Cuando una maniobra de un chofer y dos balazos incendiaron Europa: el día que un atentado desató la Primera Guerra Mundial

El 28 de junio de 1914, hace ya ciento once años, el archiduque de Austria, Francisco Fernando, decidió no modificar su programa oficial a pesar de haber sobrevivido a una serie de atentados. Cuando pidió visitar a los heridos de uno de esos ataques, sembró su propio final. Gavrilo Princip, un estudiante bosnio de veinte años, lo acribilló en el auto, sin saber que a ese crimen le seguirían treinta y cinco millones de muertes

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Los últimos cinco minutos de
Los últimos cinco minutos de vida de la pareja: el archiduque Francisco Fernando y su esposa Sofía. Instantes en que abandonan el ayuntamiento para dirigirse al hospital a visitar a los heridos

Los dos disparos aturdieron a la ciudad de Sarajevo y cambiaron aquel mundo para siempre. También cambiaron para siempre el mapa de Europa. Y la manera de hacer la guerra, que dejó de ser una manera elegante de matar al enemigo para hundirse en el barro de las trincheras eternas, en el espanto del gas mostaza, en la lucha contra la peste desatada por los cadáveres en descomposición y el festín de las ratas, y en una extensión, una duración y una cantidad de víctimas hasta entonces no conocida y jamás imaginada por algún otro conflicto: una guerra mundial que duraría más de cuatro años y provocaría treinta y cinco millones de muertos.

Todo eso brotó de los dos fogonazos con los que Gavrilo Princip, un estudiante bosnio de veinte años, incendió la historia con su pistola FN modelo 1910, calibre 7,65, número de serie 19074 el 28 de junio de 1914, hace ya ciento once años. El primero de sus disparos dio en la yugular del archiduque de Austria, Francisco Fernando. El segundo dio en el abdomen de su mujer, la duquesa Sofía, que al parecer estaba embarazada del cuarto hijo de la pareja.

Los testigos dijeron que las últimas palabras del archiduque fueron dirigidas a su mujer: “¡Sofía!, ¡Sofía! ¡No te mueras! ¡Vive por nuestros hijos!”, seguidas por un “No es nada, no es nada”, que repitió tres o cuatro veces a quienes le preguntaban cómo estaba. Siguió a ellas un largo estertor. La duquesa Sofía murió antes de llegar a la residencia del gobernador de Sarajevo, Oskar Potoriek, que viajaba en el coche de la pareja imperial austro-húngara y a quien en realidad Princip había apuntado, según declaró luego el magnicida. Francisco Fernando murió diez minutos después de su mujer, sin volver a hablar.

Si el escenario hubiese sido otro, si otros hubiesen sido los protagonistas, si diferentes hubiesen sido los conflictos geográficos, limítrofes, territoriales, étnicos; si diferentes hubiesen sido las fronteras que demarcaban los imperios, si los imperios hubiesen sido diferentes, si no hubiesen existido los conflictos étnicos y religiosos que mellaron cualquier acuerdo y dinamitaron cualquier buena intención, hoy, el asesinato de Francisco Fernando y de su mujer, a ciento once años, estaría sepultado en el tembladeral del olvido.

La primera bala impactó en
La primera bala impactó en la yugular del archiduque, la segunda penetró en el abdomen de la duquesa

Pero los Balcanes eran entonces, y lo fueron después, un enorme polvorín con la mecha que ardía; y los disparos de Gavrilo Princip encendieron una hoguera que aplacó en parte la Primera Guerra Mundial, sobrevivió a duras penas luego de la Segunda Guerra y estalló en los años 90 del siglo pasado, con la sangrienta guerra que martirizó a la ex Yugoslavia y que tuvo en el autoproclamado presidente de la República Serbia en Bosnia, Radovan Karadzic y en su ejecutor militar, el general Ratko Mladic como autores de un genocidio desatado en Srebrenica y en Sarajevo. Ambos fueron condenados a cadena perpetua por el Tribunal Internacional de La Haya.

En 1914, los pueblos eslavos de los Balcanes formaban parte del gran imperio Austro-Húngaro, en manos del emperador Francisco José, tío de Francisco Fernando Carlos Luis José María de Austria o de Habsburgo, archiduque y príncipe imperial de Austria, príncipe real de Hungría y Bohemia, y heredero del trono. Tío y sobrino se llevaban pésimo. Tanto, que el poderoso emperador se había opuesto a la boda de Francisco Fernando con Sofía. Y cuando la boda fue inevitable, la declaró morganática: los herederos de la pareja no tendrían derecho a reinar.

