El secuestro extorsivo que inspiró el consejo de prohibir a los niños recibir caramelos de extraños: la trama del caso Charley Ross

El primer día de julio de 1874 dos hermanos de cuatro y seis años desaparecieron del patio de su casa en Filadelfia, Estados Unidos. Nadie pensó en la posibilidad de un secuestro porque jamás se había dado un caso semejante. El mayor volvió a las pocas horas, del menor nunca más se supo nada. El intercambio eterno de cartas entre la familia y los captores en la historia de un suceso que infundó terror en la sociedad

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La desaparición de Charley Ross
La desaparición de Charley Ross generó una ola de pánico y cambió la percepción de la seguridad infantil en Filadelfia

El chico no apareció nunca más. Fue la víctima del primer secuestro extorsivo en los Estados Unidos. Charles Brewster “Charley” Ross, tenía cuatro años cuando el 1° de julio de 1874 a él y a Walter, su hermanito de seis años, se los llevaron dos tipos que viajaban a bordo de un carro, les regalaron caramelos y se ofrecieron a comprarles unos petardos para celebrar el día de la independencia, tres días después. Fue un caso dramático, irresuelto, que se extendió a modo de larga agonía durante décadas y que terminó perdido en las sombras.

Quiere la leyenda que el sabio consejo que prohíbe a los chicos aceptar caramelos, o cualquier otra cosa, de manos de extraños, está fundado en el drama de Charlie, “Charley” Ross, a quien buscaron por cielo y tierra, por quien sus secuestradores pidieron rescate a través de veintitrés cartas dramáticas, que terminó con la muerte de sus raptores que se llevaron un gran secreto a sus tumbas: qué hicieron con Charley.

En 1874 Estados Unidos lamía sus heridas. Era un país en plena reconstrucción, destrozado por la larga Guerra Civil que había durado cuatro años, entre 1861 y 1865. De hecho, lo gobernaba Ulysses S. Grant, el general que había comandado las fuerzas del Norte que habían triunfado en la guerra. El país se expandía hacia el oeste, recién se había inaugurado el ferrocarril del Pacífico Sur que revolucionó el transporte y facilitó lo que la tradición llama la conquista del Oeste. Una crisis económica en 1873 había dado un alerta sobre la fragilidad de esa laboriosa reconstrucción económica, y miles de peregrinos se habían lanzado hacia la otra costa del país atraídos por una promesa tácita pero fascinante: allá lejos había oro. Antes, esa tierra debía ser ocupada, asediada y capturada a las tribus nativas. Esa era otra guerra: en junio de 1874, un mes antes del secuestro de Charley Ross, una coalición de naciones integrada por comanches, kiowas, cheyenes y araphaos atacó un campamento de cazadores de búfalos en Adobe Walls, Texas y libró una feroz batalla con los colonos.

En ese escenario, el secuestro de un chico de cuatro años seguido de un pedido de rescate, un delito casi desconocido hasta entonces, sacudió la zona acomodada de Filadelfia, Pensilvania. Si los detalles del secuestro se conocieron, fue gracias a Walter Ross, el hermanito de Charley, que se salvó de ser capturado porque los delincuentes decidieron abandonarlo. Walter contó que el 27 de junio, dos hombres a bordo de un carro tirado por caballos habían pasado frente a la casa de los Ross, donde jugaban los dos hermanos. Los desconocidos habían hablado con ellos, les habían regalado caramelos y habían regresado al día siguiente, y al otro, y al otro, siempre con golosinas. El miércoles 1° de julio volvieron a pasar y se ofrecieron a llevarlos hasta una tienda para comprar más caramelos y unos petardos con los que celebrarían tres días después la independencia de Estados Unidos. Los chicos treparon y el carro los llevó hasta una tienda, “Aunt Sussie’s –Tía Sussie”, en la esquina de las calles Palmer y Richmond de Germantown, un suburbio de Filadelfia, donde vivía la Familia Ross.

