La historia de Notre-Dame comienza en 1163, cuando el obispo Maurice de Sully, inspirado por el fervor religioso y el auge del gótico, puso la primera piedra en presencia del papa Alejandro III. Construida sobre los restos de un templo galorromano y una basílica paleocristiana, la catedral reemplazó a la antigua iglesia de Saint-Étienne, que ya no podía contener la creciente devoción parisina. Dedicada a la Virgen María, en su advocación de Nuestra Señora de París, se encuentra en la pequeña isla de la Cité, rodeada por las aguas del río Sena.
Durante casi dos siglos, hasta 1345, generaciones de artesanos, arquitectos como Jean de Chelles y Pierre de Montreuil, y miles de obreros trabajaron en sus muros, arcos ojivales y contrafuertes volantes, creando una obra maestra que desafiaba la gravedad. Con 130 metros de largo, 48 de ancho y torres de 69 metros, Notre-Dame es un prodigio del gótico primitivo.

Sus vitrales, como el rosetón norte de 13 metros, narran la historia de la salvación con colores que, según el historiador Georges Duby, “transforman la luz en un canto a Dios”. La catedral, dedicada a la Virgen María, se convirtió en el centro espiritual de París, acogiendo bautismos, bodas y funerales de reyes, desde Enrique IV hasta Luis XIV. Como escribe el teólogo Jean Leclercq: “Notre-Dame no es solo una iglesia; es el alma de Francia, donde la fe y la cultura se entrelazan en piedra”.
Notre-Dame ha sido mucho más que un templo: es el kilómetro cero de Francia, el punto desde el cual se miden las distancias del país. En su nave se celebraron coronaciones, como la de Napoleón en 1804, inmortalizada por Jacques-Louis David, y oraciones por victorias, como la de Carlomagno en Aquisgrán. Fue escenario de misas solemnes por la liberación de París en 1944 y de luto nacional tras la muerte de Charles de Gaulle en 1970. Como señala el historiador francés Jacques Le Goffe: “Notre-Dame es el corazón de París, un lugar donde la historia francesa respira en cada arco y vitral”.

La catedral también fue un faro cultural. Durante la Edad Media, acogió a la Universidad de París, cuna de la escolástica, donde teólogos como Tomás de Aquino debatían. Su plaza, el “Parvis Notre-Dame”, era un mercado de ideas y comercio, un espacio donde el pueblo y la élite se encontraban. Incluso hoy, sus campanas, como la célebre campana llamada “Emmanuel”, marcan el pulso de la ciudad, resonando en momentos de júbilo y tragedia.
Las torres de Notre-Dame de París, icónicas por su simetría y 69 metros de altura, nunca se completaron con las agujas previstas en el diseño gótico original del siglo XII. La falta de recursos económicos, las guerras y la inestabilidad política en Francia durante la Edad Media, como la Guerra de los Cien Años, detuvieron su culminación. Además, el cambio en los gustos arquitectónicos hacia el gótico tardío priorizó elementos decorativos sobre estructuras masivas. Como señala Andrew Tallon: “las torres quedaron truncadas, pero su robustez las hizo eternas”. Así, Notre-Dame conserva su majestuosidad inacabada.
La Revolución Francesa (1789-1799) marcó un capítulo oscuro para Notre-Dame. Convertida en un símbolo del poder monárquico y eclesiástico, la catedral fue saqueada y transformada en un “Templo de la Razón” por los revolucionarios. En 1793, las 28 estatuas de los reyes de Judá en la fachada, confundidas con monarcas franceses, fueron decapitadas por la turba, un acto de furia iconoclasta que buscaba borrar el pasado. Los fragmentos, redescubiertos en 1977 durante obras en el “Hôtel de la Monnaie”, son hoy un recordatorio de esa violencia, expuestos en el Museo de Cluny. El interior fue despojado: el altar mayor se convirtió en un escenario para ceremonias laicas, y las campanas fueron fundidas para cañones. Sin embargo, Notre-Dame resistió. En 1804, Napoleón la restauró para su coronación, devolviéndole su carácter sacro. Como escribe el historiador Andrew Tallon en Notre-Dame de Paris: “la catedral sobrevivió a la Revolución porque su grandeza trascendía las ideologías; era un símbolo que ningún régimen podía destruir por completo”.

