La encrucijada de Pasteur: la decisión que marcó la historia de las vacunas y salvó a un niño de la rabia y un terrible destino

El 6 de julio de 1885, Louis Pasteur enfrentó un dilema ético sin precedentes: aplicar por primera vez su vacuna experimental contra la rabia en un ser humano. El destinatario era Joseph Meister, un niño de nueve años atacado por un perro infectado. El resultado marcó un hito en la medicina y el inicio de la inmunización moderna

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El 6 de julio de
El 6 de julio de 1885, Pasteur inició el tratamiento experimental contra la rabia en el cuerpo del niño mordido por un perro

El chico, Joseph Meister, de nueve años, había empezado a morir. Y el médico que podía salvarlo estaba un poco aterrado. Además, el médico no era médico, era químico. Pero, como diría muchos años más tarde Henri Mondor, uno de sus colegas que lo admiraba y, además, era escritor, “Louis Pasteur no fue médico ni cirujano, pero nadie ha hecho tanto como él en favor de la medicina y la cirugía".

Sin embargo, ese 6 de julio de 1885, hace ciento cuarenta años, frente al chico Meister, Pasteur dudaba: lo atenazaba una enorme angustia moral porque tenía que pasar por encima de sus propias convicciones y de los rígidos conceptos médicos de la época: tenía que experimentar con un ser humano vivo, un chiquillo de nueve años que había llegado de Alsacia, lastimado porque un perro lo había mordido, pero todavía alegre y tranquilo sin sospechar el terrible destino que se cernía sobre su corta vida.

Días antes, en su pueblo natal -había nacido en Meissengott, que hoy se llama Maisongoutte, el 21 de febrero de 1876- Joseph había apartado, o había intentado defenderse con un palo de un perro que, pasado de juguetón, se le había echado encima con furia inusitada: el chico blandió el palo y el perro, con decidida ferocidad, lo mordió varias veces en la pierna, el muslo y el brazo. No era un perro agresivo, sólo estaba desesperado porque el virus de la rabia le cerraba la garganta y no podía ni comer, ni beber agua. Cuando el perrito murió, el chico Meister también empezó a morir: en apenas una decena de días le esperaba una muerte horrible e inevitable. Sólo Pasteur, y sólo tal vez, nada era seguro, podía salvarle la vida.

Y Pasteur dudaba ahora si debía aplicar o no su vacuna contra la rabia, en estado experimental y probada hasta ese momento sólo en animales, en ese chico que ignoraba su terrible final inminente. Experimentar en seres humanos sin tener la certeza de la efectividad de un medicamento o de una vacuna, iba contra los principios de Pasteur y del resto de la comunidad científica. Además, si alguien sabía que Pasteur no era médico era el propio Pasteur. Si su vacuna fracasaba, todo su prestigio, todos sus logros, acaso toda su obra científica quedaría marcada para siempre ya no sólo por ese fracaso, sino por haber hundido en el fango uno de los mandatos morales básicos de la medicina y de la investigación científica. Al mismo tiempo, si no intentaba salvar la vida del chico Meister, lo enviaba a una muerte espantosa.

Louis Pasteur (1822-1895), químico francés,
Louis Pasteur (1822-1895), químico francés, observando cómo su asistente inocula a Joseph Meister, un pastorcito mordido por un perro rabioso. Grabado de 'Scientific American', Nueva York, 19 de diciembre de 1885.

Algún lejano recuerdo de infancia también agitaba la memoria de Pasteur. Uno de sus principales biógrafos, René Dubos, evoca que el químico que debía ejercer ahora como médico, no había olvidado jamás el terror que le produjo un lobo rabioso que había atacado a hombres y a animales en la región de Jura, no lejos de la casa paterna de Pasteur, que nació en Dole, en la región de Borgoña, el 27 de diciembre de 1822. El chico Pasteur, casi a la misma edad que el chico Meister, había visto cómo cauterizaban la herida de una de las víctimas del lobo con un hierro al rojo vivo, aplicado sin miramientos en la herrería cercana a la casa paterna de Pasteur. Algunas de las víctimas del lobo habían sucumbido a la hidrofobia entre horribles sufrimientos, y la región entera recordó siempre con pavor el caso del lobo rabioso.

