
Gianni Versace tenía 50 años y estaba en la cima de su carrera en el mundo de la moda cuando la mañana del martes 15 de julio de 1997 salió de su mansión con vistas al mar de Miami Beach. Pese a su fama, en la vida diaria era un hombre sencillo, de hábitos simples, como su rutinaria caminata matinal por el paseo de Ocean Drive hasta el café donde desayunaba casi todos los días y el kiosco donde compraba las revistas que le tenían reservadas. Eran las 8.40 cuando volvía hacia la casa donde su pareja, el ex modelo Antonio D’Amico, recién se estaba levantando de la cama. Versace caminaba distraído y no le prestó atención al hombre joven que estaba parado en la vereda opuesta a la suya, vestido con un pantalón corto y una remera, con una gorra de beisbol y llevando una pequeña mochila al hombro. Cuando el modisto estaba a pocos metros de la puerta de su mansión, una mujer una mujer llamada Mersiha Colakovic, que estaba llevando a su hija a la escuela, vio al hombre joven cruzar la calle y dirigirse hacia donde estaba el modisto. Fue la única testigo de lo que sucedió.
El desconocido de la gorra llegó hasta Versace en el momento mismo en que metía la llave en la cerradura de la imponente puerta de hierro. El diseñador no alcanzó a verlo cuando se puso a sus espaldas, desenfundó la pistola y le disparó dos veces. Una bala lo impactó en el cuello, la otra le entró en la cabeza. El asesino le disparó tan de cerca que el cañón del arma quedó tatuado en su piel. El sonido de los tiros alertó a las personas de la casa, que salieron rápidamente para ver qué ocurría. El primero en ver a Versace en el piso fue D’Amico, que lo abrazó y comenzó a gritar: “¡No! ¡No!”. Gianni Versace falleció de muerte cerebral, aunque su corazón seguía latiendo en la ambulancia que lo trasladaba al hospital.
Después de disparar, el hombre de la gorra se alejó corriendo, sin que nadie se atreviera a detenerlo. Cuando la policía llegó, se había esfumado. De inmediato se montó un monumental operativo para encontrarlo y capturarlo. Cuando se identificó al agresor, a la conmoción causada por el crimen del modisto más famoso de la época se sumó el escándalo de una muerte que podría haberse evitado. Porque Andrew Phillip Cunanan, el hombre que mató a Versace era un asesino en serie al que la policía pudo haber capturado antes si solo hubiera actuado como correspondía. En los días previos al asesinato había sido visto en una y otra parte, siempre dentro de Miami, pero nunca se montó un operativo a fondo para capturar a uno de los asesinos más buscados del país, cuyo nombre estaba escrito los primeros lugares de la lista de criminales del FBI.

Porque el crimen del modisto italiano fue el último –y el más resonante– de un hombre que venía encadenando muertes y dejaba rastros por todas partes. Los carteles de búsqueda impresos por los agentes federales mostraban tres fotografías de su rostro y un texto que lo describía a la perfección, aunque indicaba que “podría llevar gafas graduadas”, que “cambia de color de pelo y de peso” y que “a menudo se presenta como un tipo rico”. Además, daba su altura exacta, el color de sus ojos, el de su pelo original y hasta su último peso conocido. “Está armado y es extremadamente peligroso”, advertía también en letras más grandes. Por eso, las autoridades habían recibido llamados de ciudadanos preocupadas que decían haberlo visto y más de una indicando el lugar donde estaba. Así y todo, se les había escapado, una y otra vez, mientras iba dejando un reguero de cadáveres.
El misterio de los motivos
Después del crimen, además de las inevitables semblanzas y las manifestaciones de dolor de ricos y famosos, en los medios se cuestionó el desempeño del FBI y de la policía de Miami, y también se hicieron no pocas especulaciones sobre los motivos que había llevado a Cunanan a elegir a Versace como víctima. Porque no cabían dudas de que se trataba de un crimen premeditado.
Hubo teorías para todos los gustos: que envidiaba su éxito, que había sido su pareja ocasional, que le había contagiado el VIH e incluso que era un sicario contratado por la mafia italiana para que lo asesinara. En realidad, de Cunanan se sabía poco y nada, solo que había cometido su primer crimen conocido el 27 de abril de ese mismo año y que en poco más de diez días se cobró otras tres muertes. Después de eso hizo una pausa de más de dos meses en su raid criminal hasta que le disparó a Versace.
Quien arriesgó la hipótesis más fundamentada –y solo sobre el crimen del modisto– fue Bill Hagmaier, jefe de la unidad dedicada a abusos infantiles y asesinos en serie del FBI. “Aunque Versace no fuese ‘personalmente simbólico’, era el homosexual rico, con una vida de éxito y una aceptación pública que Andrew Cunanan nunca podría tener”, dijo y lo comparó con John Hinckey, el hombre que había intentado matar al presidente Ronald Reagan: “La única posibilidad que tenía de hacerse famoso era mediante la misma vía que intentó John Hinckley”, sentenció.
Es probable que tuviera razón, porque si algo buscaba Andrew Cunanan desde su adolescencia era ser reconocido, conseguir algo de fama, y para eso no había vacilado en crear las historias más delirantes sobre sus orígenes, sus amistades y sus supuestas riquezas. Necesitaba todo eso porque había sufrido muchos rechazos, empezando por el de su madre, que lo echó de su casa cuando descubrió que su hijo de 19 años era homosexual. Pero esos y otros detalles de su vida que pudieron haber forjado su personalidad criminal solo se conocieron después, cuando ya era tarde.