El desaguisado familiar era lo de menos. Los Balcanes estaban sacudidos por una creciente y explosiva tensión nacionalista entre serbios, bosnios y eslovenos. El imperio austro-húngaro se había anexado Bosnia en 1878 y había impuesto a Alejandro I de Serbia como monarca. Era un estado soberano reconocido por Austria-Hungría, el Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, el Imperio Otomano y Rusia.

En 1903 un grupo de oficiales del ejército al mando del general Dragutin Dimitrijevic asesinó a Alejandro y a su mujer, Draga, arrojó sus cadáveres por las ventanas del palacio y proclamó nuevo rey a Pedro I que, acorde con el nacionalismo de los golpistas, se acercó a Rusia y se alejó de Austria-Hungría. Al golpe de Estado le siguió una serie de conflictos con los vecinos de Serbia, a los que se sumó el emperador Francisco José, que anexó de forma unilateral a Bosnia como provincia imperial de Bosnia Herzegovina. Los nacionalistas bosnios y serbios se opusieron con ferocidad a los austríacos. Gavrilo Princip declaró en el juicio que le siguieron por el asesinato del archiduque Francisco Fernando: “Soy un nacionalista yugoslavo y creo en la unificación de todos los eslavos meridionales bajo cualquier forma de estado libre de Austria”. Cuando le preguntaron cómo era que pensaba alcanzar su anhelo contestó: “Por medio del terror”.

El matrimonio tenía tres hijos
El matrimonio tenía tres hijos y esperaban un cuarto. El día de los atentados decidieron ir a visitar a los heridos: lo que le permitió al homicida un segundo intento de asesinato

Princip pertenecía a una organización revolucionaria llamada “Joven Bosnia” (Mlada Bosna), integrada por estudiantes serbo-bosnios, bosnio-musulmanes y bosnio-croatas que pretendían la integración de Bosnia en una entidad yugoslava. La lideraba Danilo Ilic, un serbobosnio que había sido docente y bancario, y Vladimir Gacinovic, el ideólogo del grupo que impulsaba el tiranicidio como método de lucha política. El grupo recibía apoyo de la “Mano Negra”, una organización extremista serbia que había decidido y fomentado el asesinato del archiduque. De alguna manera, todos estaban supervisados por el entonces jefe del espionaje serbio y cabeza de los conspiradores militares contra el imperio austro-húngaro, que no era otro que el general Dragutin Dimitrijevic, aquel que había asesinado al rey Alejandro y a su mujer, y había arrojado sus cuerpos por las ventanas del palacio.

La mañana del 28 de junio de 1914, el archiduque Francisco Fernando, con su uniforme de gala y su casco coronado de plumas verdes, fue a meter la cabeza en la boca del gran león serbio. Su política de transformar el tipo de monarquía para reconocer de alguna forma la autonomía de las minorías eslavas y apaciguar, si eso era posible y no parecía posible, las tensiones nacionalistas entre croatas, bosnios y eslovenos, lo había hecho aún más impopular entre los serbios.

Los conspiradores desplegaron a lo largo de la ruta que seguiría el archiduque en su visita a Sarajevo a siete conjurados dispuestos a matar a Francisco Fernando. Todos iban armados con pistolas y algunos, además, con bombas para arrojar al paso de la comitiva oficial, y cargaban en los bolsillos cápsulas de cianuro. Todo el material había sido entregado por el servicio secreto serbio que, además, había garantizado la ruta de las armas y los explosivos hasta su llegada a Sarajevo.

Los magnicidas eran, además de Gavrilo Princip, Muhamed Mehmedbasi, un carpintero de Herzegovina, miembro de la Mano Negra, al igual que Cvjetko Popovic; también iban dispuestos al asesinato Danilo Ilic, el líder de “Joven Bosnia”, Vaso Cubrilovic, y otros dos bosnios que vivían en Belgrado y, junto con Princip, formaban el comando de la organización en esa ciudad: Nedeljko Cabrinovic y Trifun Grabez.

Nueve de los detenidos por
Nueve de los detenidos por los atentados cometidos el 28 de abril de 1914

Francisco Fernando y Sofía llegaron en tren a Sarajevo y fueron recibidos con toda la pompa, que era mucha, por el gobernador Oskar Potoriek. La comitiva estaba integrada por seis coches. En el primero, se montaron por error tres agentes de la policía local y el jefe de seguridad de Sarajevo; así dejaron atrás a los oficiales al servicio del archiduque. Fue el primero de los yerros y chambonadas que, de no haber desembocado en el asesinato del archiduque, hubiese sido una comedia de enredos. En el segundo coche viajaban el alcalde y el jefe de la policía de Sarajevo. En el tercero de los autos, un Graf & Stift descapotable que es hoy una pieza del museo de la ciudad, viajaban el archiduque, su mujer, Sofía, el gobernador Potiorek y el teniente coronel Franz von Harrach. La primera parada, una rápida revista militar en un cuartel de la ciudad, se cumplió sin dificultades.

