El olor a madera húmeda y humedad lo impregnaba todo cuando el alguacil Sheriff Schley y sus hombres derribaron la puerta de la granja de Ed Gein en Plainfield, Wisconsin, ese 16 de noviembre de 1957. Nadie en aquel remoto pueblo de menos de ochocientos habitantes estaba preparado para lo que sucedería a continuación. El hallazgo de muebles, lámparas y prendas confeccionados con restos humanos en la casa de Ed Gein evidenció el resultado extremo de una mente trastornada, y el horror trascendió las fronteras de Wisconsin para instalarse en el imaginario criminal del siglo XX.
La semilla del horror: infancia, madre y aislamiento
Edward Theodore Gein había nacido el 27 de agosto de 1906 en La Crosse, Wisconsin. Su historia arranca marcada por la soledad y la rigidez puritana de su madre, Augusta, una fanática religiosa que consideraba al mundo pecaminoso e irredimible. Crió a Ed y a su hermano mayor, Henry, en una granja a las afueras de Plainfield, donde les prohibió cualquier contacto social real. Su padre, George, era un hombre alcohólico y ausente, incapaz de contrarrestar el férreo control de Augusta. La educación materna se basó en la represión de la sexualidad y el temor a la condena eterna. A Ed, las palabras de su madre nunca dejaron de resonarle:
—Las mujeres son instrumentos del Diablo, Ed. Mantente puro, aliméntate del Señor.

Mientras los otros niños jugaban, Ed miraba desde lejos. En la escuela era tímido, se reía solo y sufría acoso. Nadie se acercaba, y él, aceptando su rareza, se refugió en el campo, en los libros y en las historias de asesinatos y atrocidades que coleccionaba de los periódicos. Cuando su hermano Henry murió —las circunstancias del incendio que lo mató nunca se aclararon— Augusta volcó toda su obsesión en Ed. Tras fallecer ella en 1945, Ed quedó solo en la vieja casa, perdiendo progresivamente el contacto con la realidad.
Los años de la soledad y las primeras profanaciones
La muerte de Augusta supuso un golpe del que Ed Gein nunca se recuperó. Conservó intacta la habitación de su madre, cerrada y cubierta de polvo, mientras el resto de la vivienda se convertía en un amasijo de suciedad, basura y sombras. Sus días pasaban entre trabajos esporádicos para los vecinos y noches en absoluto aislamiento.
El pueblo lo veía como un tipo peculiar, callado y desafortunado. Pero Gein peleaba una guerra consigo mismo. En los interrogatorios recordaría esos años con una mezcla de orgullo y vergüenza.
—¿Cuando empezó todo esto, Ed? —preguntó un psiquiatra.
—Después de que mamá murió —respondió Gein—. Necesitaba volver a verla.

Al principio, solo visitaba los cementerios. Pero pronto comenzó a violar tumbas de mujeres “que se parecían a Augusta”. Seleccionaba cuidadosamente a sus víctimas: mujeres de mediana edad y complexión similar a la de su madre. Extraía los cuerpos, les quitaba la piel y los huesos, y con paciencia obsesiva, confeccionaba objetos del hogar.
La policía encontraría más tarde máscaras humanas, un chaleco elaborado con un torso femenino, pantallas de lámpara de piel, guantes, cinturones hechos de pezones, una caja de vulvas y muebles tapizados con piel humana. La casa entera se transformó en un museo de horrores personales.
El inicio de la pesadilla pública
La tranquila rutina de Plainfield se rompió el 16 de noviembre de 1957. Aquella mañana, Bernice Worden, dueña de la ferretería local, desapareció sin dejar rastro. Su hijo, ayudante del sheriff, encontró sangre en el suelo y un recibo por la venta de anticongelante a nombre de Ed Gein.

Esa misma tarde, una patrulla cruzó el camino de barro que llevaba a la granja Gein. Al entrar, el hedor los frenó en seco. En el cobertizo, colgado boca abajo y sin cabeza, apareció el cuerpo de Bernice. El cadáver tenía el pecho abierto, drenado de sangre. En el interior, los descubrimientos fueron más allá de lo imaginable: órganos en cajones, piel usada como tapiz, cráneos tallados a modo de tazones, una cara humana que resultó ser de Mary Hogan, una camarera desaparecida años antes.
Una oficial joven casi se desmaya al registrar los armarios.
—¿Pero esto qué es? ¿Cómo pudo vivir aquí rodeado de todo esto?
Uno de sus compañeros, con los ojos abiertos por el asombro, solo articuló una palabra:
—Infierno.
El horror de Plainfield quedó expuesto para el país entero. Durante semanas, la prensa hizo guardia delante de la granja mientras la policía trabajaba día y noche, describiendo, embalando y catalogando decenas de objetos imposibles de asimilar.

