cubierto por la bandera del Reino Unido, fue llamado “Cavell Van” y se exhibe hoy en la histórica estación de tren de Bodiam, patrimonio del Ferrocarril de Kent y del East Sussex. Es el mismo vagón que llevó de regreso a Londres los restos del soldado desconocido y los de Charles Fryatt, un marino mercante fusilado también por los alemanes en Brujas, Bélgica, en 1916.
En Tir National, esa parcela vecina a la prisión de Saint Gilles, una placa recuerda a Cavell y a otras treinta y cinco personas fusiladas allí por los alemanes. La Iglesia Anglicana de Inglaterra dedica cada 12 de octubre a la memoria de Edith como ejemplo, de su vida y de su sacrificio.
Y luego está el monumento en honor de Edith Cavell, esculpido por George Frampton, que se alza en un espacio estratégico de Londres. Es una enorme estructura de piedra en la que destaca su figura delgada y recta, envuelta por una capa de anchas mangas y generosos pliegues que bordean sus manos de largos dedos que descansan al costado de su ropaje de enfermera. “Humanity” reza sobre la cabeza de la figura de piedra. A sus pies, debajo de su nombre y de la fecha y del sitio de su muerte, se lee tallada aquella frase suya, previa a su fusilamiento, sobre el patriotismo que nunca juzgó suficiente y sobre su falta de odio o de sentimientos amargos para con nadie. De alguna forma, es su testamento.
El conjunto escultórico es digno de verse. Y la zona también. Se alza en pleno Trafalgar Square, no lejos de la estatua del almirante Horatio Nelson y en el lado norte de la plaza, a un costado de la National Art Gallery. Está muy cerca de otra maravilla arquitectónica, la iglesia St. Martin in the fields, que rinde homenaje a San Martín de Tours. Es una iglesia anglicana.
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