
“Agonizaba la dictadura de Lanusse y yo estaba preso en la cárcel de Villa Devoto. Ya habían tenido lugar las elecciones y faltaba poco para que asumiera Cámpora. Dormíamos. Eran las tres de la mañana cuando un guardiacárcel me despertó. En una piecita con un sofá desvencijado esperaba Paco Urondo, restregándose los ojos. También a él acababan de despertarlo. “Oiga”, dijo Paco al yuga que acababa de llegar conmigo: “¿Qué pasa?”. El sujeto se rascó la cabeza. “No sé, don”, confesó. “Uno alto”. Irrumpió un oficial con unos papelitos. “¿Ustedes son amigos de este Cortázar?”. Nos miramos con Paco. “Sí”. “Bueno, firmen la autorización de visita”.
***
Julio Cortázar nació el 26 de agosto de 1914. Desde que Cortázar se convirtió en Cortázar se han escrito —y se seguirán escribiendo— infinitas líneas sobre el cronopio favorito de todos —o de muchos—; sobre su casa —aquella que estaba tomada y también aquella donde pasó los últimos años en Buenos Aires, antes de exiliarse en París, ubicada en la calle Artigas del barrio Rawson (Agronomía) llamado, también, “barrio Cortázar”—; sobre los bares en su honor —como Rayuela, aledaño a esa casa de calle Artigas, o el Café Cortázar, en Palermo—; sobre los universos maravillosos a los que conduce su prolífica y prodigiosa obra.
Si este texto fuese a sumar más líneas sobre alguna de esas aristas, inagotables, por las que se puede recordar o intentar abarcar un fragmento de Cortázar, quizás podría empezar con unas instrucciones para subir una escalera, para llorar o dar cuerda a un reloj. O hablar de los extraños comportamientos de los cronopios y las famas. Sin embargo, en el día de su cumpleaños, esta historia busca otro recuerdo, otro homenaje: mostrar a Cortázar como amigo. Y como argentino. Mostrar eso que Pedro Cazes Camarero —periodista, escritor, docente, investigador, ex militante político del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y de su brazo armado, Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP)— recuerda que al escritor le encantaba generar en los demás: asombro.
—Él no tenía mucha conciencia de la sensación de estupor que producían muchas de sus actitudes. ¡Te salía con cosas más raras!
Esta historia circulaba en ámbitos de derechos humanos como leyenda, hasta que uno de sus protagonistas, el mismo Cazes Camarero, la volvió a narrar en el año 2010 —lo había hecho por primera vez en el regreso democrático de 1983, poco después de ser liberado luego de una década de encarcelamiento, en la revista Crisis, publicación que dirigió por un tiempo, en esos días—. Y a 111 años del nacimiento de Cortázar, en diálogo con Infobae volvió a recordarla junto a otros momentos con el máximo cronopio argentino.
Entonces, este texto sí hablará de los comportamientos curiosos de un cronopio, después de todo. O tal vez podría comenzar con unas instrucciones que él no escribió —al menos no publicó—: instrucciones para visitar a amigos entrañables que están en prisión, a las tres de la mañana, durante una dictadura.
***

—“¿Conoce a un sujeto llamado Cortázar?”.
Cuando a Pedro Cazes Camarero lo sacaron de su celda en la cárcel de Devoto, en la mitad de la noche, no entendía nada. Era 1973, quizás abril, no lo recuerda con exactitud, lo que sí recuerda es que faltaba muy poco para que los presos políticos salieran en libertad con la amnistía de Cámpora, el 25 de mayo de ese mismo año. Faltaban días. Y se notaba: “[Los guardias] ya te empezaban a tratar de usted, con respeto, ¿viste?”.
Menos entendió cuando el policía le preguntó por el escritor.
—Yo pensé que me iban a dar una carta o un telegrama, pero era insólito que te despertaran a las tres de la mañana para darte una carta.
Lo que traían era más que las palabras de Cortázar.
—Y cuando me dicen: “No, está en la puerta, pero lo vamos a dejar pasar si usted está de acuerdo”.... Y ahí me lo encuentro a Paco Urondo, en una oficinita chiquita, con unos sillones, parecía la sala de espera de un dentista. Y entonces lo dejan entrar.