Un mentiroso recurrente
Nacido en agosto de 1969 en National City, California, Andrew era el menor de los cuatro hijos de Modesto Cunanan, un estadounidense de origen filipino, y Maryanne Schilacci, hija de inmigrantes italianos. Cuando Andrew llegó al mundo, Modesto no estaba ahí para recibirlo porque estaba peleando en la guerra de Vietnam con su unidad del Cuerpo de Infantería de Marina. El padre volvió a casa cuando Andrew tenía unos pocos meses, dejó los marines y se dedicó a trabajar como corredor de bolsa, una ocupación con la que no demoró en hacerse rico, aunque muchas veces sus operaciones no fueran totalmente limpias. Por eso, en 1981, cuando Andrew terminó los estudios primarios, pudo inscribirlo en la exclusiva The Bishop’s School del barrio de La Jolla, en San Diego. Sus calificaciones dan cuenta de un estudiante brillante, para nada tímido y con grandes iniciativas, y en los archivos de la escuela quedó guardado un test que le adjudicaba un cociente intelectual de 147, correspondiente a una “inteligencia superior”.
Sin embargo, no todos los desempeños de Andrew en la escuela eran dignos de elogio. Sus compañeros no tardaron en descubrir que era un gran mentiroso con una inventiva audaz, que contaba historias fantásticas sobre su familia y su vida personal, a la que describía como rodeada de lujos y privilegios. A todos les decía que estaba destinado a hacer grandes cosas, que solo era cuestión de tiempo. También era hábil para cambiar de apariencia, una capacidad que más tarde le serviría para ocultarse.
La vida de Andrew –la de verdad, no la fabulada– cambió abruptamente cuando su padre fue acusado de malversación de fondos y debió huir más rápido que ligero a Filipinas para no ir a parar con sus huesos a la cárcel. Modesto no solo se fue, sino que desde el mismo momento de su partida cortó para siempre toda relación con su mujer y sus cuatro hijos. El menor de los Cunanan quedó desolado y su desesperación creció todavía más cuando, ese mismo año, su madre descubrió que era gay. Mujer de rígida religiosidad y ávida lectora de La Biblia, Maryanne lo echó ipso facto de su casa. Andrew se fue, pero antes le pegó un terrible empujón a su progenitora, que tuvo que ser atendida en el hospital con un hombro dislocado.
Por entonces estaba estudiando Historia en la sede de San Diego de la Universidad de California, pero dejó de ir a las aulas y se mudó a un departamento del Distrito Casto en San Francisco, donde pasaba las noches en bares y discotecas para gays. Tenía que ganarse la vida y lo hizo vendiendo su cuerpo a hombres mayores, preferentemente ricos, que pudieran costearle sus gustos. Le iba bastante bien, pero empezó a consumir drogas, lo que lo llevó a perder la clientela. Se dedicó entonces a traficar al menudeo y, cuando se le presentaba la ocasión, desvalijar a alguno de los pocos amantes que le quedaban.

Muertes encadenadas
No se sabe qué se disparó en la cabeza de Andrew Cunanan para pasar del narcomenudeo y los robos de poca monta al asesinato. Lo único seguro es que su vida iba barranca abajo cuando el 27 de abril de 1997 empezó a matar. Su primera víctima fue uno de sus clientes, Jeffrey Trail, un ex oficial de la Marina. Lo mató a martillazos en su departamento de Minneapolis y después envolvió el cadáver en un placard. Seis días después, el 3 de mayo, mató al novio de Trail, un hombre llamado David Mason. Le pegó dos tiros, uno en la cabeza y otro en la espalda, cargó el cuerpo en un auto y lo tiró en las orillas del Lago Rush, cerca de Rush City, en Minessota.
Un día más tarde conoció en un bar gay a Lee Miglin, de 72 años, empresario inmobiliario de Chicago. El hombre lo llevó a su departamento, donde Cunanan lo redujo, lo ató de pies y manos, lo torturó y le envolvió la cabeza con una bolsa de plástico. Lo mató apuñalándolo veinte veces con un destornillador y después lo degolló con una sierra. Así lo encontró la policía la mañana del 5 de mayo, cuando el asesino ya estaba lejos, al volante del Lexus de Miglin.
Era un asesino desprolijo. En todos los casos, dejó sus rastros en las escenas de sus crímenes, como restos de ADN y huellas digitales, y también la policía encontró registros de joyas de los muertos que habían sido cambiadas por dinero en diferentes casas de empeño. El FBI lo incluyó en su lista de las diez personas más buscadas y su rostro se hizo conocido.
Volvió a matar el 9 de mayo en Pennsville, Nueva Jersey. La víctima fue el guardia de seguridad William Reese, de 45 años. En este caso, no hubo ninguna motivación sexual de por medio: sabiendo que el Lexus de Miglin era buscado por la policía, Cunanan decidió robarle la camioneta de Reese para poder abandonar el auto y continuar su fuga. Cuando la esposa de la víctima llegó a la casa, encontró a su marido con un balazo en la cabeza y un Lexus verde en el lugar donde antes estaba estacionada la camioneta.

