
Poco después de las cuatro cuarenta de la madrugada del 5 de septiembre de 1972, Moshe Weinberg, de treinta y tres años, entrenador del equipo olímpico israelí de lucha libra, supo que iba a morir. En el mejor de los casos, sería herido de gravedad, acaso un milagro salvara su vida. Pero no se hizo demasiadas ilusiones. Habían intentado forzar la puerta de su dormitorio en la Villa Olímpica de Múnich, a una semana de empezados los Juegos que habían sido consagrados como los de la paz y el entendimiento en aquella Alemania que había asolado a Europa tres décadas antes y ahora hacía, o pretendía hacer, borrón y cuenta nueva. Todo iba a terminar veintiuna horas después, en una gran masacre: once atletas israelíes muertos y, con ellos, sus ocho secuestradores.
Cuando escuchó el forcejeo violento contra el picaporte de la puerta de su cuarto, Weinberg la entreabrió y vio a un grupo de hombres armados; llegó a forcejear con algunos de ellos mientras pensaba: “Árabes”, y pegó un alarido de alarma. Nueve deportistas israelíes lograron huir y otros ocho se refugiaron en otros departamentos de la Villa. Uno de los luchadores, Yosef Romano, logró quitarle el arma a uno de los atacantes, pero lo mataron de un balazo. Decidido a defender a sus muchachos, Weinberg intentó apuñalar a otro de los terroristas con un cuchillo de cocina, pero lo balearon también: tiraron a la cabeza y la bala sólo atravesó las dos mejillas del entrenador. Entonces lo obligaron a conducir a los terroristas a los otros departamentos de la delegación israelí.
Con la desesperación de saberse herido, sobrado de adrenalina, tambaleante y con la certeza de su muerte inmediata, Weinberg dijo a los terroristas que lo siguieran al departamento número tres: era el dormitorio de los luchadores y los levantadores de pesas, los más fuertes del equipo olímpico israelí. Notó con angustia que los atacantes pasaban por alto el departamento número dos, como si estuviese apestado: lo estaba, allí vivía el equipo de tiro al que le estaba permitido conservar sus armas y sus municiones. Weinberg pensó entonces que los terroristas tenían información precisa sobre la delegación israelí. La tenían: los investigadores descubrieron luego que uno de los atacantes había trabajado en el equipo de organización de los Juegos.
Con Weinberg herido y encañonado, los atacantes secuestraron a nueve atletas israelíes: los pesistas Ze’ev Friedman y David Berger; Yakov Springer, juez de las pruebas de pesas; los luchadores Eliezer Halfin y Mark Slavin; Yossef Guttfreund, árbitro de las pruebas de lucha libre; Kehat Shorr, entrenador de tiro; Andre Spitzer, entrenador de esgrima y Amitzur Shapira, entrenador de atletismo. Con la certeza de lo inevitable, Weinberg intentó una última resistencia: con un certero puñetazo le dislocó la mandíbula a uno de los terroristas. Fue lo último que hizo: lo asesinaron a balazos.

Después, el grupo copó el edificio de la delegación israelí y se sentaron todos a esperar el resultado de las inevitables negociaciones. A las seis de la mañana presentaron sus demandas: para devolver a los rehenes sanos y salvos exigían la liberación de doscientos treinta y cuatro palestinos presos en cárceles israelíes y, además, que Alemania liberara a Andreas Baader y a Ulrike Meinhoff, fundadores de Facción Ejército Rojo, un grupo guerrillero conocido luego como la “Banda Baader Meinhoff”. Impusieron un plazo de tres horas; si a las nueve no se cumplía con el ultimátum, o al menos con parte de él, asesinarían al primero de los rehenes.
El mundo amaneció aterrado por el asombro. ¿Cómo podía haber pasado algo así? ¿Cómo un grupo terrorista, armado con fusiles y granadas, había invadido el territorio sagrado del olimpismo y además de echar abajo los cimientos forjados por los griegos, que cada cuatro años interrumpían sus guerras para celebrar los juegos de verano, mantenía secuestrado a todo un equipo deportivo israelí?