Pedro Cazes Camarero nació en 1945, en Buenos Aires. Le da vuelta a los recuerdos de su memoria octogenaria y dice que no se acuerda los detalles de esa noche, que si lo hiciera, 52 años después, su memoria sería de elefante, pero cuando empieza a narrar, las imágenes, ahí están.
Comenzó su activismo en Palabra Obrera, una organización marxista de tendencia trotskista fundada a fines de los años 50, que se disolvería antes de los 70, más concretamente, en 1965.
Fue más o menos por esa época, a mediados de los 60, que conoció a Cortázar.
—Con mi antigua compañera solíamos ir a unos seminarios que daba él para aprender a escribir, supongo, que eran informales, no era una academia ni nada. Ahí iba gente que después fue bastante célebre, como la poeta que se suicidó, Alejandra Pizarnik. Y así me contacté. Había una cierta diferencia de edad, tal vez 30 años, pero él parecía mucho más joven de lo que era.
Cazes Camarero recuerda al que fue su amigo, con quien tuvo una relación de encuentros breves pero honestos, esos que se sumergen en la hondura que tienen las cosas reales de las vidas. Que no se miden en cantidad, sino en calidad. La que Cortázar desparramaba.
—No tenía el pelo canoso. Además era una persona muy imponente físicamente porque era muy alto. Y hablaba gangoso, como si tuviera un acento francés, no porque se hiciera el francés, sino porque tenía una enfermedad de la garganta, él en realidad hablaba bien a lo porteño. Tenía una acromegalia, que es una enfermedad hormonal, entonces le crecía mucho el cuerpo, las manos. Tenía muy separados los ojos entre sí. Pero luego lo trataron, no sé con qué, eso nunca me enteré, y estaba contento porque le empezó a crecer la barba. Él quería tener barba y bigotes y hasta los cincuenta y pico de años no tuvo ninguna de las dos. Después le crecieron.
Mediaban los 60 y los asistentes a los talleres de escritura de Cortázar, como Camarero, esperaban a que el escritor pisara suelo porteño y se pusiera en contacto para avisarles que había clase: como tenía un cargo en Naciones Unidas como traductor, recuerda el exmilitante, los seminarios eran esporádicos porque viajaba seguido. Así se hicieron amigos.
—De una forma bien característica de Cortázar, sumamente irregular. Por ahí pasabas años sin verte, por ahí te veías seguido.

El espacio en el que dictaba sus talleres de escritura podía variar. A veces era la casa de unas mellizas —“dos pendejitas”, dice Cazes Camarero— que asistían a las clases y su mamá ofrecía el lugar; a veces el marco para escucharlo hablar era algún bar afortunado escogido al azar, generalmente en el barrio Villa Crespo.
—Yo nunca supe por qué le gustaba Villa Crespo, pero después me di cuenta que era porque la madre vivía cerca. Bah, supuse eso porque yo a la madre la conocí muchos años más tarde, una vez que él me llevó a la casa. En el 73, justamente, varios meses después de su visita a Devoto, que no fue una sola porque fue varias veces.
Camarero cuenta que Cortázar tomaba té. Que a veces tomaba algún que otro mate, pero que era más usual verlo con una taza en la mano. Que era asiduo del bar London City, —fundado en 1954 y ubicado en la esquina de Perú y Avenida de Mayo—, punto de encuentro para artistas, políticos y periodistas. Y que fue ahí donde se inspiró y escribió su primera novela, Los Premios (1960), que se desarrolla, en buena parte, en ese bar.
—Le dieron un premio muy lindo por esa novela. Y en el London bar ahora tienen, lo que yo le decía al mozo el otro día, “un Cortázar disecado”: es una figura hecha en cartapesta, en papel maché. Está sentado en una mesa que da a la vereda. Fue mucho tiempo cliente de ese lugar, que fue muy atacado, por alguna razón loca, cuando ocurrió lo de las Malvinas. En un sentimiento super antiinglés. Y el dueño del bar era un gallego que no tenía nada que ver, que se le ocurrió ponerle London, supongo, por algún motivo personal pero no es que era inglés. Y él [Cortázar], en sus clases, contaba cómo se le había ocurrido escribir eso, cómo se le había ocurrido escribir Rayuela, que en ese momento acababa de salir con mucho éxito, y, en realidad, era una novela experimental para aquella época. Después fue copiada hasta la náusea.