En el siglo XIX, Notre-Dame estaba en ruinas: el tejado se derrumbaba, los vitrales estaban rotos y los contrafuertes amenazaban colapso. Fue entonces cuando Víctor Hugo, el genio romántico, la rescató con su novela “Nuestra Señora de París” (1831), conocida en español como “El jorobado de Notre-Dame”. La obra, centrada en Quasimodo, Esmeralda y la catedral misma, no solo capturó la imaginación del público, sino que despertó un fervor por salvarla. Apasionado por el gótico, Hugo veía en Notre-Dame un “libro de piedra” que narraba la historia de Francia. En el prefacio, escribió: “La catedral es un libro escrito en piedra, y su abandono es una tragedia para el alma de la nación”. El fanatismo de Hugo por las iglesias góticas, con sus arcos ojivales y vitrales que “hablaban de Dios”, galvanizó un movimiento para restaurar Notre-Dame. Su novela inspiró al gobierno francés a lanzar un concurso en 1844, ganado por el arquitecto Eugène Viollet-le-Duc. Como señala el escritor John Ruskin “Hugo no solo salvó Notre-Dame; le dio una voz que resonó en toda Europa, recordándonos la eternidad del arte gótico”.

Eugène Viollet-le-Duc, un visionario del siglo XIX, lideró la restauración de Notre-Dame entre 1844 y 1864, devolviéndole su esplendor gótico. Su trabajo no fue mera conservación, sino una reinvención. Restauró vitrales, reconstruyó contrafuertes y creó elementos nuevos, como las célebres gárgolas, que no eran parte del diseño original. Estas criaturas grotescas, diseñadas como desagües, se convirtieron en íconos de la catedral, evocando un misticismo medieval. Viollet-le-Duc también diseñó la aguja gótica, una flecha de 93 metros que se elevaba sobre París, coronada por un gallo relicario. En un gesto de audacia, Viollet-le-Duc se inmortalizó en una escultura en la base de la aguja, representándose como un apóstol con un compás en la mano, mirando hacia su creación. De todas las esculturas, es fácil reconocer la suya: todas miran hacia la gente que se ubica en las calles, menos la de él que mira hacia la aguja de la catedral. Su aguja, aunque destruida en 2019, se convirtió en un símbolo de la catedral, inmortalizada en la literatura y el cine.

El 25 de diciembre de 1886, Paul Claudel (1868-1955), poeta, dramaturgo y diplomático francés, vivió un momento que transformó su vida: su conversión al catolicismo en la Catedral de Notre-Dame de París.
A los 18 años, mientras escuchaba el Magníficat durante las vísperas navideñas, cerca del segundo pilar a la derecha del coro, junto a la estatua de la Virgen, Claudel sintió que su corazón fue tocado: “Y creí”. Una baldosa conmemorativa, inscrita con “25 de diciembre. Conversión de Paul Claudel. Magníficat”, marca este lugar. Antes de su conversión, Claudel, nacido en Villeneuve-sur-Fère en una familia de origen católico pero marcada por el anticlericalismo de su padre, había abrazado el agnosticismo. Estudiante brillante en el Lycée Louis-le-Grand, recibió un premio de manos de Ernest Renan, autor de “Vida de Jesús”, que negaba la divinidad de Cristo.
Influido por el racionalismo de la Tercera República y la poesía de Arthur Rimbaud, cuyas “Illuminations” lo conmovieron, Claudel vivía insatisfecho, buscando sentido en un mundo materialista. Como escribe Louis Chaigne: “Claudel era un joven inquieto, atrapado entre el intelecto y un vacío espiritual”. Su encuentro con la liturgia de Notre-Dame, descrito en su poema “La Vierge à Midi”, fue un relámpago de gracia que lo llevó a abrazar la fe católica, marcando su obra y vida con una profunda espiritualidad mariana. Leemos en parte del poema: “Es mediodía/veo la iglesia abierta. Debemos entrar/Madre de Jesucristo, no he venido a rezar/ No tengo nada que ofrecer ni nada que pedir/ Solo vengo, Madre, a mirarte/ A mirarte, a llorar de felicidad/ a saber que soy tu hijo y que estás ahí/ Solo por un instante mientras todo se detiene… Porque hoy estamos aquí/Porque estás aquí para siempre/ Simplemente porque eres María/ Simplemente porque existes/Madre de Jesucristo, ¡gracias!”