El secuestro de Charley Ross
El secuestro de Charley Ross en 1874 marcó el primer caso de secuestro extorsivo en Estados Unidos

Christian Ross, el padre de familia, era un empresario exitoso y de fortuna; vivía en una gran mansión en el sector East Washington Lane de Germantown, donde funcionaba su empresa, junto a su mujer y a sus siete hijos: Stroughton, Harry, Sophia, Walter, Charley, Marian y Annie. La crisis económica de 1873 lo había dejado un poco escorado y escaso de efectivo, una de las dificultades que surgirían a la hora de pagar el rescate por Charley y una condición que los secuestradores ignoraban cuando decidieron raptar al chico.

En la esquina de “Aunt Sussie’s”, Walter Ross recibió de los desconocidos veinticinco centavos para que fuera a comprar cohetes y petardos. Cuando Walter salió del negocio, el carro, los desconocidos y su hermanito habían desaparecido. El chico empezó a llorar a gritos hasta que dio con él un tal Henry Peacock, que conocía a la familia: él los devolvió a sus padres. Los investigadores dieron luego con varios testigos que habían visto pasar el carro, una especie de antigua calesa, con los dos desconocidos y los chicos a bordo. Pero nadie los había visto marcharse con Charley y sin Walter. Caballo y carro nunca fueron hallados. Charley tampoco.

Nadie pensó en la posibilidad de un secuestro porque jamás se había dado un caso semejante. En dos días los investigadores elaboraron tres o cuatro teorías algo disparatadas, desde un drama interno familiar, hasta una eventual tribu gitana o indígena, autora del delito. El 3 de julio, Christian Ross recibió una carta enviada por correo desde Filadelfia. Había sido escrita con letra despareja y unos horrores ortográficos y sintácticos que parecían intencionados. Con la debida licencia que otorga la traducción libre, la carta decía más o menos: “3 de julio. Sr. Ros (con una sola s): No se preocupe hijo Charly, ya está todo escrito: lo tenemos y ningún poder en la tierra puede liberarlo de nuestras manos. Tendrá que pagarnos dos veces antes de quitárnoslo, y pagarnos un buen centavo. Si pone a la policía buscándolo, sólo está frustrando su objetivo. Lo tenemos tan encerrado que ningún poder viviente puede quitárnoslo con vida. Cualquier acercamiento a su escondite será la señal de su aniquilación inmediata. Si considera que su vida no pone a nadie a buscarlo, su dinero puede rescatarlo con vida y ningún otro poder existente. No se engañe pensando que los detectives pueden quitárnoslo, porque eso es imposible. Lo tendremos aquí en pocos días”.

Así empezó un frenético intercambio de mensajes entre secuestradores y la familia, templado por la furia de los investigadores y de los vecinos de la ciudad, que encerraron a sus hijos en casa. Mientras, la policía buscaba a Charley en las casas del barrio, a la vera de un arroyo cercano, en las embarcaciones que navegaban aquellas aguas: no hubo resultados. Charley se había esfumado. Y sus secuestradores también.

Walter Ross fue rescatado luego
Walter Ross fue rescatado luego de ingresar a un comercio para gastar los veinticinco centavos que los secuestradores le habían dado para comprar cohetes y petardos

El 6 de julio, Ross padre recibió una segunda carta, también enviada desde Filadelfia, en la que los delincuentes exigía ahora veinte mil dólares y amenazaban con matar al chico si se veían rodeados por la policía. La carta exigía que Ross colocara un aviso en el diario Philadelphia Ledger que debía decir: “Ros. Estamos dispuestos a negociar”. El padre contestó al día siguiente pero los secuestradores respondieron ese mismo día que debía ser más específico. La policía aconsejó al jefe de familia, que se encargaba en persona de la negociación, que tratara de provocar un mayor intercambio de cartas, en espera de que alguna revelara alguna pista que permitiera rastrear al chico. La siguiente respuesta de Ross fue: “Ros (con una sola ese, tal como lo escribían los delincuentes) llegará a un acuerdo todo lo mejor que pueda”.