Rastros y más rastros
La camioneta de Resse le sirvió para llegar hasta Miami, donde la abandonó en la calle. La policía no demoró en encontrarla, por lo que después le resultó imposible negar que sabía que Cunanan estaba en la ciudad, donde se refugió en un hotel de mala muerte, el Normandy Plaza. Para entonces había afiches policiales con su rostro y también fotos publicadas por Time y Newsweek. Pasaba el día encerrado y solo salía de noche, para visitar bares gays. “Era un buscavidas. Lo supe al verlo. Lo puse en contacto con algunos hombres entrados en años, viejos con pasta. Se lo montaban en mi propio cuarto. Me saqué un dinerito con esa movida. Me di cuenta de que se estaba escondiendo, su cara me resultaba conocida, pero yo no sabía que era un asesino”, contaría después Ronnie Holston, que vivía en el mismo hotel.
Como el dinero se le estaba acabando, el 7 de julio Cunanan fue a una casa de empeños para vender una moneda de oro que le había robado a Miglin. Presentó su pasaporte auténtico, dio la dirección del hotel y firmó con su nombre. La encargada, como obliga la ley, envió la documentación a la Policía de Miami, pero ningún agente le prestó atención. Al día siguiente, el mozo de un restaurante lo reconoció como el hombre que buscaba el FBI y llamó a la policía. El agente que lo atendió le preguntó dónde estaba y envió un patrullero, pero cuando los policías llegaron Cunanan ya se había ido. Lo vieron y lo reconocieron también en una disco gay llamada Twist donde entabló conversación con otro parroquiano. Cuando el hombre la preguntó a qué se dedicaba, contestó: “Soy un asesino en serie” y se rio. Carlos Vidal, otro cliente, escuchó el diálogo y al mirar a Cunanan su cara le resultó conocida y le comentó al barman: “No me extrañaría que ese tipo fuera el asesino en serie que andan buscando”. Sin embargo, no llamaron a la policía. “Había visto su cara en los informativos, pero, en aquel momento, la posibilidad de que fuera él me parecía increíble”, explicó después Vidal.

El asesinato y el suicidio
Testimonios recogidos por la policía cuando ya era demasiado tarde dejaron en claro que Cunanan estuvo merodeando el barrio donde vivía Gianni Versace los días anteriores al crimen hasta que el 15 de julio decidió actuar. Después de dispararle en el cuello y la cabeza huyó sin dejar rastros.
Lo encontraron recién una semana más tarde, el 23 de julio, escondido en una casa flotante de Miami Beach que utilizaba como refugio. Lo rodearon y lo intimaron a entregarse. Como única respuesta, el asesino en serie se suicidó disparándose en la frente con la misma pistola que había utilizado para matar a Madson, Reese y Versace, una Taurus PT100 de calibre 40 Smith & Wesson. Con su muerte también acabó con cualquier posibilidad de saber con certeza qué razones lo habían llevado a asesinar a su última víctima.
El cuerpo de Versace fue trasladado a Italia y sepultado en Moltrasio, provincia de Como, en la región de Lombardía. En septiembre de 1997 se anunció que Santo Versace y Jorge Saud eran los nuevos propietarios de los bienes del modisto, mientras que la hermana de Gianni, Donatella, era nombrada directora del departamento de diseño. En su testamento, Versace dejó la mitad de su imperio de la moda a Allegra Beck, su sobrina, hija de Donatella, que tenía 11 años en el momento del crimen de su tío. Al cumplir la mayoría de edad en 2004, heredó alrededor de 500 millones de dólares.
Antonio D’Amico, su pareja desde 1982 y encargado de la línea deportiva de la empresa, nunca se repuso del impacto que le causó la muerte del hombre con quien había convivido durante 15 años. Versace le dejó una pensión mensual de por vida de 26.000 dólares y el derecho a ocupar cualquiera de sus residencias en Italia y en los Estados Unidos. Sin embargo, decidió acordar un solo cobro con la familia y poner su propia empresa de diseño de moda. Dijo que podría tolerar el dolor de seguir trabajando en los lugares que había compartido con el hombre que había amado.
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