Sentada frente al espejo de su camerino en Londres, mientras una grabación de ovaciones resonaba en un viejo gramófono, Judy Garland se repetía en voz baja: “Sos una estrella, sos una estrella”, antes de besar su reflejo. Aquella imagen íntima revelaba una fractura profunda. La de una mujer consumida por la misma industria que la llevó a la cima. Su ocaso fue público y amargo, marcado por el desgaste físico, la ansiedad, y el lento retiro de los grandes escenarios.
En 1959, a los 35 años, los médicos le diagnosticaron una hepatitis severa y le dieron apenas cinco años más de vida. “Dejé de sentir presión por primera vez en toda mi vida”, confesaría tiempo después. Lejos de espantarla, esa sentencia pareció concederle una tregua. Extenuada por las exigencias y las adicciones, encontró entonces uno de los hitos más altos de su carrera: el concierto en el Carnegie Hall, el 23 de abril de 1961. Aquella noche fue un éxito rotundo. El álbum del show se mantuvo trece semanas en lo más alto de los rankings y ganó el Grammy a mejor disco del año. Stanley Kramer, director y testigo de esa consagración, dijo alguna vez: “Su presencia en el escenario parecía gritar: ‘Aquí está mi corazón. Pueden romperlo’”.
Pero ni siquiera un triunfo así bastó para detener su caída. En Hollywood, Garland era ya una figura incómoda. Los estudios la consideraban “difícil”, y los rodajes se cancelaban al ritmo de sus crisis. Nunca obtuvo un Oscar competitivo, y su imagen fue reducida a la de una actriz inestable. El rechazo profesional se sumó al aislamiento personal. Como otras estrellas de su generación, halló un refugio efímero en Londres, donde cantaba por cien libras la noche en bares con poco público. Después de cada actuación, escuchaba las grabaciones. Cuando irrumpía el aplauso, rompía en llanto. Era la única forma que le quedaba de sentir el reconocimiento que el presente le negaba.

Una infancia en escena
Garland nació como Frances Ethel Gumm y fue empujada a los escenarios desde muy pequeña. Su madre, decidida a convertirla en estrella, la hizo cantar en giras por clubes nocturnos junto a sus hermanas. Así nacieron The Gumm Sisters, un número de vodevil con el que recorrieron América. La infancia de Garland fue una rutina de trabajo que incluía largas jornadas, trajes impecables y una enseñanza temprana sobre el valor del aplauso como forma de supervivencia.
En 1935, cuando tenía trece años, Louis B. Mayer, el poderoso jefe de la Metro-Goldwyn-Mayer, la escuchó cantar. Impactado por su voz, le ofreció un contrato. Garland debutó en cortos y comedias juveniles, aunque sin un lugar claro en el engranaje de la MGM: “Te querían con cinco años o con dieciocho, sin nada en el medio”, diría después. Con su participación en la serie de películas de Andy Hardy junto a Mickey Rooney —su compañero en nueve filmes— alcanzó gran popularidad. Rooney recordaría: “No éramos solo un equipo, éramos mágicos”. Pero la maquinaria de Hollywood, que elevaba adolescentes al estrellato, también dictaba su fecha de vencimiento.

El mago de Oz: gloria y trauma
El papel de Dorothy en “El mago de Oz” fue el punto de inflexión. Tenía 16 años, aunque debía interpretar a una niña de doce. La MGM la sometió a una estricta rutina de anfetaminas para mantenerse despierta, barbitúricos para dormir, y dietas que limitaban su alimentación a lechuga y sopa. Un ejecutivo la apodó “cerdo con colitas”. Louis B. Mayer la llamaba “mi pequeña jorobada”.
Durante el rodaje, la vigilancia fue extrema. Su entrenadora debía espiarla, y hasta los actores que interpretaban a los Munchkins la acosaban. En ese ambiente hostil, Garland entregó una de las interpretaciones más recordadas del cine. Recibió un Oscar juvenil, pero también quedó marcada por el trauma. “El mago de Oz” la convirtió en estrella mundial, pero inauguró una etapa de exigencias físicas y emocionales que dejarían secuelas duraderas.
El quiebre con la MGM
A partir de los años 40, Garland brilló en musicales como “For Me and My Gal”, “Mi cita en San Luis” y “El pirata”. Su imagen se consolidaba, pero las crisis personales se profundizaban. Faltaba a los rodajes, sufría ataques de ansiedad y tuvo varios intentos de suicidio. La respuesta de los estudios fue siempre la misma: presión, amenazas y despidos.

