
El cielo de Grodno, en la Unión Soviética, ardía con el humo de la Segunda Guerra Mundial. Había polvo y cadáveres en los caminos. Era el momento en que los nazis avanzaban rumbo a Moscú. Lo más aterrador no era el estruendo de los tanques o el zumbido de los aviones. Era una sola frase, seca, directa, dicha en un alemán que aún le sonaba familiar a Solomon Perel
—Bist du Jude?—¿Sos judío?
Tenía dieciséis años. Había escapado del gueto de Lodz. Había enterrado sus documentos en un hoyo improvisado junto a la ruta. Había corrido por su vida, como lo habían hecho tantos otros. Pero ahora estaba parado, con las manos arriba, con un fusil apuntando al pecho, frente a un soldado de la Wehrmacht que no quería saber su historia, solo su sangre.
Ese fue el momento.
No hubo tiempo para dudar, para llorar, para pensar. Recordó dos voces:
—Shlomoleh, nunca olvides quién sos. Sé siempre judío. La voz de su padre, Azriel.—Tenés que vivir. La voz de su madre, Rivka.
El aire se volvió denso. Tenía que elegir. Entonces mintió.
—Ich bin Volksdeutscher. Ich bin Deutscher.—Soy un alemán étnico. Soy alemán.
Las palabras salieron con fluidez, como si siempre hubieran estado en su garganta. Y con ellas, nació Josef Perjell.

Una infancia convertida en coartada
Dijo que había nacido en Peine, una ciudad real, una historia verídica. Hasta los diez años, efectivamente, Solomon había vivido allí, antes de que su familia huyera a Polonia escapando del antisemitismo nazi. Hablaba alemán perfecto. Eso lo salvó.
Los soldados lo observaron en silencio. Tenía una cara todavía de niño, ojos de alguien que aún no había visto lo peor. Pero hablaba como uno de ellos. El oficial bajó el arma. Le ordenaron que se acercara. Le preguntaron más cosas. Él improvisó.
Al día siguiente, ya vestía un uniforme alemán. Una estrella blanca de cinco puntas en su gorra. Una insignia que decía “Traductor”. Una mentira que se convertía en cuerpo, en símbolo, en lenguaje.
El uniforme no le quedaba del todo bien. Era demasiado grande, o tal vez era su cuerpo el que aún se negaba a llenarlo. Le colgaban las mangas, el cuello le raspaba. Pero se lo puso. Lo abotonó. Se miró en un espejo roto, sin reconocerse. Así fue como Solomon Perel desapareció por primera vez. A partir de ese día fue Josef Perjell.

No tenía opción. Había respondido bien las preguntas. Hablaba alemán sin acento. Y ahora era útil. Lo enviaron como traductor a una unidad de la Wehrmacht en el frente oriental. Su tarea era interrogar a prisioneros rusos. Le decían lo que querían saber, y él lo traducía, sin temblar, sin protestar.
Un día, trajeron a un detenido especial. Alto, serio, con el rostro hinchado de silencio.
—Es Yakov Dzhugashvili —susurró un oficial—. El hijo de Stalin.
Perel lo miró. Se puso delante de él. Tradujo cada palabra del interrogatorio. No se equivocó ni una vez. No lo miró a los ojos. Después, el oficial a cargo lo felicitó.
<b>Un judío entre los nazis</b>
La sobrina de su comandante tenía un marido influyente: Baldur von Schirach, exlíder de las Juventudes Hitlerianas. Por eso, en 1942, lo enviaron a un internado en Brunswick, una escuela de formación ideológica del nazismo.
Allí, Josef dejó de marchar con soldados y comenzó a memorizar la doctrina de la supremacía aria. Día tras día, clase tras clase, los profesores le repetían que los judíos eran parásitos, que el Tercer Reich era el destino, que el Führer era la salvación.
“Todo me parecía lógico -diría años más tarde-. El darwinismo social... La raza aria como la cima de la humanidad... El Solomon dentro de mí desapareció”.

