
Había una solución. Exponer a la intemperie de una guerra voraz y de aviones caza a decenas de hombres a cavar zanjas para enterrar cables hubiese sido suicida. La solución ignoraba el peligro y cumplía órdenes por obediencia y cariño recíproco. La solución medía menos de veinte centímetros y pesaba dos kilos. La solución entraba dentro de las tuberías de un drenaje que cruzaba la pista de un aeródromo: cabía en conductos de veinte centímetros de diámetro con una extensión de casi 22 metros. Respondía a su nombre. Era capaz de fijar un sistema de comunicación subterráneo. Su tarea era transportar un cableado telegráfico de una punta a otra. Lo hizo. Representó para él un simple recorrido; para esos hombres, una epopeya. Así evitó, según los relatos históricos, que se destruyeran 40 aviones de combate y de reconocimiento y que no murieran 250 soldados estadounidenses en tareas de excavación a la intemperie de bombardeos del ejército imperial japonés.
La solución fue un perrito. Se llamó Smoky, un pequeño Yorkshire Terrier, convertido en héroe de guerra por su aporte en el conflicto bélico que asoló al mundo entre 1939 y 1945. Su incidencia coincidió con los años en los que el triunfo aliado era una cuestión de tiempo, un desenlace irrevocable. En el Golfo de Lingayen, isla de Luzón, al norte del archipiélago de Filipinas se dirimía la conquista y dominación de un escenario táctico: su ubicación geográfica incidía en las rutas militares y económicas. Era el teatro de operaciones del Pacífico Sur. Tres años antes, después del ataque a Pearl Harbor que habilitó el ingreso de Estados Unidos a la segunda guerra, las fuerzas imperiales japonesas habían capturado las islas y forzado al general Douglas MacArthur a recluirse en Australia y retirar las tropas estadounidenses a la península Bataán.
Hubo desembarcos anfibios, bombardeos, asaltos, asedios, naciones involucradas, formación de guerrillas, retiradas. Filipinas permaneció bajo dominio del Imperio Japonés hasta el final de la guerra. Estados Unidos había procurado revancha. Empezó su campaña a mediados de 1944. El 9 de enero del año siguiente ordenó la invasión del golfo de Lingayen, una operación en cooperación con las tropas australianas. La recuperación de ese territorio supuso la instalación de una base estadounidense en un aeródromo aún hostil.

El ejército imperial no podía tolerar la pérdida del territorio: se libró la batalla de Luzón, un enfrentamiento entre las fuerzas del comandante japonés Tomoyuki Yamashita y el general Douglas MacArthur. En las continuas maniobras por recapturar el escenario perdido, los asiáticos liberaron oleadas de aviones para atacar el aeródromo y diezmar los escuadrones aliados que habían reconquistado un sitio de poderío estratégico. Habían reconstruido en un extremo de la pista de aterrizaje una suerte de hangar para proteger a los aviones de las bombas enemigas. Pero el bombardeo sistemático había privado a los oficiales estadounidenses a establecer un sistema de comunicaciones entre los pelotones: precisaban diagramar el tendido de cables telegráficos que unieran la base con las tres brigadas distribuidas en el aeródromo. Los separaba el ancho de la pista, las amenazas aéreas y el tiempo. La comunicación era prioridad. Cavar para conectar los cables demoraría al menos tres días de trabajo y expondría a los soldados como blancos vulnerables. Había que buscar una solución.
William “Bill” Wynne nació el 29 de marzo de 1922 en Scranton, Pennsylvania. Con solo dos semanas de vida, se mudó a Cleveland, a donde volvería concluida la guerra. “Fui al West Technical High School, que era la segunda escuela secundaria más grande del país en ese momento. Teníamos 5.600 niños en un solo edificio”, comentó en una entrevista de 2018 al medio local Mansfield New Journal. Dijo que se graduó en 1942, pero que su educación la hizo en la calle, donde comprendió que había dos prácticas que lo apasionaban: la fotografía y el entrenamiento canino.

