
Durante el nazismo, una pequeña familia desafió las leyes de la genética y, sin quererlo, se convirtió en símbolo del delirio de los seguidores de Adolf Hitler. Los Ovitz, un clan de artistas judíos, enanos, escapó de la muerte segura en Auschwitz gracias a la obsesión de Josef Mengele. Sus vidas, marcadas por la estatura mínima y la voluntad colosal, cruzaron el infierno de la Segunda Guerra Mundial con los ojos bien abiertos, atestiguando tanto la maldad como el absurdo del destino.
En el pequeño pueblo de Rozavlea, enclavado en las montañas de Transilvania, los Ovitz levantaron su imperio doméstico a base de risas, música y resistencia. Eran siete hermanos, todos con enanismo, nacidos de la unión de Shimson Eizik Ovitz —también de corta estatura— y dos mujeres, ambas bíblicamente fértiles. “Nuestro hogar sonaba al ritmo de canciones y carcajadas”, evocaría Perla Ovitz años después, uno de los pilares del grupo musical más excéntrico (y exitoso) de la región. Junto a padres y familiares de estatura normal, completaban un círculo donde las diferencias físicas se diluían en la dinámica inevitable del circo familiar.
El circo de los Ovitz
La compañía “Lilliput Troupe” —un guiño involuntario a la ironía de la literatura universal— arrastró su espectáculo de pueblo en pueblo durante la década de 1930. Tocaban piezas folclóricas, imitaban melodías populares, mezclaban acentos y trajes de varias nacionalidades. El público los seguía con una mezcla de fascinación, burla y afecto, incapaces algunos de discernir si lo que presenciaban era talento genuino o simple curiosidad morbosa.

“Durante años fuimos famosos. Pero con la guerra nuestra fama se volvió peligrosa”, recuerda uno de los hermanos en un testimonio posterior al conflicto bélico. No tardó el ambiente enrarecido de la Europa de los años 40 en volverse letal para los judíos. Para los Ovitz, la música se fue apagando con cada decreto, cada prohibición y cada lista negra.
La llegada de los nazis
Las botas de los soldados alemanes resonaron finalmente en Rozavlea. Los Ovitz —“los judíos enanos”, como los apodaban en el pueblo— figuran enteros en la nómina de los deportados. Habían intentado esconderse. Algunos miembros de la familia buscaron refugio en el bosque. Otros, confiando en la leyenda de ser inofensivos, apostaron por quedarse. Aquel cálculo ingenuo fracasó. Los Ovitz, junto a dos familiares de estatura normal y otros allegados, fueron arrastrados en mayo de 1944 hasta los vagones de la muerte, con destino a Auschwitz.
La llegada al campo distinguió pronto a los Ovitz del resto. Entre miles de prisioneros demacrados y acobardados, la pequeña familia no pasó inadvertida. Los soldados, primero, los médicos después, intercambiaron exclamaciones sorprendidos y murmullos de incredulidad. El rumor llegó, como una corriente eléctrica, hasta Josef Mengele, el brutal medico nazi.
Los Ovitz conocen a Mengele
Mengele irrumpió en la barraca donde recluyeron al clan. “¿Es esto posible? ¿Todos ustedes son hermanos enanos, pero tienen padres y primos normales? ¡Esto es extraordinario!”, exclamó el médico con la emoción desbordada de un coleccionista ante una especie jamás catalogada. “Ustedes son oro puro para la ciencia alemana”, sentenció. Mientras otros recién llegados eran enviados sin más vuelta a la cámara de gas, los Ovitz entraron, sin planearlo, en la pequeña galería de especímenes “valiosos” de Auschwitz.

La familia Ovitz pasó de ser simple espectáculo ambulante a convertirse en propiedad científica de Mengele. El médico, obsesionado con las leyes de la herencia, los sometió a una batería de experimentos. Les extrajo sangre, estudió su cabello, sus huesos, su dentadura, midió sus cuerpos con reglas y calibradores, utilizó rayos X, agua hirviendo en las orejas e inyecciones dolorosas. Documentaba cada reacción, obsesionado con encontrar algún patrón que revelara los misterios del enanismo.
—Tienen que ser valientes —decía Mengele, con tono de falsa promesa—. Mientras yo los estudie, nadie los tocará.
—¿Y después? —preguntaba Avram Ovitz, con la voz quebrada.
—Después, lo sabremos, Avram. Pero hasta entonces, son mis huéspedes.
“Huéspedes” de Auschwitz
El sarcasmo de la palabra “huéspedes” no escapaba a ninguno. Sabían que su supervivencia dependía de la curiosidad morbosa y de la paciencia de un hombre inestable. El laboratorio de Mengele era una mezcla de hospital y cámara de tortura. Los Ovitz recibían doble ración de comida y atención “especial”. Otras veces, los experimentos eran tan dolorosos que desearon sinceramente mezclarse entre los anónimos prisioneros que perecían en la rutina del campo.
Perla Ovitz relató en una entrevista muchos años más tarde: “Nos preguntaban por nuestros padres, por nuestros huesos y por nuestro amor. Sentíamos que no éramos personas, sino acertijos”.