Poco después de las diez de la mañana, cuando la comitiva pasó frente al café Mostar, también lo hizo frente a Mehmedbasi, que esperaba con una bomba en las manos para arrojarla sobre el coche real; a su lado, Cubrilovic también acechaba, pistola en el bolsillo, para rematar el trabajo si era necesario. Por alguna razón, nervios, miedo, velocidad de los autos de la comitiva, no llegaron a lanzar el explosivo ni a disparar sus armas. Minutos después, la comitiva se acercó a marcha algo más lenta, donde estaba apostado Cabrinovic, otros de los magnicidas, que sí arrojó su bomba contra el coche de Francisco Fernando. Las versiones sobre este hecho son dos: una dice que el artefacto rebotó en la capota desmontada del auto y cayó a la calle; otra versión asegura que el propio Francisco Fernando tomó la bomba en las manos y la arrojó fuera del coche. Como fuere, el explosivo abrió en el suelo un agujero de treinta centímetros de diámetro y dejó a veinte personas heridas.

Cubrilovic, en otro de los hechos extraños de ese día, tragó su cápsula de cianuro y se arrojó al río Miljacka, conocido como “El río de Sarajevo”. Pero cayó en una especie de charco que tenía poco más de doce centímetros de profundidad, sacudido por violentos dolores de estómago: terminó por vomitar el cianuro, que estaba en mal estado. La policía lo salvó del linchamiento popular y lo llevó detenido al cuartel central. Francisco Fernando y Sofía fueron llevados a toda velocidad a la alcaldía de la ciudad. En ese viaje vertiginoso y atropellado, pasaron frente a Princip, Popovic y Grabez, que tampoco atinaron ni a disparar, ni a lanzar sus explosivos.

Aunque parezca increíble, el programa oficial no se alteró. La pareja real fue recibida en el ayuntamiento de Sarajevo por el alcalde Fehim Curcic, que no dudó en dar su estudiado discurso de bienvenida. Aquel mundo marchaba hacia la destrucción mientras bebía champán y bailaba los valses de Strauss. El archiduque creyó necesario hacer notar su enojo: había salvado la vida por un pelo y no estaba para discursitos de bienvenida: “Señor alcalde –dijo–, vine aquí para hacer una visita oficial y me lanzaron una bomba. ¡Es ultrajante!”. La duquesa Sofía le dijo algo al oído, el archiduque recapacitó, o pareció recapacitar, y murmuró: “Ahora puede seguir hablando”. Después habló él mismo. Dio su mensaje, preparado y estudiado, agregó algunas observaciones sobre el atentado que había sufrido y expresó: “Mi alegría ante el fracaso del intento de asesinato”.

Gavrilo Princip, el autor de
Gavrilo Princip, el autor de los disparos que terminó con las vidas del archiduque Francisco Fernando y su esposa

El gran drama todavía no había estallado.

Gavrilo Princip y sus dos compañeros, conscientes de que el atentado había fracasado, fueron, decepcionados, a un café cercano al punto donde habían acechado a la pareja real. A punto de dejar la alcaldía, Francisco Fernando y Sofía cancelaron su agenda y pidieron ser llevados al hospital para visitar a los heridos en el atentado. Así volvieron a subir al tercero de los coches de la comitiva, junto al gobernador Potoriek quien decidió evitar el centro de la ciudad y desandar el camino por la ribera del Miljacka.

Potoriek cometió otro de los grandes errores del día: no le avisó al conductor, Leopold Lojka cuál era el camino que debía tomar. Camino al hospital, Lojka hizo lo lógico: al llegar al Puente Latino, un puente otomano, giró a la derecha para tomar la calle Francisco José. Potoriek lo frenó y le pidió que siguiera el camino más recto, la ruta costanera que bordeaba los embarcaderos Appel. Lojka detuvo el auto y maniobró para volver a retomar el camino. Desde el café, Princip vio la maniobra y su oportunidad. Corrió hacia el auto, pistola en mano, y disparó los dos balazos que incendiaron Europa.

Lo que siguió después fue un desastre inevitable que tal vez pudo haber sido evitado. El imperio austro-húngaro decidió anexar Serbia, quitarla de las manos rusas, tal como había anexado Bosnia y Herzegovina en 1909. En aquellos años, Rusia, convaleciente de su guerra con Japón, cedió. Pero ahora no pensaba otorgar nada: el imperio del zar Nicolás II vistió el uniforme de combate. El 5 de julio, una semana después de la muerte del archiduque Francisco Fernando, el emperador alemán, el káiser Guillermo, le garantizó a Austria su “fiel apoyo” si era que Austria quería castigar a Serbia, aún en el caso de que ese apoyo llevara a una guerra. Fue un acto de frívola belicosidad, champán y Strauss, en el convencimiento de que, de haber una guerra, no duraría más de quince días.