Los tipos notaron que la respuesta era algo evasiva, lo era, y contestaron que estaban muy impacientes, que el tono de los dichos de Ross era muy evidente. En un momento de ese dramático tira y afloje, Ross anunció que no estaba dispuesto a pagarle a los monstruos que habían cometido semejante crimen. Pero luego dio marcha atrás, porque su mujer había caído en un estado mental y físico lamentable. Reabrió la negociación con los delincuentes que hasta le reprocharon su actitud impulsiva. Del chico, ni noticias.

El 22 de julio, luego de una recompensa de veinte mil dólares ofrecida por el alcalde de Filadelfia a quien diera una pista certera para ubicar a los secuestradores, Ross accedió a hacer lo que le pedían. Recibió una respuesta que sonó bastante disparatada: los delincuentes se negaron a negociar el rescate porque “(…) la luna no está en una fase propicia para la negociación”. Ocho días después, el 30 de julio, los secuestradores ordenaron a Ross que pintara de blanco un maletín, colocara en él veinte mil dólares en billetes chicos, subiera al tren que salía a medianoche rumbo a New York, se ubicara en el último vagón y, si durante el viaje veía una antorche o una bandera blanca que se agitaban al costado de las vías, arrojara la maleta de inmediato. El misterio de la luna que ocho días antes había demorado el rescate, el maletín y la bandera blanca cobró sentido: el 3 de julio había luna nueva y el cielo entre Filadelfia y New York estaba negro y cerrado. Si todo salía bien, Charley sería devuelto a su casa en las siguientes diez horas.

Nada salió bien. En lugar de los veinte mil dólares, Ross colocó en el maletín un mensaje que decía que no iba a pagar hasta ver a su hijo. A lo largo del viaje no vio ninguna antorcha ni ninguna bandera blanca y volvió a su casa a la mañana siguiente. Encontró una carta de los secuestradores que le reprochaban no haber hecho el viaje. ¿Qué había sucedido? Los investigadores especularon con que los delincuentes habían deducido de la información que publicaban los diarios que seguían el caso, que Ross no viajaría a New York con el dinero del rescate.

Los secuestradores de Charley Ross
Los secuestradores de Charley Ross enviaron veintitres cartas exigiendo rescate y nunca revelaron el paradero del niño

Días después, las negociaciones se reanudaron y volvieron a circular las cartas entre los secuestradores y el padre de Charley, que se mantuvo firme: exigía ver a su hijo antes de pagar; a lo sumo, pretendía que la entrega del dinero y del chico fuera simultáneas. Los secuestradores dijeron que eso era imposible y volvieron a amenazar con matarlo.

Para el 2 de agosto, la policía de New York tenía una pista dada por un informante que señalaba como posibles sospechosos a dos hombres: William Mosher y Joseph Douglas. En abril de ese año, tres meses antes del secuestro de Charley Ross, Mosher y Douglas habían intentado convencer al informante de la policía de New York para que participara en el secuestro de uno de los hijos de la familia Vanderbilt, al que planeaban capturar mientras jugaba en el parque de la residencia familiar en Long Island. El plan consistía en pedir cincuenta mil dólares de rescate y mantener recluido al chico hasta el pago del rescate. El informante dijo a la policía que él se había negado a tomar parte del secuestro y describió a Mosher y a Douglas; incluyó algunos datos físicos sobre los dos hombres que, a juicio de los investigadores, eran desconocidos.

Lo que hizo la policía fue hablar sobre esos detalles poco conocidos de los sospechosos con Walter Ross, el hermano de seis años de Charley, que identificó enseguida a uno de ellos: el chico recordaba que a uno de los dos secuestradores le faltaba un dedo de la mano. Mientras la policía los buscaba, Mosher, su familia y Douglas se mudaron a New York el 19 de agosto porque allí vivía un cuñado de Mosher, William Westervelt, que había sido policía. Los investigadores neoyorquinos empezaron a vigilar más de cerca a los sospechosos.