La prensa sensacionalista alimentaba su leyenda trágica. Su figura oscilaba entre el mito y el colapso. Las adicciones, iniciadas como parte del régimen impuesto por la MGM, se agravaron. El alcohol y los somníferos eran una forma de calmar el vacío afectivo que arrastraba desde la infancia. A falta de contención, Garland acumulaba internaciones y recaídas, mientras Hollywood la celebraba solo cuando rendía al máximo.
Amores, rupturas y la búsqueda de pertenencia
Garland buscó en sus relaciones amorosas la validación que no encontraba en su entorno. Se casó cinco veces. Con David Rose a los 19, matrimonio que terminó tras un aborto; con Vincente Minnelli, padre de su hija Liza, de quien se separó luego de una crisis nerviosa y un intento de suicidio; con Sid Luft, productor y figura clave en su regreso al cine; y finalmente con Mickey Deans, vínculo atravesado por la conflictividad.
A lo largo de su vida, también mantuvo relaciones con figuras como Frank Sinatra, Orson Welles y Yul Brynner. Su biografía sentimental fue tan intensa como inestable. Entre el afecto y el abandono, entre el deseo de formar un hogar y la imposibilidad de sostenerlo, su historia íntima reflejaba las mismas tensiones que dominaban su carrera.

La voz que no se apagó
Tras ser despedida de la MGM, Garland encontró refugio en los escenarios. Dio más de mil conciertos, conquistando públicos que la adoraban por encima de sus caídas. En 1949, protagonizó “Desfile de Pascua” junto a Fred Astaire, una colaboración celebrada pero irrepetible, frenada por los problemas de salud de Garland. Su adicción a la morfina y al alcohol era ya inocultable.
En 1954, regresó al cine con “Ha nacido una estrella”, dirigida por George Cukor. Fue una actuación aclamada que le valió una nominación al Oscar. Aunque no ganó, el film la reinstaló como una figura central. En 1961 volvió al cine en “¿Vencedores o vencidos?”, donde compartió pantalla con Montgomery Clift. Otra nominación, otro reconocimiento que reforzó su leyenda.
El concierto en el Carnegie Hall fue su consagración definitiva como intérprete. Su potencia emocional y entrega escénica la posicionaron como una de las voces más significativas del siglo XX. Sin el respaldo del sistema, Garland había reinventado su carrera desde el dolor.

Un ícono cultural
Garland murió en Londres, en junio de 1969, a los 47 años, por una sobredosis accidental de barbitúricos. Ray Bolger, el espantapájaros de “El mago de Oz”, diría: “Sencillamente, Judy se agotó”. Su muerte fue leída por algunos como el cierre de una era, pero también como el inicio de un mito.
El día después de su funeral, en Nueva York, comenzaron los disturbios de Stonewall, chispa del movimiento LGBT+ moderno. Judy Garland se convirtió así en un ícono involuntario. Dorothy, su personaje más recordado, fue emblema de la diferencia. La expresión “¿Eres amigo de Dorothy?” se convirtió en una contraseña dentro de la comunidad gay. El arcoíris, símbolo de esperanza en “Over the Rainbow”, fue resignificado como bandera de diversidad e igualdad.
Garland dejó una historia atravesada por la contradicción. Fue una mujer brillante, herida por la industria y venerada por generaciones. La niña que soñó con un mundo más allá del arcoíris encontró su lugar en la memoria colectiva.
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