Gavrilo Princip, en poder de
Gavrilo Princip, en poder de la policía. La multitud había querido hacer justicia por mano propia

El káiser Guillermo y el zar Nicolás eran primos, la zarina Alejandra era alemana, las dos familias estaban enredadas ambos en los lazos de sangre trazados con mano de hierro por la reina Victoria de Inglaterra. Zar y emperador se carteaban muy de buen humor: el zar llamaba “Willy” al káiser Guillermo y el káiser Guillermo llamaba “Nicky” al zar Nicolás. Todo eso iba a terminar en un mar de sangre. El 23 de julio, Austria lanzó un ultimátum a Serbia, que fue rechazado el 26. Entonces, el emperador alemán tembló, llegó a decir: “No hay razones para ir a la guerra”. Pero el 28 Austria declaró la guerra a Serbia, esta es la fecha que se toma como la del inicio de la Primera Guerra Mundial, y el 29 bombardeó Belgrado. El 30, Austria y Rusia ordenaron la movilización general de sus ejércitos. El 31, Alemania presentó un ultimátum a Rusia: debía desmovilizar sus tropas en un lapso de doce horas y “hacer una declaración en tal sentido”.

En un fantástico libro sobre el conflicto, la escritora e historiadora Barbara Tuchman narra cómo fueron aquellos días previos a la guerra que arrastraría a los campos de batalla al resto de las grandes potencias europeas. El libro es The guns of August - Los cañones de Agosto, fue editado en 1962 y el entonces presidente de Estados Unidos, John Kennedy, regaló un ejemplar a cada miembro de su gabinete para se hiciera carne en ellos la idea de que una deflagración mundial puede empezar por azar, por error, por frivolidad.

Dice Tuchman sobre aquellos últimos días de julio y primeros de agosto de 1914: “El espectro de la guerra se erguía en todas las fronteras. Asustados repentinamente, los gobiernos luchaban por aniquilarlo. Pero en vano. Los estados mayores, dominados completamente por sus esquemas, esperaban la señal para ganarle una hora de partida a su oponente. Atemorizados ante las perspectivas que se ofrecían ante ellos, los jefes de Estado, que en última instancia eran los responsables del destino que se cernía sobre sus respectivos países, trataron de dar marcha atrás, pero la fuerza de los hechos los empujaba hacia adelante”.

Así llegó la guerra.

Cinco años después del asesinato
Cinco años después del asesinato de Francisco Fernando y de Sofía, cincuenta naciones firmaron el Tratado de Versalles

Los acusados de conspirar para matar a Francisco Fernando fueron enjuiciados y condenados a distintas penas de prisión. Los responsables materiales del crimen, Gavrilo Princip y Nedeljko Cabrinovic, murieron en prisión por tuberculosis: Cabrinovic en plena guerra, en enero de 1916, y Princip en abril de 1918, poco antes de la firma del armisticio.

Cuando llegó la paz, cuatro años y treinta y cinco millones de muertos después, el Tratado de Versalles, fue firmado por cincuenta naciones el 28 de junio de 1919, a exactos cinco años del asesinato de Francisco Fernando y de Sofía. El armisticio que puso fin a los enfrentamientos había sido firmado el 11 de noviembre de 1918.

Ese tratado, del que fue testigo la fantástica Galería de los Espejos del Palacio de Versalles, iba a garantizar que aquella enorme guerra devastadora nunca se repetiría. El pasado se había esfumado: ya no existían ni el Imperio Ruso, ni el austro-húngaro, ni el otomano; el mapa de Europa había cambiado, Hungría había perdido gran parte de su territorio, al igual que Alemania. Según Versalles, las llamadas “Potencias centrales”, Alemania y quienes habían sido sus aliados, debían aceptar la responsabilidad moral y material por haber provocado la guerra y, además, debían desarmarse, aceptar concesiones territoriales y pagar exorbitantes indemnizaciones económicas a los países vencedores.

Aquello no podía funcionar. Era otro polvorín con la mecha encendida.

El primero en notarlo fue el mariscal francés Ferdinand Foch, comandante de los ejércitos aliados durante la Primera Guerra. Dijo de Versalles: “Este no es un tratado de paz. Es un armisticio por veinte años”.

Erró por poco. Veinte años y sesenta y cuatro días después de la firma del Tratado de Versalles, estalló la Segunda Guerra Mundial.

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