
Cuando tenía nueve años, el niño Ian Brady participó de una excusión escolar al lago Lomond, el segundo más grande de Escocia, y quedó fascinado. Allí protagonizó un incidente a quien nadie le dio importancia. En un momento, mientras sus compañeritos descansaban sentados en el pasto, Ian se alejó del grupo y caminó por el páramo hasta alcanzar la cima. Los profesores lo llamaron una y otra vez pero el chico, que miraba a su alrededor desde las alturas, no quería bajar. Tuvieron que ir a buscarlo. Cuando su maestra lo reprendió y le preguntó por qué no había obedecido, la respuesta la sorprendió: “Porque me sentía fuerte y poderoso, como si fuera el dueño de todo”, le contestó. Ese episodio, ocurrido la primavera de 1947, quedó olvidado hasta que muchos años después, cuando Brady se había convertido en el criminal más odiado de Gran Bretaña, esa maestra lo recordó. Porque esa fascinación por los páramos –esos que lo hacían sentir poderoso– fue decisiva a la hora de cometer los asesinatos que le dieron triste celebridad.
En 1965 el Reino Unido entero se horrorizó al conocer la serie de asesinatos de niños y adolescentes perpetrada por Brady con la complicidad de su novia, Myra Hindley, en el transcurso de dos años. No solo por la crueldad de los crímenes y la edad de las víctimas, sino por el siniestro cóctel de motivaciones que los llevó a cometerlos: una mezcla de lecturas nazis, creencias en la superioridad de la raza aria y perversiones sexuales potenciadas entre sí. A eso se sumaba otro ingrediente de terror: la utilización de los páramos de Saddleworth, en las afueras de Manchester, para deshacerse de los cuerpos en extraño ritual que incluía medir la distancia en pasos entre el lugar donde los enterraban y algún punto de referencia para orientarse al volver a visitarlos. Por eso los llamaron “los asesinos del páramo”.
Antes de los crímenes cometidos por Brady y Hindley, la sociedad británica ya conocía a otros asesinos en serie, desde que en 1888 “Jack el Destripador” inaugurara esa nueva categoría criminal con su cadena de truculentas muertes de prostitutas en Whitechapel, en el East End londinense. Pero había casos mucho más recientes. Se recordaba todavía el de John Christie, ejecutado en 1953 por el asesinato de por lo menos ocho mujeres en la capital del Reino Unido. También el de Peter Manuel, “la Bestia de Birkenshaw”, condenado a muerte en 1958, responsable del homicidio de siete personas. Sin embargo, los crímenes de “los asesinos del páramo” impactaron mucho más fuerte en la opinión pública y cada detalle que trascendía del modus operandi de la pareja multiplicaba el horror y la indignación social.

El niño abandonado
Ian Brady nació el 2 de enero de 1938 en Glasgow, Escocia, hijo de Margaret “Peggy” Stewart, una camarera soltera que nunca reveló el nombre del padre, aunque decía que era un periodista de Glasgow que murió tres meses antes de la llegada al mundo de Ian. Incapaz de mantenerlo, lo cedió Mary y John Sloan, un matrimonio con cuatro hijos que le puso su apellido. Margaret seguía visitando a su hijo, que creyó creciendo que era su “tía Peggy”, hasta que un día dejó de ir. Ian tenía 12 años y fue entonces cuando Mary y John le contaron la verdad. El chico lo tomó realmente mal: se tornó violento en su casa y en el colegio, tenía ataques de rabia, se golpeaba la cabeza contra las paredes, capturaba a los perros y gatos del vecindario para matarlos y enterrarlos en pequeñas tumbas que cavaba en el patio de la casa. El barrio entero se volvió en contra de Ian y su familia.
Era inteligente y eso le permitió, a pesar de su mal comportamiento, asistir a la Academia Shawlands, una escuela para alumnos con un nivel académico superior al promedio. No duró mucho tiempo allí: se fue o lo expulsaron cuando tenía 15 años y comenzó a trabajar, primero como mensajero y después en un astillero. Casi al mismo tiempo empezó a tener problemas con la policía y debió comparecer dos veces ante un tribunal de menores por allanamiento de morada, es decir, por haber entrado a una casa para robar. También estuvo brevemente detenido por amenazar con una navaja a su novia de entonces, Evelyn Grant, porque había bailado con otro chico en una fiesta.
