
Decidió que era el momento, la oportunidad, su ahora en lugar de su nunca. Al mando de su poderoso avión de caza ruso MIG-25, una fortaleza enigmática y temida en Occidente porque nada sabían sobre ese avión y mucho imaginaban, su piloto, Viktor Ivanovich Belenko, un joven teniente superior del Regimiento de Cazas 513, perteneciente a la Undécima Fuerza Aérea Soviética, redujo la velocidad de su aeronave a ochocientos kilómetros por hora, salió de su formación e inclinó la nariz del aparato hacia abajo, como si la nave marchara a un destino de catástrofe; el propio Belenko activó la señal de emergencia para que todos, sus camaradas en vuelo y las estaciones de tierra que lo seguían a través de los radares, pensaran en una grave dificultad, giró los mandos y en dos minutos estuvo sobre las aguas del Mar de Japón. Belenko había decidido desertar de la URSS con la esperanza de obtener asilo en los Estados Unidos. Era el mediodía del 6 de septiembre de 1976, hace cuarenta y nueve años, y el joven piloto ruso estaba a punto de escribir una de las tantas páginas dramáticas de la Guerra Fría.
Belenko era un ejemplar soldado soviético, con una historia de superación personal. Había nacido el 15 de febrero de 1947, a dos años del final de la Segunda Guerra Mundial, en Nálchik, que hoy es la capital de la República de Kabardino-Balkaria en la Federación Rusa, en el Cáucaso norte. Hijo de padres divorciados, quedó huérfano a los dos años cuando murió su madre y fue criado por un familiar. Egresó de sus estudios secundarios con una medalla de honor y pidió ingresar en la Escuela de Aviación Militar de Armavir. Lo aceptaron. Era también un miembro del Partido Comunista de la URSS y luego fue un buen piloto que pidió ser enviado al extremo este de la Unión Soviética para ser entrenado en el manejo del entonces nuevo avión de caza MIG-25.
Para entonces, Belenko ya sentía tal vez, y sólo tal vez, cierta decepción por la diferencia que palpaba entre la realidad de la URSS y lo que pregonaba la propaganda comunista soviética. Él mismo diría después a sus interrogadores estadounidenses, que no tenía muy claro el momento de su inicial decepción. A comienzos de 1976, cuando ya expiraba el plazo reglamentario de su rango de teniente superior, supo, o intuyó, que no sería ascendido a capitán debido a “lentitud del mando”, un enigma divulgado en su momento por una revista: Rossíikaia Gazeta. Pero cualquiera de los datos publicados en la URSS tras la deserción de Belenko, se tiene que tomar con pinzas porque las autoridades montaron alrededor de su figura una monumental campaña de desprestigio que siguió a su juicio en ausencia, en el que fue condenado a muerte.
El MIG-25 que pilotaba Belenko era un enigma en Occidente. La Guerra Fría lucía entonces su clásico y tenebroso esplendor, si es que alguna vez tuvo momentos de declive. La competencia entre Estados Unidos y la Unión Soviética no se limitaba a las armas nucleares y a la carrera espacial, también estaba centrada en los logros en materia de armamento, en especial en los aeronáuticos. El MIG-25 nublaba el sueño de los expertos americanos. El avión había volado por primera vez en 1964, pero entró en servicio, con mejoras en diseño y operatividad, seis años más tarde. En Occidente sabían, o pensaban, que podía alcanzar una velocidad de Mach 2.83, unos tres mil doscientos kilómetros por hora y que, inclusive, podía llegar a los tres mil seiscientos kilómetros por hora. Su diseño, otra sorpresa para los americanos, era muy similar al caza F-15 Eagle que en esos años desarrollaba la Fuerza Aérea de Estados Unidos para reemplazar a los F-105 Thunderchief. Los dos modelos, el ruso MIG-25 y el americano F-15 Eagle, tenían grandes alas y grandes entradas de aire que les permitían alcanzar esas altas velocidades.

Pero las alas del MIG eran muy grandes lo que implicaba una ventaja adicional para un avión de combate, para un caza interceptor como era: lo hacían más ágil y más fácil de girar, cualidades que se unían a dos poderosos y enormes motores. Si había algo más, y lo había, no se conocía. Belenko, con su deserción, también iba a ofrecer un precioso regalo a Occidente: un MIG flamante y enterito para que los destriparan hasta el último tornillo.