Dubos sostiene que no fue sólo ese recuerdo de infancia el que decidió a Pasteur a luchar contra la hidrofobia. La elección de ese mal como objeto de sus estudios inmunológicos presentaba un desafío para Pasteur. La rabia no era un drama en Francia, apenas provocaba la muerte de un par de centenares de personas; por otro lado, las experiencias en Alemania y Australia decían que una política sanitaria destinada al control animal y a medidas que dispusieran una cuarentena efectiva en el caso de un brote, disminuían los casos y los riesgos. Pero casi no existían indicios sobre el origen y desarrollo de la hidrofobia; los experimentos eran laboriosos y caros, y la lucha contra esa enfermedad mortal no daba resultados.

Joseph Meister fue la primera
Joseph Meister fue la primera persona vacunada contra la rabia

Es probable que existiera también otra razón para que Pasteur se volcara a la lucha contra la rabia. Dice Dubos: “La rabia se había apoderado desde antiguo de la imaginación popular y era el símbolo del terror y del misterio. Por lo tanto, estaba bien configurada para satisfacer las ansias de Pasteur por los problemas románticos”.

Algo de eso, del espíritu romántico de Pasteur, había deslizado, sutil y afectuoso, el escritor, historiador y filósofo Ernest Renan en una ocasión muy especial. En 1882, tres años antes de que el chico Meister, que no sabía que iba a morir, se topara con Pasteur, que dudaba si debía salvarle la vida, el científico había ingresado en la Academia Francesa de Letras. Renan, premonitorio, se había encargado del discurso de bienvenida: “Lo que le preocupa a usted hoy es la rabia. Usted la vencerá y la humanidad le deberá su liberación de esta horrible enfermedad y también de una triste anomalía: me refiero a la falta de confianza que no podemos evitar mezclar cuando acariciamos al animal en el que vemos la más amable benevolencia de la naturaleza”.

Pero, ¿quién era Pasteur?, ¿Por qué el mundo de la ciencia y el de las letras estaba rendido a los pies de un hombre sereno, callado, modesto y talentoso? No apuntó para científico. Sí mostró alguna inquietud cuando estudiante, fue hacia las artes, en especial hacia la pintura, con las que hizo frente a sus bajas calificaciones en química nada menos, donde descollaría años después. Pero, a los diecinueve años, se licenció en ciencias matemáticas y en 1847 ocurrió lo inesperado: el joven Pasteur, de veinticinco años, se doctoró en ciencias con una tesis físico-química. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Lille y a los veintisiete años se casó con Marie Laurent, la hija del rector de la Universidad de Estrasburgo, donde también fue profesor. La pareja tuvo cinco hijos de los que sobrevivieron dos, Jean-Baptiste y Marie-Luise, los otros tres murieron muy jóvenes enfermos de fiebre tifoidea, una tragedia que también marcó su vida como científico.

En sus inicios como estudiante
En sus inicios como estudiante Pasteur se destacaba en pintura: un retrato que hizo de su madre

En 1848, el joven Pasteur resolvió el llamado misterio del ácido tartárico, una sustancia que parecía tener dos formas de igual composición química, pero con propiedades diferentes. Una de las dos, por ejemplo, que tenía origen en seres vivos, era detectable en los vinos y polarizaba la luz, mientras que la otra sustancia, producida sintéticamente, incluía la misma fórmula química pero no polarizaba la luz. Ese y otros aciertos de Pasteur no sólo impulsaron la investigación científica, sino que revolucionaron en parte la industria y el comercio.

En la época en la que el vino, la cerveza y la leche se echaban a perder con facilidad, Pasteur demostró que el proceso de fermentación se debía a la intervención de uno o más organismos. Esa era una idea audaz porque la ciencia de la época, en especial el eminente químico alemán Justus von Liebig, sostenía que el proceso de fermentación era químico. No lo era. Pasteur descubrió, microscopio mediante, que en el vino, la leche y la cerveza agrios intervenían dos variedades diferentes de levaduras que eran la clave del proceso: una producía alcohol, la otra variedad de levadura producía ácido láctico, que lo echaba todo a perder.

Para eliminar los microorganismos dañinos, Pasteur propuso encerrar los líquidos en cubas bien selladas y “cocinarlos”, elevar su temperatura hasta los cuarenta y cuatro grados centígrados, pero durante un lapso muy breve. La industria casi lo lincha: la idea de calentar el vino no cabía en la cabeza ni de los viñateros ni en la de los bebedores. Pero Pasteur experimentó con dos lotes de vinos, calentado uno y sin calentar el otro: en el vino que se había calentado, los microorganismos malditos habían desaparecido. Así nació la pasteurización que hace honor a su creador y, hasta hoy, garantiza la seguridad de alimentos del mundo en especial de la leche, que desde aquellos días se conservó más tiempo, se distribuyó mucho más fácil y más lejos y evitó infecciones y otros males.