Margaret, su novia, le pidió que no se alistara al ejército. No lo hizo. Pero cuando lo reclutaron en 1943 no se negó. Alguien de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos se enteró de que entre sus facultades esgrimía cierto conocimiento sobre fotografía: lo derivaron primero a Miami, donde hizo un entrenamiento básico; luego lo trasladaron a la base de la Fuerza Aérea de Peterson, en Colorado, para integrar el 11º Escuadrón de Cartografía Fotográfica. Eran 23 reclutas que debían atravesar un curso intensivo de un mes: suponía volar, aprender a tomar fotografías aéreas, recrear mapas y superar un arduo examen físico. Hicieron misiones en Colorado, Kansas, Lincoln, Nebraska y Texas. Solo tres aprobaron. Wynne, entre ellos.
Después sobrevoló los cielos de Seymore-Johnson Field, en Carolina del Norte, lo enviaron a un campo de entrenamiento clandestino en el extranjero y en medio de un viaje a Brisbane, Australia, modificó su curso hacia Port Moresby, Nueva Guinea, hacia el teatro de operaciones del Pacífico Sur y el sudeste asiático. El 21 de diciembre de 1943, partió desde Australia hacia el puerto de la isla más grande de Nueva Guinea en el Steamship (SS) Contessa. Le iban a dar un trabajo de oficina. Se quejó y lo transfirieron al Escuadrón 91° de Operaciones del Ciberespacio, en un laboratorio de revelado de fotos. Luego, en la Quinta Fuerza Aérea, le asignaron el Escuadrón 26° de Reconocimiento Fotográfico. Volaba sobre territorios hostiles para localizar pilotos sobrevivientes, fotografiar instalaciones militares japonesas, defensas, aeródromos y situar posiciones enemigas. Era uno de los “espías del cielo”.

Una tarde cualquiera de marzo de 1944, en Nadzab, al este de Papúa, en la isla de Nueva Guinea, Ed Downey, compañero de Wynne, escuchó gemidos detrás de un muro de vegetación. Se había detenido en un camino rural para arreglar su vehículo averiado. Era una perrita que peleaba entre yuyos, hojas y la tierra de una trinchera. Era un animal desnutrido, esquelético, sucio, de dos kilos de peso, menos de veinte centímetros de estatura. Lo llevó a la base y se lo entregó al mecánico del aeródromo de Hollandia, el sargento Dare, que lo usó como moneda de cambio para satisfacer su vicio. Bill ofreció comprársela a cambio de dos libras australianas, el equivalente a 6,44 dólares estadounidenses de la época. Dare se la vendió para seguir jugando al póquer.
Bill la adoptó. “El sargento Dare le había cortado el pelo al perro porque hacía demasiado calor”, relató. No respondía órdenes en inglés ni reaccionaba a lo que le indicaban los prisioneros japoneses: su origen era un enigma. Él tocaba la armónica y la perra aullaba. Era inteligente, simpática y astuta. Su sola presencia había estimulado a la tropa. La adiestró: le enseñó trucos y actos de obediencia. La escritora Rebecca Frankel escribió en National Geographic que su repertorio consistía de comandos avanzados: “Cuando Wynne la señalaba con un dedo y gritaba ‘¡bang!’ Smoky no solo caería al suelo cuando se le ordenara, sino que también se quedaría allí tumbada, apática”. La perra también había aprendido a caminar en una cuerda floja y a “deletrear” su propio nombre: recogía con su boca las letras de su nombre mientras su dueño las nombraba.