Se mudó a Manchester, donde también intercaló breves períodos de trabajo con entradas a la cárcel por diferentes delitos. Pareció sentar cabeza en 1959, cuando consiguió un trabajo en el área contable de Millwards Merchandising, una empresa mayorista de distribución de productos químicos. Sus compañeros lo consideraban un joven tranquilo, puntual, pero irascible. En sus ratos libres paseaba en una moto Tiger Club que había comprado y estudiaba alemán. Sus lecturas eran anárquicas: leyó Mi Lucha, de Adolf Hitler, y se fascinó con una biografía del marqués de Sade, una combinación que comenzó a hacer germinar nuevas ideas y tentaciones en su cabeza. De esas cosas conversaba con Myra Hindley, una chica que trabajaba en la misma empresa con la que se puso de novio.

Una chica buena
Cuando Ian la conoció, Myra era una típica chica de clase baja de Manchester que había sabido enfrentar la adversidad. Nacida el 23 de julio de 1942, cargaba sobre sus espaldas con una infancia dolorosa y la historia de un padre paracaidista que, traumado por la guerra, pasaba el tiempo maltratando a su madre y también a ella. A pesar de eso, fue buena estudiante y todos la veían como una chica amable y dulce a la que le gustaban mucho los niños y que ayudaba a la economía familiar trabajando de niñera.
Dejó de hacerlo después de una tragedia en la que no tuvo ninguna responsabilidad, pero de la que siempre se sintió culpable. Michael, uno de los chicos que cuidaba, la invitó a que lo acompañara en una excursión a un lago que haría con su familia, pero Myra no pudo ir porque tenía otras ocupaciones. Esa misma tarde supo que el chico se había ahogado. Fue un golpe terrible para ella y se deprimió tanto que dejó los estudios y solo encontraba consuelo leyendo La Biblia.
Dejó de cuidar niños por miedo a que ocurriera otra desgracia y consiguió trabajo como dactilógrafa en Millwards Merchandising. Corría 1961 cuando allí conoció a Ian y se enamoró casi de inmediato. Ese amor también le cambió la vida, porque para satisfacer las expectativas de su novio modificó su manera de vestir por una mucho más audaz, se compró minifaldas y botas de cuero, se tiñó el pelo de rubio platino y se alejó por completo del catolicismo que profesaba con fervor para adentrarse en las lecturas y las creencias del hombre que la tenía fascinada. Impulsada por Ian, se introdujo en los textos nazis y también en los del marqués de Sade. Al poco tiempo se había convertido en otra mujer.
Myra no había tenido relaciones antes de conocer a Ian y las descubrió al ritmo de los deseos y las fantasías de su novio, en las que el sexo se satisfacía con la dominación y la violencia. Adoptó, incluso, un nuevo nombre, “Myra Hess”, por el apellido del segundo de Hitler; llegó a calzarse un uniforme nazi y así vestida armaba escenas sadomasoquistas con Ian, que registraban con una cámara fotográfica.

Los asesinos del páramo
Todo eso ocurría en la intimidad, sin afectar para nada el mundo exterior, hasta que un día Brady le hizo una propuesta que ella no quiso o no pudo rechazar: cometer el crimen perfecto. Los blancos serían niños, esos que ella tanto había amado en sus tiempos de niñera pero a los que Ian consideraba seres inferiores y despreciables, indignos de habitar el planeta. De paso, antes de matarlos, los violarían, lo que contribuiría también a hacer más interesante el sexo de la pareja. “En cuestión de meses él (Brady) me había convencido de que no existía ningún Dios: podría haberme dicho que la Tierra era plana, que la Luna estaba hecha de queso verde y que el Sol salía por el oeste, le habría creído, tal era su poder de persuasión”, contaría Myra mucho después.
