
No muchos estadounidenses conocían en detalle cómo era Dayton, una ciudad de Tennessee, en el sur del país. Pero eso cambió radicalmente en julio de 1925, cuando un juicio en apariencia local se volvió una discusión de dimensión nacional. Lo que estaba en tensión era nada menos que la convivencia entre la religión y la ciencia, y la disputa entre esos dos universos respecto de cuál terminaría por ser el eje que organizara la educación pública norteamericana.
El proceso judicial fue breve y empezó hace exactamente un siglo, el 10 de julio de 1925. En el banquillo de los acusados estaba John T. Scopes, un profesor de educación física de apenas 24 años que, además, daba clases de ciencias. Estaba imputado por la presunta violación de una ley estatal, sancionada unos meses antes y conocida como Ley Butler, que establecía que estaba terminantemente prohibida “la enseñanza de cualquier teoría que niegue la historia de la Divina Creación del hombre tal como se encuentra explicada en la Biblia, y reemplazarla por la enseñanza de que el hombre desciende de un orden de animales inferiores”.
No eran tiempos tranquilos respecto de cómo se interpretaban las Sagradas Escrituras dentro y fuera de las aulas. Durante las primeras décadas del siglo XX, Estados Unidos vio crecer un fuerte movimiento en contra de la Teoría de la Evolución que había investigado y desarrollado nada menos que Charles Darwin. Esa mirada era especialmente impulsada por protestantes fundamentalistas que veían esas investigaciones científicas como una amenaza a la autoridad de los textos bíblicos.
Lo inadmisible, para esos sectores, era que un descubrimiento científico planteara que el hombre descendía de “un orden de animales inferiores”, según definían. Eso chocaba con la idea de que el hombre es una creación divina, que es lo que se desprende del relato bíblico. La preocupación de los más aferrados a la Biblia tenía que ver con que la creciente urbanización y modernización de la sociedad se enfrentaba a sus tradiciones más arraigadas.

Fue en ese contexto que Tennessee aprobó la Ley Butler, llamada así por su principal promotor, John Washington Butler, y pensada para “poner a salvo” la interpretación literal de la Biblia”. Quien infringiera la norma se vería obligado a pagar una multa de entre 100 y 500 dólares, un importe indudablemente considerable para la época.
Scopes, el docente de educación física y ciencia, no tenía especiales recuerdos sobre la presunta lección que había dedicado a Charles Darwin y su teoría evolucionista. Sí sabía que en las clases que dictaba en la escuela secundaria de Clark County, en Dayton, usaba el libro que estaba obligado a usar: Biología Cívica. Era un texto publicado en 1914 y era, además, el texto que el propio estado de Tennessee indicaba usar para enseñar. Scopes no recordaba haber dedicado especialmente una clase a los saberes que Darwin le legó al mundo, pero no dudó cuando lo contactaron para defender el pensamiento científico.
Es que apenas se promulgó la Ley Butler sonaron las alarmas de la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU por sus siglas en inglés), una organización que se había creado apenas unos años antes que combatía las restricciones a la libertad de expresión, entre otras reivindicaciones. Cuando los líderes de la organización supieron que el estado sancionaría a quien decidiera dictar un enfoque distinto al apegado a las Sagradas Escrituras -distinto y comprobado científicamente-, vieron la oportunidad de dar una batalla de escala nacional. Querían impugnar las leyes anti-evolucionistas demostrando que eran inconstitucionales.
Uno de los fundadores de la ACLU, Clarence Skinner, publicó en los diarios un ofrecimiento de representación legal gratuita al docente que estuviera dispuesto a poner el cuerpo para derribar la Ley Butler. En Dayton, el aviso llamó la atención de un grupo que también peleaba por los derechos civiles: sus integrantes estaban cada vez más preocupados por el amedrentamiento de la libertad educativa. Y además, pensaron que poner el foco sobre Dayton, volverlo al menos por unos días el centro de la conversación pública de todo un país, ayudaría a impulsar su economía local cada vez más estancada.

