
Mientras Europa asistía al ascenso del fascismo y Alemania caía bajo el puño de Adolf Hitler, una de las voces más firmes del siglo XX se apagaba en el silencio del exilio. El 20 de junio de 1933, Clara Zetkin, figura clave del socialismo internacional y del feminismo obrero, moría a los 75 años, lejos de su país natal, pero cercana a sus convicciones.
Había sido profesora, periodista, revolucionaria; había fundado periódicos, había encabezado marchas con mujeres trabajadoras, había debatido con Lenin y propuesto en 1910 el Día Internacional de la Mujer Trabajadora. Agotada físicamente pero entera en sus ideas, fue despedida con honores de Estado en la URSS. Sus cenizas fueron depositadas junto al Muro del Kremlin. El cuerpo podía apagarse, pero no la causa. Su legado —la lucha por la emancipación de la clase trabajadora y por el lugar de las mujeres en la historia— sigue ardiendo cada 8 de marzo.
Dejó como legado una vida entera dedicada a la revolución, a la emancipación de la clase trabajadora y al lugar que la historia, con justicia, le concedió entre las pioneras más poderosas del feminismo socialista.
“La mujer proletaria lucha mano a mano con el hombre de su clase contra la sociedad capitalista”

Las primeras luces y el paso a la militancia feminista
Nació como Clara Eissner el 5 de julio de 1857 en Wiederau, Sajonia, en una Alemania aún fragmentada. Hija de una maestra progresista, creció en un entorno modesto que alimentó su conciencia crítica desde temprana edad. En su juventud se trasladó a Leipzig para formarse como docente, y allí entró en contacto con los círculos socialistas clandestinos y con exiliados rusos, entre ellos Ossip Zetkin, quien más tarde se convertiría en su compañero de vida y militancia.
Por aquellos días, Alemania atravesaba un proceso de industrialización acelerada que había engendrado una clase obrera empobrecida y sin derechos. Ver de cerca esa injusticia marcó el rumbo de Clara. Al igual que muchas mujeres de su tiempo, no tenía derecho a afiliarse legalmente a partidos políticos ni a participar en la vida pública, pero desde muy joven decidió tomar partido y romper con esas limitaciones.
Al terminar sus estudios y comenzar su actividad docente, en 1878, se afilió al Partido Socialista de los Trabajadores (SAP), antecedente del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD). Fundado en 1875, el SAP había surgido de la unión entre la Asociación General de Trabajadores Alemanes (ADAV) de Ferdinand Lassalle y el Partido Socialdemócrata de los Trabajadores (SDAP), liderado por August Bebel y Wilhelm Liebknecht. En 1890, ya legalizado tras años de persecución, adoptó el nombre definitivo de SPD.

Pero en sus primeros años de militancia, Clara debió enfrentarse a la Ley Antisocialista impuesta por Otto von Bismarck, que forzó a numerosos dirigentes a exiliarse. Ella se refugió primero en Suiza y luego en París, donde comenzó su intensa actividad como periodista, organizadora y militante política. En esos años nacieron sus dos hijos, fruto de su relación con Ossip Zetkin, de quien tomaría el apellido.
Desde el exilio, escribía con una convicción que atravesaba sus textos: “El deber de la mujer proletaria es ser combatiente en la guerra de clases”, decía.
A fines del siglo XIX, Clara consolidó las convicciones que la acompañarían hasta el final de sus días: la emancipación de las mujeres no podía separarse de la lucha contra la explotación capitalista. No creía en un feminismo desligado de la cuestión social. Para ella, cualquier avance real en los derechos de las mujeres debía partir del fin de la opresión económica.
“Para nosotros, socialistas, el derecho al voto de las mujeres no puede ser el ‘objetivo final’, a diferencia de las mujeres burguesas, pero consideramos la conquista de este derecho como una etapa bastante importante en el camino que lleva hasta nuestro objetivo final”, dijo Clara Zetkin el 22 de agosto de 1907, durante el Primer Congreso de la Internacional de Mujeres Socialistas, celebrado en Stuttgart
En 1891 fundó el periódico Die Gleichheit (La Igualdad), que dirigió durante 25 años. Desde sus páginas promovió el feminismo socialista y contribuyó a articular una red internacional de mujeres trabajadoras.
En 1907 fue elegida Secretaria Internacional de la Mujer, en el contexto de la Primera Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas en Stuttgart. Tres años más tarde, durante la conferencia celebrada en Copenhague, en 1910, propuso instaurar una jornada internacional de lucha: el Día de la Mujer Trabajadora. La propuesta fue aprobada por unanimidad y sentó las bases para lo que, con el tiempo, sería el 8 de marzo.
“No pedimos privilegios femeninos. Exigimos derechos humanos”, proclamó entonces. Su iniciativa fue mucho más que una conmemoración: Clara imaginó un día de lucha, un grito colectivo de mujeres de todo el mundo que exigiera derechos laborales, políticos y sociales.
La revolución
La vida de Clara no fue sólo palabras: fue acción. Fue amiga y aliada de Rosa Luxemburgo, con quien compartió la crítica al reformismo. Debatió con Lenin y, aunque no coincidían en todo, lo respetaba profundamente. En sus Recuerdos sobre Lenin escribió: “No era un dogmático, sino un político que sabía leer las condiciones materiales y adaptarse a ellas sin traicionar los principios”.
En 1918, Clara participó en la fundación del Partido Comunista Alemán (KPD), surgido de la ruptura del ala izquierda del SPD tras el estallido de la Revolución de Noviembre y el derrumbe del Imperio Alemán. Pronto, se convirtió en una de las pocas mujeres con liderazgo reconocido tanto dentro del partido como en la Tercera Internacional. Su trayectoria, su claridad ideológica y su vínculo con figuras como Luxemburgo y Lenin le dieron una autoridad que trascendía las fronteras de Alemania.
En 1920 fue elegida diputada del Reichstag por el KPD. Tenía 63 años y una vida entera dedicada a la militancia, pero su voz no perdió fuerza. Desde su banca se transformó en una oradora implacable contra el poder económico, el militarismo y las desigualdades que golpeaban a millones de trabajadores y trabajadoras en la República de Weimar. Con la economía devastada por la posguerra, la hiperinflación y la creciente polarización social, Clara denunció la complicidad entre los grandes capitales industriales y los sectores reaccionarios del Estado. Su intervención durante el debate sobre el presupuesto de defensa es recordada por su lucidez: “Cada marco que se destina a las armas es un marco que se le arrebata al pan del pueblo”, dijo.