Sólo les faltaba salir a cazar a sus víctimas y el 12 de julio de 1963 salieron dispuestos a hacerlo. Myra se puso al volante de una furgoneta e Ian la siguió en su moto Tiger Club. La chica no había manejado mucho cuando se cruzó con Pauline Reade, una adolescente de 16 años de aspecto aniñado, a la que conocía porque había sido compañera de escuela de su hermana Maureen. Por eso, Pauline no desconfió cuando Myra detuvo la furgoneta y le pidió ayuda para buscar un guante que había perdido en el páramo de Saddleworth. Cuando llegaron, Ian estaba esperándolas y redujo a Pauline. La golpeó, la desnudó y la violó ante la mirada impasible de Myra. Cuando terminó, la estranguló con un cinturón y entre los dos arrastraron el cuerpo de la chica hasta un lugar del páramo donde lo enterraron. Antes de irse, contaron los pasos que separaban la tumba de una gran piedra para poder volver y recordar su obra.
A partir de ahí, los “asesinos del páramo” siguieron el mismo modus operandi con el resto de las víctimas: captación, traslado a un paraje solitario, violación y asesinato. El segundo en caer en las garras de Ian y Myra fue John Kilbride, de 12 años, al que secuestraron en un mercado en la ciudad de Ashton-under-Lyne el 23 de noviembre de ese mismo año. Lo llevaron al páramo de Saddleworth, donde lo asesinaron y lo enterraron, nuevamente en un lugar que pudieran encontrar si querían volver.
Keith Bennett, también de 12 años, desapareció en el distrito de Longsight de Mánchester el 16 de junio de 1964. Su padrastro, Jimmy Johnson, se convirtió en sospechoso; en los dos años posteriores a la desaparición de Bennett, Johnson fue interrogado y los detectives registraron bajo el suelo de la casa familiar. No encontraron nada y nadie imaginó que Keith había sido secuestrado por “los asesinos del páramo” y que su cuerpo estaba enterrado en Saddleworth. Fue la tercera víctima.
El 26 de diciembre de ese año, Brady y Hindley encontraron a Lesley Ann Downey, de diez años, caminando sola por una feria en Ancoast y le pidieron que los ayudara a llevar sus compras al auto. Una vez allí, la subieron a la fuerza y la llevaron a su casa, en Wardle Brook Avenue. Allí la desnudaron, la amordazaron y la obligaron a posar para fotografiarla. Después Ian la violó y la estranguló con una cuerda. Todo el ataque quedó registrado en una cinta de audio, donde se escuchan los gritos de la niña y, de fondo, un tema de The Beatles, “I feel fine”. Al día siguiente llevaron el cuerpo al páramo y lo enterraron en una fosa poco profunda.

El último crimen
La policía de Manchester estaba desconcertada por las cuatro desapariciones, no tenía una sola pista: ni siquiera sabía que los cuatro chicos estaban muertos y mucho menos conocía la existencia de “los asesinos del páramo”. Brady y Hindley estaban fuera de toda sospecha. Podrían haber seguido con su raid de violaciones y asesinatos durante mucho tiempo más si no hubieran sido descubiertos por una casualidad.
La noche del 6 de octubre de 1965, Myra llevó a Ian a la estación central de trenes de Manchester y lo esperó en el auto. No pasó mucho tiempo antes de que volviera acompañado por Edward Evans, de 17 años, al que había engañado proponiéndole mantener relaciones sexuales. El chico ni siquiera desconfió cuando Brady le presentó a Hindley como su hermana diciendo que los llevaría hasta su casa. Una vez allí, intentaron reducirlo, pero el chico se resistió. Estaban en eso cuando llegó imprevistamente David Smith –el novio de Maureen, la hermana de Myra– a buscar unas botellas de vino que le habían prometido. Lo recibió su cuñada, que le pidió que esperara en la cocina mientras ella iba a buscarlas.
“Esperé un par de minutos y de repente oí un grito tremendo; parecía el de una mujer, muy agudo. Los gritos continuaron, uno tras otro, muy fuertes. Entonces oí a Myra gritar: ‘Dave, ayudalo’, muy fuerte. Cuando entré corriendo, me quedé en la sala y vi a un joven. Estaba tumbado con la cabeza y los hombros sobre el sofá y las piernas en el suelo. Estaba boca arriba. Ian estaba de pie sobre él, de frente, con las piernas a ambos lados de las del joven. El joven seguía gritando... Ian tenía un hacha en la mano... la sostenía por encima de la cabeza y golpeó al joven en el lado izquierdo de la cabeza con el hacha. Oí el golpe; fue un golpe terriblemente fuerte, sonó horrible”, le contó después Smith a la policía.