Poco años más tarde, en 1967, Cazes Camarero fue detenido. La primera de tres. Entonces estaba Onganía a la cabeza de la dictadura que había tomado el país. Camarero tenía poco más de 20 años. Lo habían juzgado por faltar a la Ley 17.401, que era una norma anticomunista que castigaba con represión o prisión cualquier acción que se alineara a esta ideología o consideraran subversiva. Al tiempo lo liberaron. Y, poco después, se formaron y se dieron a conocer las diferentes agrupaciones guerrilleras de los 70. Cazes Camarero, miembro, y uno de los fundadores del PRT en la ciudad de Buenos Aires, pasó a dirigir su periódico, El combatiente, y también el del ERP, Estrella Roja.
Su tiempo de libertad sería breve. En 1971, en medio de un operativo del ERP, lo detuvieron y marchó preso, la segunda vez. La dictadura ese año había cambiando de mando. Agustín Lanusse estaba al frente y había decidido enviar a todos los presos políticos del país al penal de Rawson, una cárcel de máxima seguridad ubicada en el fin del mundo, de donde —creían— era imposible escapar.
Ahí, los presos de las principales agrupaciones guerrilleras —Montoneros, Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y ERP— se unieron para planear la fuga que, de haber salido, hubiera sido la más grande de la historia argentina. El 15 de agosto de 1972 más de cien presos estaban preparados para escapar, pero una falla en una señal —o más bien en su interpretación— cometida por quien debía entrar con tres camiones que trasladarían a los fugados hizo que estos se retiraran y el plan se cayera sobre la fase final. Veinticinco presos —los cuadros de mayor jerarquía— alcanzaron a salir y a llegar al aeropuerto de Trelew. Solo seis pudieron abordar un avión —que secuestraron— y llegar a Chile. Los otros 19 serían fusilados el 22 de agosto, a la madrugada, en la Base Aeronaval Almirante Zar, en lo que pasó a la historia como la Masacre de Trelew, considerado el primer crimen de lesa humanidad perpetrado por el Estado, antesala de lo que vendría a partir de 1976.
Pedro Cazes Camarero se había quedado en el penal con la mayoría de los presos que no había podido salir.
—Yo estaba en un grupo de contención que se formó por si fracasaba el plan, para que no
entraran a matar a todo el mundo y pudiéramos negociar con el juez. Después se vio que eso era muy relativo, ¿no? Luego de la victoria parcial, que fue la fuga de los compañeros que llegaron a Chile, a nosotros nos dejaron en el penal y después de varios meses, cuando venían las elecciones, a mí y a tres o cuatro más nos trasladaron a Devoto. El grueso de los compañeros quedaron en Rawson. En Devoto me eligieron como responsable, tenía un rol en la discusión con el ministro del Interior, Esteban Righi, con la exigencia de que saliéramos en libertad. Así que, el 25 de mayo del 73 abrieron la puerta por orden de Cámpora y de Perón y salimos en libertad.
Pero antes de ese momento, una buena noche, lo levantaron de la cama a las tres de la mañana para preguntarle si conocía a un tal Cortázar.
***

—“¿Conoce a un sujeto llamado Cortázar?”.
Le contó Paco Urondo, en esa sala en la que se encontraron a la madrugada, que le preguntaron a él también. Y Urondo, como su compañero de insomnio, no entendía nada.
Cazes Camarero dice que no sabe cómo el poeta se había hecho amigo del escritor. Lo que se sabe es que tenían una amistad entrañable y que hacía tiempo que Cortázar quería ir a verlo.