A inicios de septiembre, y salvo para la desesperada familia Ross, el caso pintaba para comedia dramática. Era titular diario de los periódicos de Filadelfia y de New York; la alcaldía de Filadelfia había impreso y repartido millares de retratos y carteles de búsqueda de Charley para facilitar su hallazgo; se organizaron colectas para financiar el pago del rescate; los dueños del prestigioso circo P. T. Barnum se ofrecieron a pagar el rescate íntegro con la condición de exhibir a Charley cuando fuera entregado por los delincuentes; dos autores de música popular, Dexter Smith y W.H. Brockway, compusieron una balada y la titularon Bring Back Our Darling (Devuelvan a nuestro amado), y parte de los colegas empresarios de Christian Ross contactaron a la famosa y a menudo infalible agencia de detectives Pinkerton para que solucionara el caso.

El chico Charley Ross seguía sin aparecer.

El showman P. T. Barnum
El showman P. T. Barnum fue un empresario, propietario de un museo, político, periodista, empresario y creador del circo "The Greatest Show on Earth". Ofreció pagar el rescate para luego exhibir al niño Ross (AP)

El 6 de noviembre, Christian Ross recibió una nueva carta de los secuestradores, la número veintitrés. No podía saberlo, pero sería la última. Allí le daban la dirección de un hotel de New York y le indicaban que enviara a dos familiares con el dinero del rescate y que anunciara el viaje con dos días de anticipación en la columna personal del New York Herald, un texto que debía decir: “Saulo de Tarso. Hotel de la Quinta Avenida. De inmediato”. También exigieron que los enviados no salieran del hotel durante todo el día de su llegada, porque allí serían visitados por un mensajero de los secuestradores. Aclararon dos cosas: el mensajero no sabía qué contenía el paquete que iba a recibir, ni cuál era el propósito del intercambio, por lo que los Ross debían abstenerse de hablar con él y, segundo, la ruta que seguiría el misterioso mensajero con el dinero en su poder estaría vigilada: si alguien lo seguía, ellos matarían a Charley. Si todo salía bien, el chico sería devuelto en diez horas.

Nada salió bien.

El 15 de noviembre apareció el anuncio en el New York Herald. Decía: “Saulo de Tarso. Hotel Quinta Avenida. Miércoles 18 todo el día”. Un hermano de la madre de Charley y un sobrino de la mujer esperaron todo el día en vano. Nadie se presentó a retirar el rescate. Fue el último paso que secuestradores y familia dieron para negociar el rescate del chico. Las comunicaciones se interrumpieron, la familia Ross cayó en la desesperación y el caso se apagó durante casi un mes. Tiempo después, cuando todo estuvo más claro, los investigadores pensaron que los secuestradores sabían que la policía los vigilaba tan de cerca, que aquel día no se atrevieron a salir a la calle para cobrar el rescate.

Entonces, la madrugada del 14 de diciembre de 1874, cinco meses y trece días después del secuestro de Charley Ross, el caso dio un giro espectacular.

El secuestro de Charley Ross
El secuestro de Charley Ross inspiró la advertencia de no aceptar caramelos de extraños

Charles van Brunt había hecho una brillante carrera judicial que lo había convertido en 1869 en juez del Tribunal de Causas Comunes de New York, con los años, llegaría a ser juez de la Corte Suprema del Estado. Vivía en Manhattan y tenía una casa de verano en Bay Ridge, Brooklyn. Al lado, vivía en forma permanente su hermano, I. H. van Brunt. El juez cerraba su casa en invierno y la dejaba conectada a la de su hermano por medio de un sistema de alarmas.

A las dos de la madrugada del 14 de diciembre, una noche de tormenta, la alarma de la casa del juez empezó a sonar y despertó a su hermano, que le pidió a su hijo Albert que chequeara si alguna persiana de la casa se había abierto empujada por el fuerte viento. Ni viento, ni persiana: lo que Albert vio fue dos siluetas que se alumbraban con una vela que habían invadido la casa del juez. Van Brunt, su hijo y otros dos hombres se armaron con escopetas y pistolas y se apostaron en las puertas delantera y trasera de la casa.