Los terroristas eran ocho. Vestían todos ropas deportivas y portaban bolsos cargados de armas y explosivos. Poco después de las cuatro y media de la mañana de aquel 5 de septiembre de hace cincuenta y tres años, habían escalado la reja de dos metros que rodeaba la Villa Olímpica. Parecían unos muchachos traviesos de alguna delegación, que había pasado una noche de juerga en la ciudad y regresaba en secreto a sus dormitorios. Eso fue lo que pensaron algunos deportistas de Estados Unidos que, divertidos, los ayudaron a escalar la valla.
Confusiones aparte, había existido una gran falla de seguridad. Los israelíes habían temido y lanzado una alerta; vieron a sus atletas demasiado expuestos, vulnerables y en peligro: la seguridad era un poco laxa. No había hombres armados en el interior de la Villa, los alojamientos de la delegación israelí se alzaban un poco apartados del resto. Lo hizo saber a las autoridades el jefe de la delegación, Shmuel Lalkin, pero lo tranquilizaron: no solo no había peligro, sino que la seguridad de los israelíes sería reforzada. Ese refuerzo nunca llegó; y si llegó, fue inútil.

En el momento de plantear sus exigencias, el grupo se identificó como Septiembre Negro. Nadie los conocía. Eran ocho fedayines palestinos dispuestos a todo, que habían salido al mundo desde los campos de refugiados de Siria, Líbano y Jordania. El jefe del comando era Lutif Afif, que se hacía llamar “Issa”, que significa Jesús en árabe. Afif tenía tres hermanos también miembros de Septiembre Negro: dos estaban presos en Israel. Lo acompañaban Yusuf Nazzal, Ahmed Hamid, Khalid Jawad, Ahmed Chic Thaa, Mohammed Safady, Adnan Al Gashey y su sobrino, Jamal Al Gashey. El nombre de la banda encerraba otra historia de sangre y terror. Septiembre Negro era una banda terrorista palestina que había sido fundada en 1970, apenas dos años antes de los Juegos Olímpicos de Múnich, que mantenía conexiones directas y profundas con la OLP (Organización para la Liberación de Palestina) que dirigía entonces Yasser Arafat. También mantenía vínculos con Fatah, conocida como Al Fatah, otra organización política y militar palestina.
El nombre, Septiembre Negro, también era flamante y también de 1970. El 6 de septiembre de ese año, el rey Hussein I de Jordania había impuesto la Ley Marcial en su país a raíz de un intento de los fedayines de derrocarlo. Miles de palestinos fueron asesinados entonces como represalia, otros miles fueron expulsados del reino. El grupo terrorista nació como una célula de Fatah que buscaba vengarse de Hussein y de sus fuerzas armadas. Los historiadores afirman que Septiembre Negro no era una organización terrorista en sí misma, sino una unidad auxiliar de la resistencia palestina. Pero sus miembros siempre negaron tener lazos con Fatah o con la OLP.
Sin embargo, en 1972, Abu Daoud, un alias de Mohammed Daoud Oudeh, cerebro del ataque a los Juegos de Múnich, dijo que Septiembre Negro no existía como tal: “Es Fatah la que actúa con ese nombre para no aparecer como ejecutora directa de sus atentados”. Tanto fue Daoud el ideólogo del ataque de Múnich que, según varias versiones, llegó a estar junto a los ocho terroristas que treparon la verja de la Villa, pero él no la trepó y huyó en medio de la noche.