Belenko había planeado su fuga con mucha anticipación. Necesitaba algunas condiciones esenciales para llevarla a cabo: figurar en la retaguardia de una formación aérea durante un ejercicio, que se tratara de un ejercicio en el que los aviones no portaran armas para que sus camaradas no le dispararan o lanzaran un misil a su aparato si descubrían sus pretensiones de fuga y, en especial, necesitaba mucho coraje personal y una firmeza a toda prueba. Los dos, coraje y firmeza, estaban basados en el fiasco que para él representaba el modelo de vida soviético. Había visto, confesó años después, demasiada corrupción y miserias en la que se suponía prestigiosa Fuerza de Defensa Aérea de la URSS. Y había visto también mucho alcoholismo. Si pidió su pase al Regimiento 513 de los MIG, fue porque creyó que los pilotos de elite, destinados a la defensa de las fronteras de la madre patria, recibirían un trato diferente y podrían servir mejor a la URSS. A su manera, era un tipo recto y honesto. Y decepcionado de la propaganda comunista.
Ahora, sobre el Mar de Japón y después de haber fraguado una emergencia en pleno vuelo, Belenko apagó todas las señales de radio y descendió hasta treinta metros sobre las olas para no ser detectado por los radares: un riesgo que correría por poco tiempo por dos razones. La primera: volar a baja altura implicaba un mayor consumo de combustible y ni él ni el MIG estaban para esos peligros; la segunda: tenía decidido volver a tomar altura para que, ahora sí, lo detectaran los radares, pero los radares japoneses. Pretendía que la fuerza aérea de ese país enviara aviones interceptores que lo guiaran hacia la base aérea de Chitose, al sur de la isla de Hokkaido. Pero algo salió mal.
Habían pasado poco más de cuarenta minutos desde que había despegado, junto al resto de la escuadrilla, desde la base aérea Chuguyevka, en el extremo este siberiano; en siete minutos habían alcanzado los siete mil metros de altura y volaban hacia los objetivos fijados en el ejercicio cuando Belenko se apartó de todo y enfiló hacia Japón. A la una y once, ya con el MIG a una altura muy superior a la del mar, los radares japoneses detectaron a un objeto no identificado que volaba a gran velocidad hacia Hokkaido: dos cazas F-4 Phantom salieron para interceptarlo, que era lo que esperaba Belenko que hicieran. Pero los cazas japoneses tardaron en ubicar al MIG ruso porque, en parte, la niebla les impedía una localización exacta y, segundo, el MIG ruso empezaba a alejarse de ellos. ¿Qué era lo que pasaba?

Belenko había consumido mucho más combustible que el que tenía calculado. No conocía con exactitud dónde quedaba la base aérea de Chitose, los F-4 japoneses no aparecían para guiarlo y él necesitaba aterrizar; de manera que empezó a buscar con desesperación, y a simple vista desde su cabina, un aeropuerto de alternativa. Apareció entonces ante sus ojos y ante la nariz alta del MIG, el aeropuerto internacional de Hakodate, una ciudad y puerto que se alza al pie del monte que le da nombre, en el extremo sur de la isla de Hokkaido, que era la isla que buscaba Belenko. Con sólo dos minutos de combustible en los tanques, hizo un reconocimiento elemental y veloz de la zona y sobrevoló la ciudad a baja altura lo que aterró un poco a sus habitantes: algunas fotos amateurs muestran aún hoy al gigantesco avión de guerra ruso sobrevolar los postes telefónicos de la ciudad.
Por fin, Belenko, al punto caer como una pera agotado el combustible, hizo un giro muy pronunciado para encarar una de las pistas del aeropuerto y aterrizó aquel monstruo que tocó tierra a toda velocidad, se tragó la pista entera y fue a rodar sobre el césped de la terminal, que quedó arado por el tren de aterrizaje. El avión tenía combustible para treinta segundos más de vuelo. La aventura de Belenko había terminado. Empezaba una nueva.
Ni los japoneses ni los expertos militares destacados en Japón podían creer el regalo que les había caído del cielo, nunca mejor dicho: tenían frente a ellos al avión militar soviético más avanzado y más secreto de la historia. Belenko, además, llevaba en sus bolsillos el manual del piloto del MIG-25, algo que también era considerado material secreto.
Los japoneses permitieron que los americanos examinaran el avión palmo a palmo y que probaran motores y radares en tierra. Después, como estaba previsto, desarmaron la maquinaria hasta el último tornillo, examinaron hasta el último remache, estrujaron hasta la última aleación y sesenta y siete días después, a mediados de noviembre de 1976, devolvieron todo en enormes cajones de madera que subieron al carguero soviético “Taigonos” que, maldita sea la gracia, llevó todos aquellos desechos de regreso a la URSS. Los japoneses, además, adjuntaron una factura por cuarenta mil dólares, faltaría más, por los gastos de embalaje del avión y por los daños, mínimos pero caros, causados por el aterrizaje del MIG en Hakodate.
Sin entrar en tediosos detalles técnicos, el resultado de la autopsia practicada al MIG-25 reveló que era sí, un gran avión, pero no el cuco que Estados Unidos había temido. Por ejemplo, los sorprendió el radar: no tenía un solo transistor sino antiguas válvulas de vacío; el fuselaje no estaba construido en gran parte de titanio, sino de aleaciones de níquel porque el titanio había sido derivado a las zonas más expuestas al calor desatado por la fricción del caza supersónico; el fuselaje estaba soldado a mano y los cabezales de los remaches no eran visibles en las zonas de mayor resistencia aerodinámica. Era sí un avión veloz, pero no era tan versátil como imaginaban los técnicos, los especialistas y los espías americanos.

