
“Yo tengo un sueño: que un día esta nación se elevará y vivirá el verdadero significado de su credo: ‘Creemos que estas verdades son evidentes: que todos los hombres son creados iguales’“. La voz de Martin Luther King Jr. temblaba en el aire cálido de aquel 28 de agosto de 1963, mientras una multitud lo escuchaba en silencio frente al Monumento a Lincoln, en Washington D.C. No estaba solo: cargaba la historia de los oprimidos, de los que habían sido silenciados, marginados y humillados desde hacía siglos.
Su encendido discurso fue el cierre de la Marcha sobre Washington por el trabajo y la libertad, una movilización histórica que reclamaba el fin de la segregación racial, igualdad de oportunidades y justicia social. King, que fue invitado como uno de los últimos oradores, dejó de lado el texto que había preparado para entregarse por completo a algo más poderoso: la voz de su pueblo y la fuerza de su fe.
Ante más de 250 mil personas, pronunció el mensaje que aún sigue presente: "I have a dream…”. Lo repitió una y otra vez, como un salmo, como un rezo... Lo que soñaba era un país sin racismo, sin violencia, sin odio. Soñaba con un mañana en el que sus hijos fueran valorados por lo que son y no juzgados por el color de su piel.
Esos poco más de diecisiete minutos se convirtieron en un momento definitorio no solo en el movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos, sino también en la historia del siglo XX. Los expertos en retórica lo consideran como el mejor discurso estadounidense del milenio.

28 de agosto de 1963, el día que cambió el siglo
El camino hacia ese día comenzó mucho antes, en los años 50, cuando la lucha por los derechos civiles comenzó a tomar fuerza en todo Estados Unidos. Uno de los puntos de inflexión llegó en 1955, cuando Rosa Parks, una costurera afroamericana de Montgomery, Alabama, se negó a ceder su asiento en un colectivo a un pasajero blanco. Fue arrestada por eso, y desató un boicot masivo al sistema de transporte que se prolongó por más de un año y marcó el inicio de una nueva etapa en la resistencia afroamericana.
Esa resistencia era reprimida con violencia policial, acompañada con discriminación laboral y la exclusión sistemática del sistema democrático que padecían habían alcanzado un punto de quiebre. En ese clima, Asa Philip Randolph, líder sindical y referente histórico del activismo negro, retomó una idea que había intentado concretar en 1941: una gran marcha nacional para exigir justicia. Esta vez volvía con la idea, junto a líderes como los activistas de los derechos civiles Bayard Rustin, Roy Wilkins y Martin Luther King Jr., entre otros. Juntos a ellos logró que ese llamado tuviera eco en todo el país y bajo un lema claro y contundente: empleo, justicia y paz.
Aunque entonces, King no era el rostro oficial del movimiento afro, sí era su voz más potente. Ya había encabezado el boicot de las empresas de transporte en Montgomery luego del caso de Parks, liderando protestas en el sur y resistiendo desde la no violencia.

Aquel 28 de agosto, más de 250 mil personas —algunas estimaciones dicen que fueron más de 300 mil— colmaron Washington. Llegaron prácticamente en caravanas: trenes especiales, vuelos chárter, miles de micros y autos particulares desde todos los rincones del país y no todos los manifestantes eran afroamericanos. También marcharon en apoyo ciudadanos blancos, latinos, judíos, sindicalistas, religiosos y estudiantes. La ciudad amaneció abarrotada, no de caos, sino de esperanza.
La marcha, que debía comenzar en el Monumento a Washington, se retrasó porque sus organizadores estaban reunidos con miembros del Congreso. Pero la multitud no esperó. No tuvo más tiempo e inició el recorrido hacia el Monumento a Lincoln. También hubo música: Bob Dylan cantó Solo un peón en su juego, en memoria del activista asesinado Medgar Evers, y más tarde se unió a Joan Báez para cantar Cuando llegue el barco. Entre los asistentes estaban las figuras del cine como los actores Sidney Poitier, Marlon Brando, Paul Newman, Charlton Heston, James Garner y la actriz Rita Moreno. También los cantantes Harry Belafonte y Sammy Davis Jr.
Aunque se temió —desde antes del inicio— que hubiera disturbios, todo se desarrolló en calma. No se registró un solo hecho de violencia. Por el contrario y, pese a la multitud, fue un evento pacifico y ordenado.