Ya fuese un apéndice de Fatah, de la OLP, o que actuara por propia voluntad, Septiembre Negro se movió con total autonomía hasta su disolución en 1988. Una historia pinta el mundo árabe de entonces, sepultada ya para siempre la utopía del panarabismo esgrimida en los años ’50 por el líder egipcio Gammal Abdel Nasser. En julio de 1971, las fuerzas del rey Hussein capturaron en el norte de Jordania a Abu Alí Iyad, comandante de Fatah. Lo torturaron hasta lo indecible con la activa participación en la sala de torturas del ministro del Interior del reino, Wasfi el-Tell que, además, fue quien ejecutó a Iyad el 23 de julio de 1971. Cuatro meses después, en el gran vestíbulo del Sheraton Hotel de El Cairo, donde se celebraba una cumbre de la Liga Árabe, Wasfi el-Tell fue asesinado por Septiembre Negro. Antes de huir, uno de sus asesinos, un soldado que había sido de Abu Iyad, llamado Munshir al-Khalifa, se arrodilló junto al cuerpo caído de el-Tell y lamió la sangre de su víctima caída sobre el piso marmolado del hotel.

En manos de ese fanatismo estaban ahora los atletas israelíes de Múnich, indefensos y a merced de los terroristas, que extendieron hasta el mediodía el plazo de las nueve de la mañana que ellos mismos habían fijado para matar al primero de los rehenes. Las negociaciones eran intensas, extensas y agotadoras: los alemanes debían enterar al Gobierno israelí del secuestro y de las pretensiones árabes; había que esperar que el Gobierno de Israel decretara la libertad de los doscientos treinta y cuatro palestinos, si así lo decidía, y que un largo proceso judicial hiciera efectiva esas libertades. Pero a las once y cuarto de la mañana de ese martes 5, Tel Aviv dijo que no habría trato alguno con los secuestradores.
La negociación entonces quedó en manos de alemanes y árabes. Se hizo cargo el jefe de la policía de Múnich, Manfred Schreiber, seguido por el ministro del Interior, Hans-Dietrich Genscher y por el intendente de la Villa Olímpica, Walther Tröger. En Berlín, la crisis había pegado en el gobierno ya debilitado del canciller Willy Brandt, que había sido alcalde de la ciudad cuando los rusos levantaron el Muro en 1961. Cada paso de los secuestradores, que se exhibieron en los balcones de los departamentos de los israelíes, y de los negociadores era registrado, contado, filmado y grabado por la prensa que tenía acceso libre a la Villa, en especial por la prensa alemana que usaba las residencias de los atletas locales como miradores privilegiados del drama.
Schreiber dijo a los secuestradores que Israel no iba a negociar con ellos, pero que Berlín había liberado a Baader y a Meinhoff. No era verdad. Doce horas después de que estallara el drama, cerca de las cuatro de la tarde, el Comité Olímpico Internacional decidió suspender los Juegos por tiempo indefinido. Los terroristas habían ganado ya gran parte de la batalla: el mundo entero sabía ahora que existía una “causa palestina” y el nombre Septiembre Negro se había hecho famoso.
Aquel mundo era diferente al de hoy; el terrorismo también era diferente y el terrorismo islámico estaba en pañales. Alemania no disponía de una brigada antiterrorista, que fue creada después de Múnich, y además, desde el final de la Segunda Guerra, el ejército no podía actuar bajo ningún concepto en tiempos de paz. La policía entonces, tal vez asesorada en secreto por la inteligencia militar, intentó, o esbozó, un operativo rescate que fue adelantado por televisión y fracasó antes de empezar. Entonces sucedieron dos hechos que lo cambiaron todo, hacia el desastre, pero lo cambiaron todo.

Primero, los atacantes dejaron de lado su plan inicial y exigieron ser llevados en avión a Egipto, junto con los rehenes. Uno de los guerrilleros palestinos que logró sobrevivir a la catástrofe inminente, Jamal Al Gashey, revelaría luego que el plan era viajar a un país árabe que tuviese buenas relaciones con Occidente y seguir allí las negociaciones para la liberación de los presos palestinos en Israel; luego llegaría la libertad de los rehenes de Septiembre Negro. Lo segundo que sucedió fue que ese cambio de planes dio a los alemanes la certeza de que podían poner fin al secuestro y liberar a los rehenes. Pero no era una certeza, era una esperanza.