“Parece, según noticias de buena fuente, que de un tiempo a esta parte, no es nada fácil dar con vos personalmente. Siempre fuiste un poco jodón, pero en este caso estoy convencido de que no tenés la culpa de que los amigos no puedan tomarse un vinito con vos, y como no soy rencoroso te escribo, Paco, con la seguridad de que muy pronto has de cambiar de conducta y no solamente aceptar visitas sino incluso devolverlas. A la espera de todo eso te voy a hacer rabiar un poco, porque si a vos no se te puede ver resulta que a otros si, y a lo mejor te divierte que te cuente cómo me las arreglé en Quito, hace apenas dos meses, para ir a pegarle un abrazo a Jaime Galarza”, le escribió Cortázar a Urondo en la “Carta muy abierta a Francisco Urondo”, que publicó cuando el poeta estaba preso.
“Lo fuí a ver —continuaba—, y resultó más fácil de lo que pensaban algunos. Fuí con la rubia Mireya (como irrespetuosamente la llamaste vos alguna vez a mi compañera), porque esta lituana loca no es de las que me deja ir solo a lugares de mala fama. Y como mala, es mala, algo sabés de eso, te sacan el pasaporte a la entrada y vos pensás que por ahí se les pierde, esos descuidos penosos”. “Hablamos largo de Festín y de otros petróleos de este continente, yo aprendí algunas cosas que acaso serán útiles cuando vuelva a Francia, y además, hubo todo eso que hoy no puede haber entre vos y yo, ese quedarse callados, mirándose como nos miramos los amigos, con esa mirada que no tendrán nunca los que nos separan.
Me fuí, claro, pero me fuí sabiendo que de alguna manera no me iba, y que también Jaime se iba conmigo en esa zona del corazón que está para siempre a salvo de los cercos, las rejas y el odio”. “A mi pasaporte no le faltaba ni un sello a la salida, y más bien pienso que tenía uno de yapa. Ahora sé quién es de veras Jaime Galarza, ahora me siento más fuerte porque su prisión, las cicatrices de la tortura en sus muñecas, serán como tantas otras cosas, parte de mi fuerza.
Y si te cuento esto, Paco viejo, es porque sé que te gustará leerlo y que para vos será como si te hubiera visitado, como si también vos y yo hubiéramos fumado juntos un rato, mirándonos con nuestra sorna de porteños. Y también porque otros leerán esta carta, cerca o lejos de vos, y comprenderán que de alguna manera quise estar con todos, y que mi abrazo con Jaime es el que todos nos damos y nos daremos siempre, hoy de lejos, mañana en esa calle abierta en que nos encontraremos para seguir el largo, necesario y hermoso camino que lleva a nuestro sueño”.
Aquella madrugada de abril —pongamos que sí fue abril— logró ese abrazo.
Unos minutos antes, Urondo estaba recién amanecido, restregándose los ojos, en la pequeña sala de la cárcel de Devoto. Sin entender.
***

“Eran las cuatro menos cuarto. Entró Julio, enfurecido y triunfante. ‘No saben el quilombo que tuve que hacer para entrar’. Acababa de llegar a Buenos Aires, explicó, y se vino directamente a Devoto. Golpeó. Le abrieron una ventanita. Pidió vernos. Le cerraron la ventanita en la nariz. Volvió a golpear. No le abrieron. Pateó la puerta y se puso a gritar. Llegó un patrullero, convocado por la guardia de la cárcel. Se identificó. El cana del patrullero parlamentó con el oficial a cargo. ‘¿Sos pelotudo?’, contó Julio el diálogo. ‘¿Querés salir en lo diario, querés?’. Lo dejaron entrar”. Escribió en 1983, en Crisis, Cazes Camarero.