Y al final, llegó él. Con el Monumento a Lincoln a sus espaldas, Martin Luther King Jr. subió al estrado. Comenzó leyendo el texto que había preparado, quizás ansioso por lo que significaba. Tras 12 minutos, dejó de lado las hojas con el discurso y se dejó fluir, ante la ovación de las miles de personas a las que les habló desde el corazón.

Martin Luther King Jr. y una vida al servicio de la justicia
En 1963, Martin tenía solo 34 años. Pero su voz ya concentraba décadas de lucha, siglos de opresión y una esperanza milenaria. Hijo del pastor bautista de Atlanta, Martin Luther King Sr,. creció en el seno de una familia profundamente religiosa, comprometida con la fe, la educación y el servicio comunitario. Desde muy joven, la palabra fue su herramienta más poderosa. A los 26 años, ya era pastor en Montgomery, Alabama. Fue allí donde comenzó a forjarse su figura pública, liderando el conocido “boicot a los autobuses” tras la detención de Rosa Parks.
A diferencia de otros líderes de su tiempo, Martin Jr. eligió la no violencia como principio ético y táctica política. Inspirado en las enseñanzas de Jesús, del cristianismo social que aprendió en casa y de la filosofía de Mahatma Gandhi, que había estudiado a fondo durante su formación académica, creía que la transformación real no se lograba humillando al adversario, sino despertando su conciencia. “La no violencia no es pasividad cobarde. Es una forma poderosa de confrontación moral que busca la justicia. El objetivo es la redención y la reconciliación, no la derrota del adversario”, decía.
A lo largo de su vida fue arrestado más de 30 veces, y nunca se resistió. Su casa fue atacada con bombas, recibió amenazas constantes, y fue espiado por el FBI, pero nunca dejó que el odio lo definiera. Como diría él mismo, “la oscuridad no puede expulsar a la oscuridad: solo la luz puede hacerlo”. Su activismo incomodaba tanto al poder conservador como a los sectores más radicales de poder. Sin embargo, su figura creció, hasta convertirse en el rostro más reconocido del movimiento por los derechos civiles.

En 1964, un año después del discurso en Washington, recibió el Premio Nobel de la Paz. Tenía 35 años. Lo recibió en nombre de todos los que luchaban sin armas, sin odio, con dignidad. Y siguió marchando.
En sus últimos años, su lucha se amplió. Habló contra la guerra de Vietnam, denunció la pobreza y propuso una nueva “campaña de los pobres” que uniera a trabajadores blancos y negros en una causa común. Su visión ya no era solo racial, era económica, política y espiritual. Estaba convencido de que el verdadero cambio debía tocar todas las estructuras de injusticia.
El 3 de abril de 1968, Martin Luther King Jr. pronunció en Memphis su último y más profético discurso: “He estado en la cima de la montaña”, dijo y contó que había visto la tierra prometida, aunque quizá él no llegaría hasta ella. Al día siguiente, el 4 de abril a las 18:01, fue asesinado en el balcón del Lorraine Motel por un segregacionista blanco. Tenía solo 39 años y estaba allí para apoyar la huelga de los trabajadores sanitarios. Sus últimas palabras fueron un pedido al músico Ben Branch: “Toca ‘Precious Lord, Take My Hand’ esta noche. Tócala de la manera más hermosa”. Su muerte desató una ola de protestas y represiones en más de 125 ciudades, con decenas de víctimas. El presidente Lyndon B. Johnson decretó un día de luto nacional mientras más de 300 mil personas asistieron a su funeral.
Su asesinato fue una herida abierta, pero su lucha continuó. Las leyes que hoy garantizan los derechos civiles y el derecho al voto en Estados Unidos —la Civil Rights Act de 1964 y la Voting Rights Act de 1965— son consecuencia directa de su liderazgo y de la resistencia de millones de activistas. Pero, más allá de lo legal, Martin Luther King Jr. logró lo que más anhelaba dejar: una conciencia despierta, una ética pública, un llamado a la justicia que sigue resonando como el eco de su poderosa voz.