En los recreos, jugaba al ajedrez con otros cadetes. En las noches, leía libros de historia racial. Nadie sospechaba. Nadie se preguntaba por qué siempre evitaba ducharse con los demás.
—Era mi mayor miedo: que descubrieran que estaba circuncidado —contaría décadas más tarde.
Vivía bajo una tensión insoportable, pero había aprendido a sonreír. Incluso llegó a desear que Alemania ganara la guerra. A veces, al dormirse, imaginaba desfilar con botas de cuero por una Europa conquistada. Otras veces, se despertaba llorando.
El final de la guerra
El suelo estaba cubierto de barro congelado cuando lo encontraron. Era 1945. Los tanques estadounidenses avanzaban por Alemania y la Wehrmacht se desmoronaba.
Lo capturaron los aliados y al principio no le creían. Llevaba una insignia del Tercer Reich. Tenía documentación nazi. Y parecía uno más de tantos soldados alemanes. Pero no lo era.
—¿Cómo te llamás?—Josef. Josef Perjell.—¿De dónde sos?—De Peine. Alemania.
Estuvo dos días prisionero, sentado en un campo rodeado de otros soldados vencidos. Dos días entre pensamientos que apretaban la garganta: ¿Y si nunca puedo salir de esto? ¿Y si ya no sé cómo hablar como Shlomo?
Y entonces lo dijo.
—Ich bin Jude.—Soy judío.
Los soldados lo miraron, incrédulos. Les mostró la circuncisión. El gesto que, durante años, había escondido con terror. Ahora era su salvación.

Las ruinas del disfraz
Lo primero que hizo fue buscar a su familia. Quería abrazar a su madre. Quería contarle que le había hecho caso. Que había vivido. Que se había convertido en alguien que no quería ser, pero había vivido. Viajó a Lodz. Caminó por las calles del gueto como un fantasma. Vio los carros llenos de cadáveres. Preguntó nombres. Nadie respondió.
Rivka y Azriel, sus padres, habían muerto. También su hermana. Solo sobrevivieron sus dos hermanos. Ese día no lloró. Caminó hasta una esquina, se sentó en el borde de un muro, y esperó. No sabía bien qué. Tal vez un golpe, tal vez una señal. Nada llegó. El uniforme nazi seguía en su bolso.
En 1948 se embarcó hacia Israel. No llevaba mucho. Solo su historia. Pero no estaba listo para contarla. Se unió al Palmaj, luchó en la Guerra de Independencia. Después se casó, tuvo hijos, abrió una fábrica de cierres. Durante tres décadas no habló del pasado.
Shlomo Perel había vuelto, sí. Pero Josef seguía allí, agazapado en algún rincón de su memoria, con el brazo en alto, gritando consignas que ya no entendía.
—¿Cómo pude haber deseado que Alemania ganara? —se preguntó.—¿Cómo me identifiqué tanto con el perseguidor?
Lo diría más tarde, con una mezcla de vergüenza y claridad: “Todavía tengo fantasías sobre esa época. Marchaba con ellos. Me sentía parte de una misión. Me habían convencido”, explicaba.
Volver a ser Solomon no fue automático. No bastaba con sacarse el uniforme.
Un día, su corazón dijo basta. Fue en los años 80. Un infarto. El cuerpo se quebró, pero no se rompió del todo. Sobrevivió —como siempre—. Pero esta vez, algo cambió. Perel comprendió que había vivido muchos años como un hombre con dos nombres y una sola voz.
Y entonces, por fin, decidió hablar. Lo primero fue el libro. Una autobiografía escrita en alemán. Se publicó en 1989 con el título Ich war Hitlerjunge Salomon (Europa Europa, en castellano).
La historia era demasiado increíble. Un niño judío que había sido nazi por cuatro años. Que había gritado “Heil Hitler”, que había estudiado doctrina racial, que había querido que los alemanes ganaran. ¿Cómo se contaba algo así sin que te odien?
"Tenía miedo de no tener derecho a ser considerado sobreviviente del Holocausto - confesó Perel-. Porque mientras otros morían, yo me disfrazaba para sobrevivir".
Del silencio al cine
En 1990, el director polaco Agnieszka Holland llevó la historia al cine. Europa Europa ganó el Globo de Oro a la mejor película extranjera y fue nominada al Oscar.
El film recorrió festivales. Algunos sobrevivientes no lo perdonaron. Otros lo abrazaron. Los periodistas lo buscaban. Los estudiantes lo escuchaban.
Un día, se reencontró con sus antiguos compañeros del internado de las Juventudes Hitlerianas. Les contó la verdad. Que era judío. Que mientras ellos saludaban al Führer, él temía que descubrieran la circuncisión.
Hasta su muerte, el 2 de febrero de 2023 en Givatayim, contó su historia una y otra vez. Como lo que era, un sobreviviente.
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