La relación con Mengele tenía momentos de teatralidad macabra. El médico solía organizar visitas para sus colegas y para oficiales del campo, luciendo a la familia como trofeos vivientes. “Miren este milagro de la genética”, decía, recorriendo con el dedo los rostros alineados, saboreando la incomodidad de los invitados.
La inusitada protección de Mengele no impedía el terror cotidiano. Los Ovitz escuchaban a diario los gritos, veían el humo de las chimeneas y sabían que vidas enteras podían extinguirse con la simple orden de un superior. La camaradería, dentro del microcosmos Ovitz, era su único abrigo. Se turnaban para cuidar a los más débiles, compartían sus porciones. Tejían pequeñas rutinas para evitar que el horror los devorara.
En una ocasión memorable, Sarah Ovitz —de once años, la más pequeña del clan— se desmayó durante un experimento. Mengele la miró, impasible.
—Vuelva mañana, pequeña. Hoy su cuerpo no es útil.
Los hermanos la cargaron hasta el camastro, envuelta en una manta que olía a humedad y miedo. Esa noche, la familia entera hizo guardia.
Los Ovitz, sobrevivientes
Los Ovitz sobrevivieron a las infames jornadas de selección, a diferencia de miles de otros judíos llegados en los mismos trenes. Había una razón oscura y científica detrás de ese “favor”. Mengele no permitía que se les acercara ningún otro médico. Cuando rumores de enfermedad colectiva recorrieron el campo, el médico ordenó traslados inmediatos a su barraca privada. El nazi buscaba evitar que el destino de las cámaras de gas alcanzara a los Ovitz.

El encierro y los experimentos duraron meses. Los hermanos se convirtieron en sujetos de estudio exclusivos, pero también en una fuente inagotable de historias para otros prisioneros. Muchos acudían a los Ovitz porque, en medio de la barbarie, la pequeña familia mantenía viva una chispa de humor, solidaridad y belleza.
Uno de los relatos más extraordinarios tiene que ver con la supervivencia de toda la familia. En Auschwitz no existían los milagros, pero el hecho de que, tras la liberación, sobrevivieran los siete hermanos enanos, sus dos familiares de estatura normal y los allegados —doce personas en total—, desafió las mismas leyes del infierno.
Salir de Auschwitz
Los soviéticos que avanzaban hacia Berlín liberaron el campo en enero de 1945. La vida de la familia volvió a cambiar por completo. Volver a Rozavle no fue fácil. La casa familiar había sido saqueada y la fama intempestiva de los Ovitz se convirtió en un arma de doble filo. Muchos los veían como sobrevivientes milagrosos; otros, como protagonistas de una farsa grotesca.

—¿Cómo es que ustedes se salvaron, cuando otros niños murieron? —preguntaba una mujer del pueblo, sin disimular la incredulidad.
—Porque hubo quien enloqueció por nosotros —respondía Perla, con una sonrisa cansada.
Las siguientes décadas encontraron a los Ovitz intentando reconstruir su identidad. Retomaron la música tímidamente, reanudaron giras por Europa y Oriente Medio, aunque nunca consiguieron borrar la sombra del laboratorio de Mengele. “El escenario era distinto, pero el horror bailaba con nosotros”, confesó Avram. Israel los acogió con una mezcla de admiración y compasión. En fiestas, hospitales y escuelas, la historia de los Ovitz se repetía como leyenda urbana, ejemplo ambiguo de fortaleza y supervivencia.
Los miembros de la familia lograron salvar algunos objetos tras dejar atrás Auschwitz. Una pequeña flauta de plata, unas fotografías desteñidas y una agenda minúscula llena de letras torcidas, que funcionan como talismanes contra el olvido. “Todo lo que queríamos era seguir haciendo reír, aunque el mundo se empeñara en llorar”, dejó escrito Rozika Ovitz.
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