Su mantención y comida dependían de lo que le suministrara el escuadrón: no era distinguido como un perro de guerra. Dormían y vivían juntos en la isla Biak con el tercer Escuadrón de Rescate Aéreo. Cuando Wynne contrajo dengue y su fiebre superó los 40 grados centígrados fue enviado al Hospital 233rd Station. Sus compañeros transportaron a Smoky a reencontrarse con su amigo. Las enfermeras, encantadas con la visita del animal, lo llevaban a pasear por el hospital para distender y animar a los pacientes. “Para los heridos, Smoky era una completa distracción, algo que los alejaba de lo que los enfermaba, algo que podían esperar con anticipación. En su mente, su capacidad para marcar la diferencia era realmente simple: ‘Ella era sólo un instrumento de amor’”, reparó Frankel. Estuvo cinco días renovando la atmósfera del hospital, hasta el alta definitiva del soldado.
Smoky y Wynne compartieron doce operaciones: vuelos de reconocimiento, misiones de rescate y saltos en paracaídas. Volaron sobre selvas, junglas, ríos, aldeas, archipiélagos remotos, líneas enemigas y cielos peligrosos. Soportaron el ruido de las ametralladoras, 150 ataques aéreos y el tifón Louise en Okinawa en octubre de 1945. “La llevé en esas misiones, por todas partes, a Borneo para cubrir el bombardeo de los yacimientos petrolíferos. Los chicos discutían sobre quién se llevaría a Smoky si yo me quedaba sin trabajo, así que dije: ‘Al diablo con ustedes, me la llevaré conmigo’”. Los comandos la integraron como un signo de buena fortuna. Ella volaba dentro de una mochila de lona.
En el Golfo de Lingayen, en isla de Luzón, al norte del archipiélago de Filipinas, Smoky actuó en la guerra. Hizo en tres minutos y en silencio lo que los soldados hubiesen hecho en tres días y con ruido. Wynne lo contó en diálogo con la NBC: “Até una cuerda al collar de Smoky y corrí al otro extremo de la alcantarilla. (Smoky) dio unos pasos y luego regresó corriendo. ‘Ven, Smoky’, le dije y ella volvió a cruzar. Cuando estaba a unos tres metros, la cuerda se enganchó y miró para atrás como si preguntara: ‘¿Qué me detiene ahí?’. La cuerda se soltó del enganche y volvió a subir. Para entonces, el polvo se levantaba con el arrastrar de sus patas mientras se arrastraba por la tierra y el moho, y ya no podía verla. La llamé y le supliqué, sin saber con certeza si venía o no. Por fin, a unos seis metros de distancia, vi dos ojitos ámbar y oí un leve gemido. A cuatro metros, se puso a correr. Estábamos tan contentos con el éxito de Smoky que la acariciamos y la elogiamos durante cinco minutos”.

La fama del Yorkshire Terrier fue escalando en las tropas aliadas. Wynne, al advertir la influencia positiva de su presencia, empezó a visitar hospitales con ella. Un perro mínimo y dócil contradecía la naturaleza de la guerra. Los hombres heridos que la sostenían en brazos recuperaban parte de la sensibilidad que el conflicto les había neutralizado. La adoraban. Ejecutaba un cambio energético en el ambiente, según las palabras del soldado. Se convirtió en una suerte de perro de terapia.
Entró a Estados Unidos el 13 de noviembre de 1945 al descender del USS William H. Gordon que había partido doce días antes desde Corea del Sur. El perro viajó como incógnito en un maletín de oxígeno porque las normas del ejército estadounidense establecían que ningún animal podría viajar en un buque del Departamento de Guerra. Pero la travesía se hizo más larga y compleja del anonimato que Wynne y Smoky pudieron sostener. Cuando las autoridades notaron la presencia del perro, el soldado debió argumentar. Tenía con qué justificar su estadía: mostró fotos de su mascota con enfermos y heridos, una carta de la Cruz Roja que agradecía haber levantado la moral de sus pacientes y una condecoración que el escuadrón le había otorgado como “La mejor mascota del área del suroeste del Pacífico”. Pagó una fianza de mil dólares para homologar el traslado y dejó de esconderlo.

La Segunda Guerra terminó y la permanencia de Estados Unidos en Filipinas también. Después de 18 meses de servicio, Wynne regresó a su casa en Cleveland, Ohio, con Smoky y en septiembre de 1946 se casó con Margaret. Fue entrenador canino, trabajó para la NASA, colaboró como reportero gráfico en un periódico de Cleveland y entre 1984 y 1989 regresó a la NASA para ser fotógrafo de investigación. Smoky se convirtió en una celebridad, los periódicos, la televisión y Hollywood contribuyeron a su fama: solía recorrer hospitales de veteranos, escuelas, orfanatos y visitar la casa de los soldados en recuperación. Abandonó su exposición en 1955: el 21 de febrero de 1957, a sus catorce años, murió mientras dormía.
Lo enterraron en una caja de municiones de la Segunda Guerra Mundial y la sepultaron en la reserva Rocky River de Cleveland. Años después, los veteranos levantaron sobre su tumba un monumento en su honor. Hay otros diez homenajes de bronce en tres continentes: es el perro de guerra más condecorado en la historia de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos.
Margaret, la esposa de Wynne, murió en 2004. Estuvieron casados 57 años. Criaron nueve hijos: Joanie, Bill, Susan, Marcia, Bob, Donna, Pat, Meg y Jay. Wynne falleció el 19 de abril de 2021 a los 99 años, en el condado de Richland. Lo acompañaba Smoky II, otro pequeño Yorkshire Terrier.
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