La imagen que se ve hoy de Notre Dame como su capitel proceden de la capilla de Saint-Aignan, en el claustro de la catedral. Fue instalada en 1818 sobre un pilar en la fachada occidental de la catedral debido a la destrucción en 1793, en el marco de la Revolución francesa, de la imagen de la Virgen anteriormente emplazada allí. La talla permaneció en dicho lugar hasta 1855 que con motivo de la restauración Eugène Viollet-le la reubicó emplazándola frente a la columna sureste del crucero, donde permaneció hasta el incendio producido el 15 de abril de 2019.
Es una escultura de 180 cm, esculpida con maestría, presenta a la Virgen María de pie, sosteniendo al Niño Jesús. A diferencia de imágenes previas, ambas figuras exhiben un notable realismo y rasgos distintivos. Fiel al estilo de la época, el Niño Jesús asemeja a un adulto en miniatura más que a un bebé, aunque el escultor buscó infundirle gestos infantiles, como juguetear con el velo de María o sostener un orbe. La Virgen, adornada con vestimenta regia y una corona, se consagra como Reina de los Cielos, portando en su mano derecha una flor de lis, emblema de la monarquía francesa. El orbe, por su parte, simboliza la realeza y santidad de ambos, representando a Cristo como “Salvator Mundi”. En el estilo gótico, la escultura se separaba de la arquitectura, tallada de forma independiente y no integrada al entorno. La Virgen de París destaca por el contraste entre luces y sombras, logrado mediante los profundos pliegues de sus ropajes. La figura de María muestra una pronunciada curvatura en forma de S, un rasgo gótico que perduró hasta el siglo XV, presente en las elegantes Madonas. A diferencia del “contrapposto” griego, que resaltaba movimiento y anatomía, en el gótico este recurso buscaba estilizar y alargar la figura. En el gótico tardío, desde el siglo XIV, las esculturas, como esta Virgen, comenzaron a perder volumen, evocando un encanto que recuerda la escena de la Dormición de la Catedral de Estrasburgo.

El 15 de abril de 2019, el mundo contuvo el aliento cuando un incendio devastó Notre-Dame. Las llamas, originadas en el tejado durante trabajos de restauración, consumieron la aguja de Viollet-le-Duc y gran parte del techo de madera, conocido como “el bosque” por sus vigas centenarias. Las imágenes de la aguja cayendo y el humo envolviendo las torres conmocionaron a millones, desde París hasta Buenos Aires. Sin embargo, los bomberos salvaron la estructura principal, los vitrales y las reliquias, como la Corona de Espinas. La reconstrucción, liderada por el arquitecto Philippe Villeneuve, comenzó de inmediato, financiada por donaciones de todo el mundo, que superaron los 800 millones de euros. El presidente Emmanuel Macron prometió restaurarla en cinco años, y el 8 de diciembre de 2024, Notre-Dame reabrió sus puertas, con una aguja reconstruida idéntica a la de Viollet-le-Duc, nuevos vitrales y un tejado reforzado. Como escribe el arquitecto Kenneth Frampton: “la reconstrucción de Notre-Dame es un acto de fe colectiva, una prueba de que el patrimonio trasciende las tragedias”. La catedral, renovada, brindó su primera misa con un esplendor que evocaba sus orígenes medievales.
En la Argentina, Notre-Dame no es solo un símbolo lejano; su imagen resuena en comunidades católicas y entre los amantes del arte gótico. Parroquias como la Basílica de Luján, la catedral de la ciudad de La Plata inspirada en el gótico europeo, reflejan su influencia.
Un faro que no se apaga Notre-Dame de París, con sus torres que desafían el cielo y sus vitrales que capturan la luz divina, es más que una catedral: es el alma de Francia. En cada campana que resuena, en cada peregrino que cruza su umbral, Notre-Dame sigue siendo el latido de París y del mundo.
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