A partir de ese día, Belenko tuvo dos vidas. Una en Estados Unidos, el entonces presidente Gerald Ford que estaba a punto de dejar la Casa Blanca —en noviembre sería electo presidente James Carter— le concedió el buscado asilo político. La otra vida de Belenko fue la que le inventaron en la URSS. Lo despellejaron sin piedad, además de juzgarlo en ausencia y condenarlo a muerte. Lo acusaron de traidor, sus razones tenían, y de haber abandonado a su esposa y a su hijo para toda la vida: Belenko estaba divorciado de su primera mujer. También la URSS divulgó falsas historias sobre su vida de desertor: dijeron que había muerto en un accidente automovilístico; que había regresado a Rusia, había sido arrestado y ejecutado; que, en cambio, su regreso a la URSS estaba teñido por el arrepentimiento, decepcionado por cómo era la vida en Estados Unidos y que ahora se alojaba en un centro de reeducación donde intentarían recuperarlo como un buen comunista. Nada era verdad.
Además del asilo, y gracias a una ley del Congreso de Estados Unidos promulgada por Carter el 14 de octubre de 1980, pudo solicitar la ciudadanía americana. La obtuvo y cambió su apellido por el de Schmidt. Antes, y a partir de su llegada a Estados Unidos en 1976, fue interrogado cientos de veces por la CIA que quiso cerciorarse de que no fuese un “topo” ruso; los expertos de la Fuerza Aérea quisieron saber cuáles eran los potenciales de su avión y todo lo que supiera sobre el MIG-31 que ya estaba en desarrollo en la URSS; también lo interrogaron sobre los métodos de entrenamiento de las Tropas de Defensa Aérea y sobre los motivos de su deserción. Belenko transmitió su desengaño, su despecho y su frustración sobre la realidad de los militares soviéticos y de gran parte los habitantes de la URSS. De toda esa información hicieron uso y abuso los organismos de seguridad y la propaganda de Estados Unidos, que el relato es el relato en todas partes.
Después, Belenko se instaló en el Medio Oeste norteamericano, recibió un generoso subsidio del Gobierno de Ford, que Carter mantuvo, y vivió con cierto bienestar durante el resto de su vida. Gustaba contar que la primera vez que fue a un supermercado americano le sorprendió “la cantidad increíble de mercadería que exhibían en las góndolas” y la inexistencia de las largas colas tan comunes en la URSS. También contó, o le adjudican haber contado, una historia de dudosa credibilidad. Dijo que un día compró comida en lata que le pareció exquisita, hasta que le hicieron saber que se había servido de una lata de comida para gatos que a Belenko le pareció “mejor que los productos enlatados para seres humanos que se consiguen en Rusia en la actualidad”. Dar fe de esa historia precisa creer primero en la ignorancia del idioma inglés por parte de un piloto de elite de la URSS. Las dudas hay que saldarlas con la lectura de la autobiografía que Belenko escribió en 1980 junto al autor John Barron, del Reader’s Digest: MIG Pilot: The Final Escape of Lieutenant Belenko (Piloto de MIG: el escape final del teniente Belenko).
Por lo demás, Belenko se instaló en el Medio Oeste norteamericano, se mudó con frecuencia, siempre estuvo alerta ante el temor de ser ejecutado por un agente de alguna célula “dormida” de la KGB; el actual líder de Rusia, Vladimir Putin, sabe de esas cosas que ya se practicaban hace medio siglo. Belenko se ganó la vida como consultor aeronáutico de empresas y de agencias del Gobierno de Estados Unidos. Se casó, con los años se divorció, con una profesora de música de Dakota del Norte, Coral Garaas, con quien tuvo dos hijos, Paul y Tom Schmidt, y cuatro nietos.
Vivió el resto de su vida en una total discreción, tanto, que el 24 de septiembre de 2023, cuando, ya muy enfermo, murió a los setenta y seis años en una residencia de ancianos de la pequeña ciudad de Rosebud, Illinois, sólo lo supieron sus familiares. El resto del mundo se enteró por una necrológica publicada por The New York Times en noviembre de ese año. Su familia no dijo qué mal padecía y tampoco hubo un funeral. Su hijo Paul sí dijo en cambio que esas decisiones familiares fueron un reflejo de la vida que su padre había elegido vivir en Estados Unidos. Paul Schmidt usó una figura de la aviación para definirla: “Mi padre vivió su vida privada tan privada como le fue posible. Voló siempre por debajo del radar”.
Era verdad. Y no lo detectaron.
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