El final del emotivo discurso
No olvido que muchos de ustedes están aquí tras pasar por grandes pruebas y tribulaciones. Algunos de ustedes acaban de salir de celdas angostas. Algunos de ustedes llegaron desde zonas donde su búsqueda de libertad los ha dejado golpeados por las tormentas de la persecución y sacudidos por los vientos de la brutalidad policial. Ustedes son los veteranos del sufrimiento creativo. Continúen su trabajo con la fe de que el sufrimiento sin recompensa asegura la redención. Vuelvan a Mississippi, vuelvan a Alabama, regresen a Georgia, a Louisiana, a las zonas pobres y guetos de las ciudades norteñas, con la sabiduría de que, de alguna forma, esta situación puede ser y será cambiada. No nos deleitemos en el valle de la desesperación. Les digo a ustedes hoy, mis amigos, que pese a todas las dificultades y frustraciones del momento, yo todavía tengo un sueño. Es un sueño arraigado profundamente en el sueño americano.
Yo tengo un sueño de que un día esta nación se elevará y vivirá el verdadero significado de su credo: “Creemos que estas verdades son evidentes: que todos los hombres son creados iguales”.
Yo tengo el sueño de que un día en las coloradas colinas de Georgia los hijos de los ex esclavos y los hijos de los ex propietarios de esclavos serán capaces de sentarse juntos en la mesa de la hermandad.
Yo tengo el sueño de que un día incluso el estado de Mississippi, un estado desierto, sofocado por el calor de la injusticia y la opresión, será transformado en un oasis de libertad y justicia.
Yo tengo el sueño de que mis cuatro hijos pequeños vivirán un día en una nación donde no serán juzgados por el color de su piel sino por el contenido de su carácter. ¡Yo tengo un sueño hoy!
Yo tengo el sueño de que un día, allá en Alabama, con sus racistas despiadados, con un gobernador cuyos labios gotean con las palabras de la interposición y la anulación; un día allí mismo en Alabama, pequeños niños negros y pequeñas niñas negras serán capaces de unir sus manos con pequeños niños blancos y niñas blancas como hermanos y hermanas. ¡Yo tengo un sueño hoy!
Yo tengo el sueño de que un día cada valle será exaltado, cada colina y montaña será bajada, los sitios escarpados serán aplanados y los sitios sinuosos serán enderezados, y que la gloria del Señor será revelada y toda la carne la verá al unísono. Esta es nuestra esperanza. Esta es la fe con la que regresaré al sur. Con esta fe seremos capaces de esculpir en la montaña de la desesperación una piedra de esperanza. Con esta fe seremos capaces de transformar las discordancias de nuestra nación en una hermosa sinfonía de hermandad. Con esta fe seremos capaces de trabajar juntos, de rezar juntos, de luchar juntos, de ir a prisión juntos, de luchar por nuestra libertad juntos, con la certeza de que un día seremos libres.
Este será el día, este será el día en que todos los niños de Dios serán capaces de cantar con un nuevo significado: “Mi país, dulce tierra de libertad, sobre ti canto. Tierra donde mis padres murieron, tierra del orgullo del peregrino, desde cada ladera, dejen resonar la libertad”. Y si Estados Unidos va a convertirse en una gran nación, esto debe convertirse en realidad. Entonces dejen resonar la libertad desde las prodigiosas cumbres de Nueva Hampshire. Dejen resonar la libertad desde las grandes montañas de Nueva York. Dejen resonar la libertad desde los Alleghenies de Pennsylvania. Dejen resonar la libertad desde los picos nevados de Colorado. Dejen resonar la libertad desde los curvados picos de California. Dejen resonar la libertad desde las montañas de piedra de Georgia. ¡Dejen resonar la libertad de la montaña Lookout de Tennessee. Dejen resonar la libertad desde cada colina y cada montaña de Mississippi, desde cada ladera, dejen resonar la libertad! Y cuando esto ocurra, cuando dejemos resonar la libertad, cuando la dejemos resonar desde cada pueblo y cada caserío, desde cada estado y cada ciudad, seremos capaces de apresurar la llegada de ese día en que todos los hijos de Dios, hombres negros y hombres blancos, judíos y cristianos, protestantes y católicos, serán capaces de unir sus manos y cantar las palabras de un viejo espiritual negro: “¡Por fin somos libres! ¡Por fin somos libres! Gracias a Dios todopoderoso, ¡por fin somos libres!“.
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