Era una noche cerrada, además de tormentosa, y hacía mucho frío. Finalmente, al cabo de una hora, vieron que las dos siluetas salían del sótano trasero de la casa. Les gritaron que se detuvieran y alzaran las manos, pero la respuesta fue dos balazos que no dieron a nadie. En cambio, los escopetazos y los disparos de revólver con los que respondieron Van Brunt y los suyos hirieron a uno de los delincuentes. El segundo intentó escapar hacia el frente de la casa, pero allí se topó con Albert van Brunt que lo mató de dos disparos. Mientras, el herido de la parte trasera siguió su batalla personal hasta que se le acabaron las municiones y con las luces de todo el vecindario encendidas. El hombre, que se sintió morir, se rindió, pidió un vaso con agua y, jadeante, dijo: “Hombres, no les voy a mentir. Me llamo Joseph Douglas y el hombre de allá es William Mosher. Vive en Nueva York y yo no tengo casa. Soy soltero y no tengo parientes, salvo un hermano y una hermana a quienes no he visto en doce años. Mosher está casado y tiene cuatro hijos. Tengo cuarenta dólares en el bolsillo que gané honestamente. Entiérrenme con eso. Hombres, me estoy muriendo y no sirve de nada mentir. Mosher y yo robamos a Charley Ross”.

Los van Brunt, que conocían el caso, le preguntaron por qué habían secuestrado al chico y Douglas contestó: “Para ganar dinero”. Volvieron a interrogarlo: ¿quién tenía a Charley? Y Douglas, moribundo: “Mosher lo sabe todo sobre el chico, pregúntenle a él”. Entonces le dijeron que Mosher estaba muerto y, para convencerlo, arrastraron el cadáver hasta que lo colocaron a su lado y le iluminaron la cara con un farol. Cada vez más débil, Douglas dijo: “Que Dios ayude a su pobre esposa y a su familia. El jefe Walling sabe todo sobre nosotros: nos perseguía, y ahora nos tiene. El niño regresará a casa sano y salvo en unos días”.

El “jefe Walling” era George Walling, jefe de la policía de New York, que había dado con la pista de los sospechosos, a quien los van Brunt le avisaron de inmediato del tiroteo y de la identidad de los delincuentes. Walling envió a Bay Ridge a un detective de apellido Silleck que conocía a Mosher y a Douglas desde la infancia: sólo que unos y otros habían seguido caminos diferentes. Douglas, que se retorcía de dolor, rogó que no lo movieran y que no le obligaran a hablar más; consiguieron un paraguas para cubrirlo de la lluvia y así pasó una hora, hasta que murió.

Los principales sospechosos, William Mosher
Los principales sospechosos, William Mosher y Joseph Douglas, murieron sin confesar el destino de Charley Ross

Cuando el detective Silleck llegó a la casa de verano del juez van Brunt, reconoció de inmediato a los dos muertos y dio enseguida una prueba de identidad. Como Mosher llevaba guantes, Silleck pidió: “Quítenle los guantes, una de las manos tiene un dedo amputado”. Le quitaron los guantes y, en efecto, faltaba un dedo en una de las manos del cadáver; el rostro tenía una malformación nasal, que era otro de los datos poco conocidos que había dado el informante anónimo a la policía. Walter Ross, el hermanito de Charley de seis años, fue enviado a New York para reconocer los cuerpos. Reconoció a Mosher de inmediato como al hombre que manejaba el carro, y luego a Douglas como el tipo que les había dado caramelos a él y a Charley. Los dos delincuentes fueron reconocidos también por quienes los habían visto con los chicos a bordo del carro en le esquina de “Aunt Susie´s”, en especial por uno de los testigos llamado Peter Callahan.

Christian Ross declaró luego que, dado que los responsables del secuestro de su hijo habían muerto, no tenía intención de procesar a quien tuviera a su hijo en custodia y ofrecía cinco mil dólares como recompensa a quien lo devolviera sin que le hicieran preguntas.

Pero el chico nunca apareció.

En febrero de 1875, la legislatura de Pensilvania aprobó una ley que definía el delito de secuestro y fijaba una multa no mayor de diez mil dólares y un lapso de prisión no mayor de veinticinco años. También dispuso que si alguien tenía en su poder a un niño secuestrado y lo devolvía al sheriff o al juez más cercano antes del 25 de marzo de ese año, quedaría exento de castigo. Pero nadie devolvió a Charley.