—Él armó quilombo para entrar a Devoto, se intimidaron y lo dejaron entrar —recuerda ahora, en diálogo con Infobae—. En realidad no había ninguna orden que le prohibiera vernos. Lo que pasa es que también él tenía actitudes rarísimas como ir a Devoto a medianoche, cosas a las que no estaban habituados los guardiacárceles, y tampoco estaban habituados al ambiente cada vez más insurgente que había dentro de la cárcel, donde directamente, ya en esos días, hacíamos lo que nos daba la gana. Y entró porque no entendían bien quién carajo era, y no lo revisaron. Lo dejaron pasar porque el policía le dijo al guardiacárcel, según contó Cortázar, que si no quería salir en los diarios el día siguiente porque no había dejado pasar a Cortázar, lo dejara entrar. El policía se lo describe como una persona importante, no le dice que es escritor. Entonces ahí nomás lo hicieron pasar. Y a nosotros nos llevaron ahí y estuvimos charlando. Él siempre tuvo una charla desopilante. Que te salía con cosas más raras.
Pero Además del abrazo y la puesta al día, Cortázar había ido con otro objetivo a la cárcel de Devoto. Así lo narraba, con los recuerdos frescos de hacía una década, Cazes Camarero en 1983: “Nos pusimos a tomar mate. ‘Traje guita’, dijo Julio. ‘Gracias’, le dijimos. ‘Con eso compramos fasos, dulce de leche’. ‘No, giles’, dijo Julio. ‘Mucha guita’. Y empezó a sacar puñados de plata, a montones, de los bolsillos de la campera. ‘Pará, loco’, dijo Paco. ‘Guardá eso, qué hacés’”.
Cortázar tenía sus bolsillos repletos de dólares hechos bollito. Repletos del adelanto del Libro de Manuel, que publicaría ese mismo año —hay otras versiones que dicen que en realidad el dinero que les llevó eran las regalías por los derechos de autor de la novela, en todo caso era dinero por ese texto.
“‘Entonces se la voy a donar a la comisión de familiares de presos políticos’ —seguía Cazes Camarero en el 83—. ‘¿A cuál?’, pregunté yo. ‘¿Cómo a cuál?’. ‘Hay dos’, explicó Paco, ‘una de los perros y otra de los montos’. ‘¡Ah! no, no, no’, dijo Julio. ‘Si no se unen no les doy nada’. ‘Pero, Julio’, dijo Paco, ‘es un problema político complicado’. ‘Eso’, dije yo. ‘Entonces juéguensela a la perinola’, propuso Julio. ‘¿Què?’... ‘esta perinola’ y sacó una perinola del bolsillo. ‘Bueno’, dije yo. ‘¡Pero vos estás mamado!’, me dijo Paco. ‘Cómo nos vamos a jugar la guita a la perinola a las cuatro de la mañana y en cafúa’. ‘Ma, sí’, dijo Julio. ‘Garren la mosca y dividanselá’. ‘Mirá’, dijo Paco, ‘Mejor llevásela a Ortega Peña o alguien y que la reparta con los familiares’. ‘Sì, mejor’, dije yo. ‘Así siempre nos van a romper el culo’, comentó Julio”.
—Lo convencimos de que fuera a hablar con Ortega Peña y con Duhalde —recuerda ahora Cazes Camarero—, que eran los defensores de los presos políticos. A mí, de hecho, me defendían ellos. Y eran tipos que eran de confianza tanto de los peronistas como de los comunistas, y de los marxistas o de la izquierda marxista. Así que fue y habló, y ellos lo asesoraron. A él le parecía catastrófico una cosa que verdaderamente era catastrófica: que no hubiera una unidad de los presos políticos ni de las organizaciones revolucionarias. Le parecía que era atroz y que eso iba a tener muy malas consecuencias, cosa que efectivamente ocurrió. Pero no era tan sencillo porque había diferencias políticas importantes.
El exmilitante del ERP todavía se agarra la cabeza cuando se acuerda el momento en el que Corázar sugirió que se jugaran el dinero a la perinola porque las organizaciones no se ponían de acuerdo y sacó del bolsillo una perinola, como si la hubiese tenido preparada para ese momento.
—Una cosa loca. Él trajo una perinola, pero la tenía encima por otro motivo, se le ocurrió eso cuando descubrió que no había una sola organización de familiares, sino dos organizaciones de familiares. Entonces dijo: “Juéguenselo a la perinola”. Y Paco se puso loco: “¡Pero vos estás en pedo!”, me dice, “¿cómo le vas a dar pelota? Estamos presos y te vas a jugar la guita a la perinola”. “Claro”, le digo, “no, no se puede”. Y él [Cortázar] llevó la plata en los bolsillos. Paquetes así —abre los dedos en forma de “c” para denotar la cantidad de dinero que entró a la cárcel— de billetes de cien dólares tenía hechos un bollo. No es que llevaba en un portafolio la guita, la tenía en los bolsillos.