Aterrorizado, David Smith aceptó cuando Brady le pidió que lo ayudara a envolver el cuerpo con un plástico y le hizo prometer que volvería a la mañana siguiente para acompañarlo a enterrarlo en el páramo. Pasó la noche sin dormir y a las 6 de la mañana llamó a la policía desde un teléfono público para denunciar el asesinato. Un patrullero lo recogió en la cabina telefónica y lo llevó a la comisaría de Hyde, donde les contó a los agentes todo lo que había visto y lo que le habían obligado a hacer.
Poco después, el superintendente de policía Bob Talbot, de la división de policía de Stalybridge, fue hasta la casa de Wardle Brook Avenue acompañado de un sargento detective y llamó a la puerta. Lo atendió Myra, que los dejó pasar cuando se identificó. Encontraron a Ian en la sala, donde estaba escribiendo una carta para su jefe para justificar que ese día no iría a trabajar. Los policías revisaron la casa y encontraron el cuerpo de Evans en una habitación. Sin inmutarse, Ian explicó: “Eddie y yo tuvimos una pelea y la situación se salió de control”.

Condenados a perpetua
Los llevaron a la comisaría y durante los interrogatorios Myra e Ian dieron versiones diferentes de los hechos. La chica se declaró inocente y aseguró que solo había ayudado a su novio por miedo; en cambio, Brady no solo confesó el crimen de Edwards, también relató todos los demás. En ningún momento mostró arrepentimiento, ni siquiera cuando le mostraron las pruebas más importantes en su contra: las fotos y las grabaciones de las víctimas violadas, torturadas y asesinadas, y fotos suyas y de Myra sonriendo junto a las tumbas que había cavado en el páramo de Saddleworth.
Cuando los medios de comunicación relataron los crímenes perpetrados por “los asesinos del páramo”, el impacto sobre la sociedad británica fue tremendo. El juicio se celebró durante 14 días de abril de 1966 en Chester Assizes, ante el juez Fenton Atkinson, que ordenó que se instalaran vidrios blindados para proteger a los acusados ante la posibilidad de que alguien irrumpiera en la sala y quisiera matarlos a tiros. Brady y Hindley fueron acusados del asesinato de Evans, Downey y Kilbride. El 6 de mayo, el jurado declaró a Brady culpable de los tres asesinatos y a Hindley culpable de los asesinatos de Downey y Evans. Como la pena de muerte había sido abolida seis meses antes, el juez dictó la única sentencia que la ley permitía ahora por homicidio: cadena perpetua. Al darla a conocer, el juez Atkinson llamó a Ian y Myra como “dos asesinos sádicos de la mayor depravación”.
Después de la sentencia, los dos cómplices se distanciaron y Myra se justificó diciendo que había sido manipulada por su novio. Con esa excusa pasó los siguientes años presentando solicitudes de libertad condicional que siempre le fueron negadas. Murió de un infarto el 15 de noviembre y sus restos fueron enterrados en una fosa común. Las crónicas de la época relatan que veinte enterradores se negaron a darle sepultura. Después de pasar casi dos décadas en la cárcel, en 1985 Brady fue transferido a un hospital psiquiátrico con un diagnóstico de esquizofrenia. Allí protagonizó huelgas de hambre y múltiples intentos de suicidio hasta su muerte, ocurrida el 15 de mayo de 2017.
El año pasado salió a la luz el texto incompleto de una autobiografía que Brady escribió en prisión. Incluye descripciones detalladas de los métodos de secuestro, asesinato y ocultamiento de los cuerpos, así como la forma en que seleccionaban y acechaban a las víctimas. En las primeras líneas del manuscrito, el asesino del páramo justifica su decisión de contar sus crímenes: “La razón por la que ahora escribo es bastante simple; revelar los hechos completos del caso por primera vez jamás. Todo pensamiento y toda ofensa que encuentres en las siguientes páginas lleva la autenticidad de mi propia mano y no puede ser desmentida”, dice.
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