Pasteur no sólo dio vuelta las cabezas de granjeros e industriales, también lo hizo con una línea de pensamiento científico que sostenía que los microorganismos aparecían por generación espontánea, mientras él afirmaba que los procesos de fermentación y descomposición orgánica se producían por la acción de organismos vivos que crecían en un ámbito propicio, en “caldos nutritivos”.

Su teoría, que quedó demostrada gracias a sus experimentos exitosos, estableció un principio científico que hoy parece una verdad de Perogrullo, pero que entonces, mitad del siglo XIX, no era tan aceptado. Ese principio decía: “Todo ser vivo procede de otro ser vivo anterior (Omne vivum ex vivo)”. Esa fue la base de la teoría germinal de las enfermedades y de la teoría celular; implicó también un cambio conceptual sobre los seres vivos, una revolución en la biología en general, y marcó el inicio de la microbiología moderna.

Los aciertos científicos de Pasteur agregaron una especie de nueva ley biológica que establecía que los contagios de las enfermedades infecciosas tampoco sucedían por generación espontánea, sino por la capacidad y la habilidad de virus, microbios y bacterias para pasar de una persona a otra a través del aire o del contacto físico. Era un grito de advertencia: el mal es contagioso.

El primero en escuchar ese grito fue el médico británico Joseph Lister que siguió las ideas de Pasteur y las sistematizó: hoy es considerado el padre de la antisepsia moderna. Lister dispuso modificaciones vitales en el modo en el que se realizabas las cirugías; estableció que los médicos debían lavarse las manos y usar guantes, que el material quirúrgico debía ser esterilizado antes de ser usado y que había que limpiar las heridas con una solución de ácido carbólico, fenol, que mataba los microorganismos tan temidos. Antes de Pasteur y de Lister, pasar por un quirófano equivalía a arriesgarse a una gangrena, o a una infección masiva, y a la muerte.

Pasteur fue uno de los
Pasteur fue uno de los precursores de la higiene moderna

Abundar en los logros científicos de Pasteur sería largo y acaso tedioso en estos momentos en los que el chico Meister, que no sabe que tiene los días contados, espera que el doctor Pasteur, que no es médico, decida su dilema moral de experimentar una vacuna contra la rabia en un ser humano.

Las vacunas, la inoculación en un ser humano de un agente infeccioso debilitado en forma artificial, había sido un hallazgo del británico Edward Jenner que estudió la viruela bovina, de allí el nombre vacuna. Estos conocimientos elementales son muy útiles en estos años en los que el idiotismo obstinado pretende hacerle pito catalán a las vacunas. Pasteur siguió a Jenner y desarrolló una vacuna contra el carbunco, una enfermedad infecciosa mortal, causada por la bacteria “Bacillus anthracis”, conocida como ántrax, que puede transmitirse a los seres humanos. En 1881 dividió un rebaño de ovejas en dos: a una mitad le inyectó la enfermedad y a la otra mitad la vacunó. La mitad con la enfermedad murió, pero la otra mitad no se contagió.

Pasteur desarrolló la vacuna utilizando
Pasteur desarrolló la vacuna utilizando médulas espinales de conejos infectados, desecadas en laboratorio

Con el virus de la rabia fue diferente porque Pasteur creó la vacuna a partir del propio virus causante de la enfermedad ya no atenuado de forma artificial, sino natural. Fue un descubrimiento dictado por el azar. En 1880, uno de sus ayudantes, Charles Chamberland, olvidó un cultivo de bacterias causantes del cólera aviar. Cuando regresó después de un par de semanas, notó que el cultivo se había debilitado. Pasteur inyectó ese virus débil en algunos pollos que padecieron unos síntomas leves y luego, cuando se los expuso al cólera, no enfermaron.

Así estudió Pasteur con la hidrofobia; experimentó en conejos y perros inoculando el virus en el sistema nervioso central de los animales: en el cerebro de los conejos, en concreto, el resultado era una mayor acción del virus y un acortamiento del período de incubación. A la muerte del animal, su médula espinal era suspendida en un ambiente seco y estéril, en el principio fue un frasco. Al cabo de unas semanas, la médula se hacía mucho menos no virulenta.

Pasteur experimentó en conejos y
Pasteur experimentó en conejos y perros inoculando el virus en el sistema nervioso central de los animales

La experiencia con perros demostró que cuando el animal recibía médula espinal infectada y desecada durante catorce días, y al día siguiente recibía una médula disecada durante trece días, y al día siguiente una de doce y así hasta el día uno, en la que recibía una médula “fresca” y virulenta, el animal no contraía la rabia y resistía la inoculación del virus en el cerebro, que en otras circunstancias hubiese sido mortal. En otras palabras, Pasteur había descubierto que en quince días de inyecciones diarias del virus, cada día menos atenuado y más peligroso, era posible alcanzar la inmunidad contra la rabia.