El interrogatorio: confesiones, negaciones y monstruos interiores
La imagen de Gein, pequeño, encorvado y con una sonrisa tímida, no encajaba con la de un asesino serial clásico. Los detectives lo tuvieron noches enteras en el cuartel. A veces balbuceaba, otras callaba durante horas. Cuando finalmente rompió su silencio, la frialdad de sus palabras heló la sangre de los presentes.
—¿Por qué hiciste esas cosas, Ed?
—La gente dice muchas cosas sobre mí —contestó—. Pero yo solo quería sentirme cerca de mamá otra vez.
Los especialistas insistían:
—¿Mataste a más personas, además de Bernice Worden y Mary Hogan?
—Las demás ya estaban muertas. Yo solo las necesité un momento.
Gein detalló cómo preparaba sus “trajes” femeninos, se los ponía de noche y recorría la casa con la voz de su madre sonando en la cabeza. El impulso era irresistible. Con el tiempo, ya no distinguía si su madre realmente lo visitaba o era solo el eco de su locura.

La ciencia ante el horror: diagnóstico y juicio
Los expertos de Wisconsin analizaron su comportamiento. Los psiquiatras concluyeron rápidamente que Ed Gein no discernía realidad y fantasía, sufría episodios alucinatorios y tenía una estructura psíquica fragmentada. Fue diagnosticado con esquizofrenia paranoide, además de una obsesión patológica con su madre y el sexo femenino.
En el tribunal, los abogados utilizaron su estado mental como principal argumento de defensa. Gein apenas entendía la magnitud de lo que había hecho. Finalmente, el juez determinó que no era apto para juicio y lo envió a la Institución Central del Estado en Waupun. Pasaría el resto de sus días bajo vigilancia psiquiátrica, participando en los oficios religiosos y trabajando en la cocina del hospital.
“Sabía que estaba haciendo algo malo, pero no podía detenerme”, admitió en una de sus entrevistas clínicas.

El catálogo de horrores que nadie creyó real
El inventario de la policía fue tan meticuloso como aterrador. Los detalles aparecían en los periódicos nacionales y hasta internacionales. En total, hallaron objetos fabricados con partes de al menos quince cadáveres diferentes. Las lámparas recubiertas de piel, la silla tapizada con cuero humano, la máscara elaborada con el rostro de Mary Hogan, la caja con orejas y labios: cada artículo narraba una historia silenciosa de muerte y de pérdida.
Una de las piezas más perturbadoras fue el “traje completo” para vestirse como mujer, hecho a partir de varios cuerpos para ajustarse a su delgada figura.
“Vi cosas que nunca podré olvidar”, declaró entre lágrimas un policía retirado.

La cultura popular y el mito del monstruo rural
El caso de Ed Gein fue la semilla de una revolución en la cultura moderna del terror. Su historia inspiró directamente a los escritores para crear personajes icónicos como Norman Bates en Psicosis de Alfred Hitchcock, Leatherface en La Masacre de Texas y Buffalo Bill en El silencio de los inocentes.
Un joven Stephen King escribió en un ensayo sobre horror que también él había tenido pesadillas tras leer el caso Gein.
Netflix: “Monstruo, la historia de Ed Gein” y la fascinación renovada
Décadas después de los crímenes, la figura de Ed Gein volvió a primera plana con el estreno en Netflix de la serie Monstruo: la historia de Ed Gein, dirigida por Ryan Murphy. Esta producción explora el abismo psicológico del asesino y lo presenta en su doble dimensión: víctima de un entorno enfermizo y ejecutor de los actos más atroces.

En una de las escenas reconstruidas, el personaje de Gein, tembloroso y frágil, susurra frente al retrato de su madre:
—Mamá, hice todo por ti. ¿Lo ves ahora desde el cielo?
La prensa estadounidense llamó a Ed Gein “El carnicero de Plainfield” tras descubrir el contenido de la granja. Durante meses, los reporteros saturaron el pueblo. Los lugareños se replegaron en el silencio y el resentimiento. Muchos descendientes de los testigos se niegan hoy a hablar del caso.
Las huellas del horror
Cualquier visitante curioso que pregunte por la dirección de la antigua granja recibirá la misma respuesta:
—Por ahí no queda nada —responde un anciano —. La gente buena no pregunta por esos sitios.

Desde el primer informe psiquiátrico hasta las teorías modernas sobre perfiles criminales, se sostiene que la motivación de Gein nunca fue el sexo ni el sadismo, sino la necesidad desesperada de recuperar a la madre ausente.
El psiquiatra E.E. Bartz, parte del equipo original, informó:
—No vemos aquí un asesino serial ordinario. Vemos la creación de una obsesión, un ritual macabro de duelo imposible.
El foco mediático en Gein eclipsó muchas veces el destino de sus dos víctimas confirmadas, Bernice Worden y Mary Hogan. Sus familias, acosadas por periodistas, optaron por el silencio. Pero los registros de la época muestran el dolor y la indignación que persistieron durante años.
La hija de Bernice contó a una enfermera del pueblo:
—Solo quería que mi madre descansara tranquila. Que su nombre no quedara para siempre unido a ese hombre.
Ed Gein murió el 26 de julio de 1984 en el hospital psiquiátrico. Sus últimos días transcurrieron en calma: leía, ayudaba en la cocina y participaba en las oraciones. Murió de insuficiencia respiratoria sin emitir una última palabra memorable.
Le sobrevivieron las leyendas, los muebles incautados por el estado, y una tumba anónima. Su lápida fue robada repetidas veces por coleccionistas de lo macabro. Nada en su muerte redimió el horror de sus actos.
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