La mujer de Mosher declaró no saber nada en absoluto de las andanzas de su marido, y le creyeron. El hermano de la mujer, William Westervelt, el policía por el que Mosher y Douglas se habían mudado de Filadelfia a New York, fue detenido y juzgado en 1875 por secuestro. No hallaron evidencia alguna que probara su participación en el caso. Fue declarado inocente de los cargos de secuestro, pero culpable de conspiración: lo condenaron a seis años de cárcel. Siempre dijo ser inocente y juró no saber nada sobre el paradero de Charley. Sin embargo, mientras estaba en prisión en espera del juicio, dijo a Christian Ross que Charley estaba vivo en el momento de la muerte de Mosher, en diciembre de 1874, en la casa del juez van Brunt.

A lo largo de los
A lo largo de los años, cientos de personas afirmaron ser Charley Ross, pero todas resultaron ser impostores

Dos años después del secuestro de su hijo, Christian Ross publicó un libro sobre el caso: La historia del padre de Charley Ross, el niño secuestrado. Intentaba recaudar dinero para seguir con la búsqueda de su hijo. Era una búsqueda desesperanzada. Charley era un chico inteligente, conocía a su entorno familiar, según las cartas enviadas por los secuestradores a la familia, les rogaba que lo devolvieran a su casa para acompañar a su madre: si seguía vivo, pensaba el padre, hubiera podido revelar su identidad a cualquiera que lo hallara.

Cuatro años después, el caso Charley Ross había perdido el interés de los medios de comunicación. De alguna manera estaba resuelto: sus secuestradores habían muerto. Pero el chico seguía sin aparecer y sin que se supiera nada de su mal destino. Christian Ross reimprimió entonces su libro para renovar el interés y dio una serie de conferencias por Estados Unidos que empezaron en Boston.

El matrimonio Ross buscó a Charley hasta la muerte: él en 1897 y ella, su nombre está perdido en la historia, en 1912. Llegaron a entrevistar a más de quinientos chicos, adolescentes y adultos que a lo largo de los años afirmaron ser Charley Ross: eran todos impostores. Los Ross gastaron cerca de sesenta mil dólares en la búsqueda de su hijo, que nunca apareció. En 1924, cuando se cumplieron cincuenta años del secuestro, los diarios americanos recordaron el caso y publicaron parte de las historias que lo rodearon. Walter, el hermano que tenía seis años el día del secuestro, era en esa época un hombre de cincuenta y seis que trabajaba como corredor de bolsa y dijo que él y sus tres hermanas todavía recibían cartas de hombres de mediana edad que reclamaban ser Charley Ross.

En 1934, un carpintero de sesenta y nueve años que vivía en Phoenix, Arizona, pidió a un tribunal que lo reconociera como el auténtico Charley Ross. Dijo que, luego del secuestro, vivió en una cueva y fue adoptado por un hombre que le dijo que era Charley. Walter rechazó el reclamo y dijo que Blair era “un chiflado”. “La idea de que mi hermano está todavía vivo no sólo es absurda; además, la historia de ese hombre parece no ser convincente. Hace mucho tiempo que abandonamos la esperanza de que Charles sea hallado vivo”. Pero en marzo de 1939, el tribunal dictaminó que Blair era en realidad Charles Ross. Lo que quedaba de la familia rechazó reconocer a Blair como pariente y no le legaron ni dinero, ni propiedades de sus padres. Blair vivió un tiempo en Los Ángeles, donde intentó vender su historia a los estudios de Hollywood, pero no tuvo éxito. Murió en Phoenix en diciembre de 1943 y sostuvo siempre que era Ross.

Charles Brewster Ross, el chico secuestrado a los cuatro años y que nunca apareció, no cayó del todo en el olvido. Una de las principales bases de datos de Estados Unidos sobre personas desaparecidas lo recuerda: es el “Project Charley”.

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