Los negociadores alemanes fingieron aceptar las condiciones de los terroristas, les sugirieron, y tuvieron éxito, que la base aérea Fürstenfeldbruck tenía mejor posibilidades que el Aeropuerto Internacional de Múnich para operar semejante delicada y riesgosa empresa. También les dijeron que en la cabecera de la pista principal del aeropuerto de la base Fürstenfeldbruck ya los esperaba un Boeing 727 para llevarlos a El Cairo. Era verdad, pero en parte. En el interior del avión, en lugar de los pilotos y del personal de cabina, habían abordado el Boeing seis policías disfrazados y armados. Los alemanes también aseguraron a los terroristas que dos helicópteros militares UH.1H serían los encargados de llevar a la base aérea a todos, captores y rehenes, y que un tercer helicóptero seguiría a los dos primeros con los negociadores a bordo.
El verdadero plan consistía en convencer a los dos jefes terroristas, “Issa” y “Tony”, (Lutif Afif y Yusuf Mazzal) que inspeccionaran el avión “salvador”. Una vez a bordo, serían apresados por los policías disfrazados, mientras los francotiradores policiales disparaban y mataban al resto de los secuestradores al pie de los helicópteros recién aterrizados. Por alguna razón, los estrategas pensaron que el plan iba a funcionar y que los rehenes saldrían ilesos. También dieron por hecho que los guerrilleros palestinos iban a creer cada promesa que les habían hecho.
Todo fue un desastre. Los terroristas siempre desconfiaron de los negociadores alemanes, sabían que iban a estar siempre en la mira de los francotiradores, tanto fue así que hasta se negaron a caminar sin protección los trescientos metros que separaban los dormitorios de los atletas israelíes en la Villa, de los helicópteros que los llevarían a la base aérea Fürstenfeldbruck. El último acto del drama estuvo a cargo de la sorpresa: de un modo inexplicable, los francotiradores apostados en el aeropuerto creían que los terroristas eran cuatro, cuando eran ocho y, segundo, los policías disfrazados de tripulantes del Boeing 727 abandonaron la misión y dejaron el avión vacío.
Cuando los dos helicópteros aterrizaron en Fürstenfeldbruck, los palestinos tomaron dos nuevos rehenes: los dos pilotos que los habían llevado hasta allí. Rompieron así uno de los puntos del acuerdo que habían alcanzado con las autoridades que especificaba que no debían tomar rehenes alemanes. “Issa” y “Tony” subieron al Boeing 727, lo hallaron vacío y supieron que los habían engañado: nadie iba a llevarlos nunca a ninguna parte. Bajaron y corrieron de regreso al punto de aterrizaje de los dos helicópteros militares; en plena carrera, “Tony” fue herido en el muslo por un francotirador y el resto de los policías alemanes abrió fuego que fue contestado de inmediato por los guerrilleros de Septiembre Negro. Estalló entonces una batalla en la que los rehenes llevaban todas las de perder: atados, inmovilizados, en medio de un fuego cruzado, quedaron expuestos, indefensos y con su destino sellado. Luego del desastre, los investigadores revelaron un dato tremendo: hallaron que muchas de las cuerdas que ataban a los israelíes habían sido mordidas por las víctimas en un intento desesperado por liberarse.

Uno de los terroristas, posiblemente “Issa”, el jefe del grupo, ametralló entonces a los rehenes del helicóptero estacionado en el sector Este de la base; también arrojó una granada que incendió y destruyó la aeronave. Luego, cayó acribillado sobre el césped, al costado de la pista. Para entonces, otros miembros de Septiembre Negro, entre ellos Khalil Jawad, habían caído ya víctimas de los tiradores alemanes.