Aplicar el resultado de sus investigaciones era otra cosa, era una ruleta rusa que llevaba escrito un destino fatal. Si Pasteur estuvo a punto de decir que no, que no iba a experimentar con el chico Meister, cedió luego ante el embate de dos de sus colegas y amigos. Uno era el médico y filólogo Alfred Vulpian, que en 1856 había deducido la existencia de una sustancia en la médula suprarrenal que se vertía en la sangre, la noradrenalina y la adrenalina y junto con el neurólogo Jean-Marie Charcot había aportado estudios sobre la enfermedad de Parkinson y la esclerosis múltiple. El otro médico que apuntaló a Pasteur fue Jacques-Joseph Grancher, pionero en las investigaciones sobre tuberculosis, creador de medidas para luchar contra ese mal en los chicos y defensor del aislamiento y la antisepsia. Fue Grancher quien asumió la responsabilidad médica del caso Meister, mientras los dos amigos explicaban a Pasteur que el muchachito iba a contraer la rabia, y que su muerte sería inevitable y horrenda.

Retrato de Pasteur, un año
Retrato de Pasteur, un año antes de su muerte (La Ilustración Artística, Barcelona)

Así llegó ante Pasteur el chico Meister, con manos, piernas y muslos mordidos por aquel perro rabioso de Alsacia. ¿Qué sucedió después? Lo cuenta Dubos, el biógrafo de Pasteur: “El 7 de julio, sesenta horas después del accidente, se inyectó al muchacho con médula espinal atenuada por desecación durante catorce días. En las doce inoculaciones posteriores recibió el virus cada vez más fuerte hasta que el 16 de julio recibió una inoculación de médula virulenta extraída el día anterior del cuerpo de un conejo que había muerto después de la inoculación con virus fijo. Joseph Meister no presentó ningún síntoma y regresó sano a Alsacia.

Eso fue todo. Aunque hubo más.

En octubre de 1885, cuatro meses después del caso Meister, Pasteur trató otro caso de un muchacho mordido por un perro rabioso. Era Jean Baptiste Jupille, de quince años, que había luchado con un animal que estaba a punto de atacar a unos chicos también en la región del Jura. Era un pastor que andaba, látigo en mano, en pleno pastoreo de un rebaño de ovejas. Jupille luchó a brazo partido con el perro hasta que pudo atar su hocico, luego lo mató a golpes con su zueco de madera. Cuando se comprobó lo que era evidente, que el animal estaba rabioso, Jupille fue enviado a París para que Pasteur lo tratara. Fue sometido a un tratamiento seis días después de recibir las heridas, sobrevivió y regresó a casa. Hoy, una estatua de Jupille recuerda el hecho frente al Instituto Pasteur de la capital francesa.

Monumento a Jean-Baptiste Jupille, el
Monumento a Jean-Baptiste Jupille, el segundo niño que recibió la vacuna contra la rabia (1885) situado en el Instituto Pasteur, Francia. Recuerda el momento en que fue atacado por un perro rabioso

El éxito de la vacuna antirrábica permitió fundar en París el Instituto Pasteur, el 14 de noviembre de 1888. El doctor Grancher tuvo a su cargo las investigaciones, bajo supervisión del propio Pasteur. Jupille, el pastorcito de Jura, fue guardián del instituto. Y Meister, ya adulto, también fue vigilante y portero de ese instituto hasta su muerte, el 16 de junio de 1940. Sobre la muerte de Meister hay dos versiones. Dubos dice en su biografía de Louis Pasteur, que Meister: “(…) Cincuenta y cinco años después del accidente que lo hizo pasar a la historia médica, se suicidó para evitar ser obligado a abrir a los invasores alemanes la cripta donde estaba enterrado Pasteur”. Esa historia fue desmentida por el doctor George Cohen, que vivía en 1940 en el mismo edificio de departamentos de París en el que vivía el hijo de Meister, quien le dijo que el antiguo paciente de Pasteur se había suicidado por el desaliento, la impotencia y la depresión que le había causado la ocupación alemana de París en mayo de ese año.

Pasteur murió el 28 de septiembre de 1895, a los setenta y dos años, en Villeneuve L’Etang, al oeste de París. Era un sabio.

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