Cuando lo contactaron, John Scopes no dudó. Se embarcó inmediatamente en la defensa de la libertad dentro del aula y fue enfático al asegurarles a los integrantes de ACLU que uno de los argumentos principales en el enjuiciamiento debía ser que el propio estado de Tennessee obligaba a los docentes a usar un texto que incluía la Teoría de la Evolución mientras que, al mismo tiempo, prohibía dictar esos contenidos.
Scopes tampoco dudó en sembrar el escenario que lo llevara al banquillo, e incluso instó a sus estudiantes a testificar en su contra garantizándoles que eso no tendría ningún tipo de represalia dentro del aula. Fueron tres los alumnos que se animaron a acusarlo, y el 24 de abril de 1925 un jurado los escuchó.
El juez designado, según reflejó la crónica de un diario de Dayton, “prácticamente instruyó a gran jurado a que declarara culpable a Scopes, a pesar de la pobre evidencia en su contra”. La organización ACLU empezó a intervenir formalmente.
El inicio del juicio oral fue el 10 de julio de 1925, y la atención de todo Estados Unidos crecía. Se decidió que fuera el primer juicio transmitido en directo por radio, lo que terminó de volverlo un asunto nacional. Es que, además, el debate entre las profundas convicciones religiosas de quienes se aferraban literalmente a los textos bíblicos y los avances que la ciencia había logrado, no eran un asunto ni de Dayton ni de Tennessee, sino de todo el territorio norteamericano.
Como el interés público era cada vez mayor, los diarios de distintos puntos del país enviaron a alguno de sus periodistas a que contaran el día a día del juicio. El enviado de The Baltimore Sun, H.L. Mencken, fue el que le encontró nombre a esos hechos que le tocaba narrar: en referencia a la teoría darwinista, que comprobó que el hombre desciende de los primates, apodó al proceso judicial como “El Juicio del Mono”. La idea “se viralizó” y es con ese nombre que se conoce hasta hoy, aunque en un principio era casi una burla por parte del cronista.
Clarence Darrow, un defensor a ultranza de las ideas científicas y de los derechos civiles, fue el abogado de Scopes. Contaba con el apoyo constante de la ACLU y ya era conocido por su agudeza y carisma frente al jurado. El fiscal que encarnaba la acusación era nada menos que William Jennings Bryan, un ex integrante del Poder Legislativo que se había presentado tres veces como candidato presidencial por el Partido Demócrata. También había sido secretario de Estado. Su devoción religiosa lo apegaba a los textos bíblicos, que citaba con insistencia: era un cruzado en pleno siglo XX.

Para defender a Scopes, Darrow se empeñó en demostrarle al jurado que lo que había enseñado en el aula, la Teoría de la Evolución, se trataba de un saber científico aceptado en ese ámbito y fundamental para quien quisiera recibir una educación moderna completa, sin censuras. En cambio, la fiscalía se centró en dar cuenta de que el docente había infringido la Ley Butler, sin detenerse a discutir si la teoría evolucionista era válida o no.
Darrow, el abogado de Scopes, jugó una de sus fichas más potentes al citar al fiscal a que declarara como testigo. Hubo que trasladar el interrogatorio al aire libre por el calor que hacía en la sala: era verano y se había llenado de gente que quería ver ese cruce dialéctico entre ambos abogados.
El defensor del docente se concentró en que Bryan tuviera que admitir, muy a su pesar, que no todo el relato bíblico debía interpretarse de forma literal: apeló a la narración sobre el Arca de Noé y sobre la edad de la Tierra. El fiscal vio temblar su credibilidad y uno de sus principales argumentos ya no judiciales sino también de vida: lo que decía la Biblia, había admitido, no debía interpretarse indudablemente de forma literal.
Pero a pesar del golpe argumental, el juez John Tate Raulston, que desde el primer momento se mostró favorable a la fiscalía, declaró que el testimonio del fiscal era “irrelevante” para el caso y ordenó excluirlo del expediente.
El abogado de Scopes quiso evitar un alegato de alto impacto por parte del fiscal, por lo que, sobre el final del proceso, pidió pasar directamente a la deliberación del jurado. En tiempo récord, en menos de diez minutos, ese jurado declaró a John Scopes culpable. El juez, aunque debía hacerlo el jurado, estableció una multa de 100 dólares.
El docente no se dejó amedrentar y se fue de la sala después de lanzar una frase que dejó flotando en el aire: “Siento que he sido condenado por violar una ley injusta. Continuaré oponiéndome a esta ley en todo lo que pueda”.

De forma absolutamente inesperada y apenas cinco días después de la sentencia contra Scopes, William Jennings Bryan, el fiscal, murió. Fue un deceso súbito y, como la atención acababa de estar centrada en Dayton, la noticia sobre su fallecimiento también se volvió un asunto nacional. Se trató del último gran drama de una contienda que iba mucho más allá del aula de Scopes: era, sobre todo, una pelea por cada aula del país.
Un tiempo después, la Corte Suprema de Tennessee ratificó la vigencia de la Ley Butler pero anuló la condena a Scopes, argumentando que había ocurrido un error procesal y la multa de 100 dólares debía establecerla el jurado popular y no el juez. La ley que prohibía enseñar cualquier contenido que se alejara de una interpretación literal de la Biblia estuvo vigente en ese estado nada menos que hasta 1967. La reacción conservadora se expandió a otros estados: Arkansas y Mississippi también promulgaron leyes similares a la que funcionaba en Tennessee.
El debate sobre si el aula debía ser dominada por la literalidad bíblica o los saberes científicos más modernos se mantuvo encendido durante varios años. Y aunque Scopes fue condenado, el llamado “Julio del Mono” sirvió para dar cuenta de una tensión que enfrentaba a la sociedad de aquel entonces.
Con el correr de los años, el pensamiento científico fue ganando terreno y aceptación, y enseñarlo en las aulas se volvió cada vez más sencillo. No sólo por el consenso sobre su veracidad, sino porque la libertad dentro del aula empezó a ser cada vez mayor. Es una tensión que, sin embargo, perdura hasta hoy.
Lo que se enseña y lo que no dentro de una institución educativa está siempre en debate. A veces, ese debate levanta una temperatura inusitada y termina en un juzgado, transmitido en directo para todo un país.
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