En 1924, cuando el Parlamento debatía la ley contra los “enemigos de la Constitución”, advirtió que esa herramienta legal, presentada como garantía de orden, sería utilizada para criminalizar a los trabajadores organizados: “No buscan proteger la democracia, buscan blindar el poder de clase de los que han vivido de nuestras ruinas”, sentenció.
Durante esos años de crisis, Zetkin fue mucho más que una parlamentaria: fue una figura de referencia política, una estratega respetada dentro del KPD, un puente entre las luchas locales y la agenda internacional de la Tercera Internacional. Así, promovió alianzas tácticas con sectores socialistas a pesar de las tensiones doctrinarias, impulsando la idea del “frente único obrero” como única salida ante el avance del fascismo. Aunque sus posturas no siempre fueron acompañadas por el grueso de la dirigencia comunista alemana —a menudo más rígida—, su insistencia se volvió profética.
En 1932, con 75 años y la salud gravemente deteriorada, abrió la sesión parlamentaria del Reichstag por ser la legisladora de mayor edad. Frente a una cámara convulsionada y bajo la sombra del nazismo en ascenso, Clara pronunció un discurso histórico contra Adolf Hitler, que acababa de obtener un resultado electoral alarmante: “Debemos formar un frente único de todos los trabajadores para combatir al fascismo. Nuestra bandera es roja: simboliza el sudor de los obreros y la sangre de los caídos”.
Fue su último gran acto público en suelo alemán. Sabía que no volvería a hablar en ese recinto. Poco después, con la llegada de Hitler al poder, el Partido Comunista fue ilegalizado, y Clara se vio obligada a exiliarse en la (entonces) Unión Soviética. Pero su despedida no fue una rendición: fue una advertencia que, en muchos sentidos, la historia terminó por confirmar.

Exilio, despedida y legado
Eligió Moscú para pasar sus últimos años. Allí, donde había mantenido lazos estrechos con el movimiento comunista internacional y donde aún conservaba un lugar de respeto dentro del Komintern, Tercera Internacional.
Quizás esos últimos meses no fueron como los pensó: estuvo bajo vigilancia médica, debilitada físicamente pero aún así, activa. Ocupó su tiempo escribiendo, intercambiando cartas con sus allegados, leía informes partidarios y seguía todas las noticias del avance nazi con preocupación. Sabía que el ascenso del nazismo en Alemania no era sólo un problema nacional, sino un signo trágico de época. La URSS, por entonces bajo el mando de Stalin, ya mostraba señales inequívocas de autoritarismo, problemas internos y represión ideológica, pero Clara nunca rompió con su compromiso político. Su lealtad no fue ciega, pero sí inquebrantable hacia la causa de los oprimidos.

Murió el 20 de junio de 1933, en silencio, lejos de su tierra natal. Sus cenizas fueron sepultadas en la muralla del Kremlin, en la Plaza Roja, junto a los héroes de la revolución.
Su legado resiste y sigue interpelando: ¿puede pensarse la emancipación de las mujeres sin cuestionar las estructuras de poder económico?
“No se trata de que las mujeres suban a las posiciones de los hombres, sino de que ambos, mujeres y hombres, construyan una nueva sociedad”, escribió.
Aunque el mundo la despidió entre guerras, su nombre sigue vivo en cada consigna que se alza, en cada marcha que recorre las calles, en cada mujer que decide no callarse. Clara Zetkin supo, antes que muchas, que la historia no se escribe con obediencia, sino con rebeldía.
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