Lo que sucedió con el segundo de los helicópteros y con el resto de los rehenes fue confuso y controversial. El posterior informe del fiscal de Baviera reveló que fue el terrorista Adnan Al Gashey el que ametralló a sus rehenes; allí cayeron también el resto de los miembros de Septiembre Negro con excepción de quienes intentaron huir y fueron capturados: Jamal Al Gashey con un balazo en la muñeca, Mohammed Sadafy con una herida leve en una pierna y el segundo jefe del grupo, Yusuf Nazzal, “Tony”, apresado cuarenta minutos después de la batalla en un estacionamiento de la base. Sin embargo, la policía alemana admitió que era muy posible que algunos de los rehenes hubiesen muerto por los disparos de quienes intentaban salvarlos.
A la una y media de la mañana del 6 de septiembre, el saldo del operativo de rescate era el de los once atletas israelíes muertos, al igual que cinco de los ocho secuestradores y un policía alemán. Tres terroristas habían sido detenidos.
El 7 de septiembre el equipo olímpico israelí dejó los Juegos que siguieron adelante. La bandera olímpica se izó a media asta junto con las banderas de todas las naciones, excepto las de los países árabes que exigieron que sus banderas permanecieran izadas a pleno porque lo contrario, afirmaron, sería una claudicación frente a Israel. La delegación de Egipto también dejó los Juegos por temor a represalias por haber sido elegido por los secuestradores como “país amigo”. Mark Spitz, el gran nadador estadounidense de ascendencia judía, el primero en ganar siete medallas de oro en un solo Juego, fue llevado a Londres con todo el oro de sus triunfos, custodiado por guardias alemanes.

Los cinco terroristas muertos fueron enviados a Libia, bajo el gobierno de Muhamar Khadafi; los recibieron como héroes y los enterraron con honores militares. El 29 de octubre, un avión de la línea aérea alemana Lufthansa fue secuestrado por terroristas árabes que exigieron la libertad de los tres miembros de Septiembre Negro que habían sido detenidos por la masacre de Múnich: Alemania los liberó de inmediato. Los once atletas israelíes asesinados fueron enterrados en sus ciudades, pero antes, los lloraron en el Aeropuerto Ben Gurión, donde los ataúdes fueron colocados en fila, cubiertos todos por la bandera israelí.
Los Juegos Olímpicos de Múnich, marcados por la violencia y la sangre, también hicieron historia por otros motivos: fueron los primeros en recibir un mayor aporte de mujeres deportistas; intensificaron los controles antidoping que habían debutado en los Juegos de Tokio de 1964; fueron los primeros en adoptar una mascota como emblema, “Waldi”, un perrito dachsund; los campos, las pistas y las piletas vieron batallas épicas como la que le dio el oro al equipo de básquet de Estados Unidos sobre el de la URSS por apenas un punto; el héroe fue Spitz, entonces coronado como el nadador más veloz de la historia y el primero en llevarse siete medallas de oro. Pero Septiembre Negro lo había enlutado todo para siempre.
Por decisión del Gobierno de Golda Meir y de su Comité de Defensa, Israel decidió “matar donde quiera que se encuentren” a los once miembros de Septiembre Negro y del Frente para la Liberación de Palestina que habían planificado, organizado y apoyado la matanza de sus atletas en Múnich. El plan se conoció como “Operación Cólera de Dios”. Tardó siete años en cumplirse y esas muertes dieron origen a más actos terroristas, a más venganzas y a más asesinatos.
El único que evitó la muerte a manos de sus enemigos israelíes fue la cabeza organizadora del ataque. Mohammed Daoud Oudeh, alias “Abu Daoud”, aquel que estuvo a punto de trepar la reja de la Villa Olímpica junto a los otros ocho terroristas, pero que no lo hizo y huyó en la oscuridad. Murió el 3 de julio de 2010 a los setenta y dos años en el hospital Al-Ándalus de Damasco, Siria. Sufría una insuficiencia renal.
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