—¿Era el adelanto del Libro de Manuel?
—Creo que sí. Porque él no había entregado todavía el libro, no sé qué había habido. Creo que él no estaba de acuerdo con algo que le habían comentado, pero después sacó el libro como se le dio la gana, porque se peleaban a puñetazos los editores para publicar el libro ese. Y lo sacaron ahí, al toque.
El dinero que donó se usó, entre otras cosas, para que muchos familiares que tenían a sus presos en el penal de Rawson, en el borde del país y del mundo, pudieran viajar a verlos.
Aunque Cazes Camarero asegura que lo importante para las organizaciones, más que el dinero en sí, era el peso simbólico que tenía que Cortázar les donara lo percibido por uno de sus libros.
***

A esa visita de Cortázar a la cárcel de Devoto le siguieron otras, por esos días en que la libertad palpitaba y andaba suelta entre los barrotes de las celdas. Visitas en las que aprovechó a ver amigos, a estrecharlos en los abrazos que añoraba. Incluso se entrevistó con algunos de ellos.
—Porque él tenía varios amigos ahí, en realidad no era una visita estrictamente política, sino que era más bien distendida. Lo más político que hizo probablemente fue reunirse con Paco Urondo y conmigo por la donación que quería hacer del dinero y porque quería hacerlo con alguien a quien le tuviera confianza. Y a mí me conocía desde que era chico, prácticamente, yo debía tener 21 o 22 años cuando lo conocí. Así que fue una experiencia breve, porque él enseguida se fue de vuelta a Francia.
Pero esa no fue la última vez que se vieron.
La democracia camporista duró un pestañeo. Y en ese mismo pestañeo, en el mismo 1973, bajo la presidencia interina de Raúl Lastiri tras la renuncia de Cámpora, Cazes Camarero fue detenido por tercera vez. Entonces sí pasaría tras las rejas una década completa, larga y sórdida. Lo habían condenado por dirigir el periódico de su organización y por aparecer en TV en un rol de vocero. Fue afortunado —en ese contexto cabe— porque era un preso legal cuando irrumpió la dictadura de Videla. Y salió cuando Alfonsín entró.
En 1983, Cortázar hizo un último viaje de París a la Argentina. Ya estaba enfermo de leucemia, el mismo mal que le había arrebatado a su última esposa, Carol Dunlop, dejándole un vacío profundo. Cuando venía, cuenta Cazes Camarero, se hospedaba en el Hotel Bauen y usaba el comedor de oficina. Y cuando él salió en libertad lo fue a ver.
—Pero no se sentía bien. Me citó en el Bauen para almorzar y cuando nos encontramos me dijo que tenía que volverse a Francia porque le había agarrado leucemia. Él se había estado tratando. Volvió a París y a los dos meses yo me fui a Nicaragua y lo llamé por teléfono desde ahí, entre otras cosas, por pedido de los nicaragüenses que lo amaban, porque él había estado en plena dictadura de Nicaragua, escondido. Y ese mismo día, a la noche, se murió. Fue muy triste.
Cortázar murió. Pero Cortázar quedó. Y quedará.
—La relación que tuvimos fue una cosa hermosa que uno tiene en la memoria. Y no solo yo, los compañeros que sobrevivieron a todo esto, que increíblemente fueron muchos, se acuerdan muy bien de Cortázar.
***
El Libro de Manuel fue una de las novelas más criticadas del autor porque su contenido político desplazó al fantástico tal y como lo venía desarrollando. Algunos, para denostarla, la llamaron “obra menor”. Para Cortázar fue exactamente lo contrario. Para él esa novela fue una obra mayor. Significó “el paso del yo al tú o al vos. Y del vos a todo el resto. Es, en el plano literario, mi evolución en el plano personal”.
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