Era enfermera y se ofrecía a cuidar bebés que luego mataba: la historia de Amelia Dyer, la mayor asesina en serie de Gran Bretaña

Durante tres décadas prometió que atendería o daría en adopción a hijos de madres solteras, pero en realidad los asesinaba y los arrojaba al río para no gastar el dinero que cobraba por hacerse cargo de ellos. La descubrió un detective que logró descifrar un nombre y una dirección en un paquete con un pequeño cuerpo que flotaba en el Támesis. Fue ejecutada en la horca el 1 de junio de 1896 y sus últimas palabras fueron: “No tengo nada que decir”

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Amelia Elizabeth Dyer fue una
Amelia Elizabeth Dyer fue una de las asesinas seriales más brutales de la historia

En los expedientes de la Comisión de Prisiones del Reino Unido se puede encontrar uno caratulado con el nombre de Amelia Dyer en cuya última anotación, correspondiente al 10 de junio de 1896, es posible leer: “Debido a su peso y la suavidad de las texturas, se le aplicó una caída bastante corta. Resultó ser suficiente”. Así, con esas pocas palabras, quedó registrada para siempre la ejecución en la horca de la cárcel de Newgate de esa enfermera de 59 años cuyo pequeño físico contrastaba con la enorme magnitud de sus crímenes. Los que la convirtieron en la mayor asesina en serie de Gran Bretaña con un récord de alrededor de trescientas muertes, cincuenta más que las atribuidas a quien la escolta en ese ranking, el médico Harold Shipman. Con una diferencia que es aún más atroz: mientras Shipman se dedicaba a envenenar a mujeres ancianas, la enfermera Dyer mató niños recién nacidos durante un período de treinta años dejándolos morir de hambre o asfixiándolos, con el único objetivo de hacer dinero.

Cuando fueron descubiertos, los crímenes de “la Ogresa de Reading” no solo horrorizaron a la sociedad de la Inglaterra victoriana sino que pusieron en cuestión de manera brutal la legislación de la época que marcaba el destino de los “hijos ilegítimos” o, como se los llamaba, “bastardos”. La ley buscaba disuadir el nacimiento de hijos extramatrimoniales mediante la eliminación de toda obligación financiera de sus padres hacia ellos, pero en la práctica lo que hacía era poner a las madres solteras en una situación imposible y a sus hijos en una total indefensión. Obligadas a dejar sus trabajos y sin ningún tipo de asistencia social, a esas madres se les presentaban tres alternativas: podían prostituirse, dejarse morir de hambre o deshacerse de algún modo de sus bebés.

La ley y el negocio

La Ley de Enmienda de la Ley de Pobres —como se la llamó—, sancionada en 1834, también abrió las puertas de un negocio siniestro que variaba según la condición social de las madres o de la disposición de los padres a pagar para solucionar el problema. Una de las “salidas” fue un emprendimiento conocido como cría de bebés, a cargo de personas que actuaban como agentes de adopción o de crianza a cambio de pagos regulares o de una tarifa única que debía abonarse por adelantado. Una vez nacidos, las madres dejaban en sus manos a sus bebés no deseados para que fueran criados por “madres nodrizas” o entregados a otras personas, en general matrimonios sin hijos.

La ganancia que daba el negocio variaba según la clase social o las posibilidades económicas de los padres que querían deshacerse de sus hijos ilegítimos. Así, si un bebé tenía padres adinerados que deseaban mantener el nacimiento en secreto, la tarifa única podía ascender a ochenta libras esterlinas pero, en la mayoría de los casos, las jóvenes madres eran pobres y habían sido abandonadas a su suerte por los hombres con quienes habían engendrado al niño, o ni siquiera sabían quiénes eran los padres. Entonces debían reunir de cualquier manera la cifra de cinco libras para que les recibieran el recién nacido.

Era un secreto a voces que muchas veces el destino de esos bebés era la muerte, porque no era extraño encontrar cadáveres de neonatos en las calles de las ciudades británicas, un fenómeno que hoy sería un titular conmocionante en los medios pero que por entonces estaba tan naturalizado que ni siquiera era noticia. Aún así, cuando se conoció la magnitud de los crímenes de Amelia Dyer y la impunidad con la que los había perpetrado durante tres décadas, utilizando distintos seudónimos, estalló como una bomba que hizo temblar los cimientos de la sociedad victoriana. Ese impacto abrió el camino para que se dictaran leyes más estrictas para la adopción y la protección infantil, y ayudó a elevar el perfil de la incipiente Sociedad Nacional para la Prevención de la Crueldad contra los Niños de Gran Bretaña.

Durante treinta años, ocultando su
Durante treinta años, ocultando su identidad bajo nombres falsos, Amelia Dyer mató y arrojó al río cerca de 300 bebés

La muerte como compañera

Amelia Elizabeth Hobley —luego Dyer— nació en el año 1836 en Pile Mars, un pequeño pueblo al este de Bristol. Era la menor de cinco hermanos a los que Samuel Hobley, un zapatero, y su mujer, Sarah, pudieron mantener a duras penas. La muerte fue una presencia en su vida desde la infancia. Su madre enfermó de tifus cuando ella tenía diez años y vio como su vida se iba apagando lentamente. Sarah tenía erupciones en la piel, constantes episodios de fiebre alta, dolores de cabeza y, lo peor de todo, violentos delirios que espantaban a sus hijos. La de su madre no fue la única muerte que Amelia debió enfrentar: también perdió a dos hermanas, una a los diez años y la otra cuando apenas había cumplido diez meses.

Poco después de cumplir 24 se casó con George Thomas, un hombre 25 años mayor que ella. Cuando se unieron en matrimonio los dos mintieron sobre sus edades en el certificado. George se restó once años y Amelia se añadió seis para que no se notara tanto la diferencia. Una vez casada, su situación económica mejoró y, aprovechando la experiencia que tenía por haber cuidado a los enfermos de su familia, se formó como enfermera y comenzó a trabajar con la partera Ellen Dane.

Fue ella la que le sugirió que utilizara su casa como alojamiento de mujeres jóvenes que habían concebido ilegítimamente y luego criara a los bebés para su adopción o —llegado el caso— los dejara morir por desnutrición. Además de acoger a mujeres embarazadas, anunciaba que amamantaba y adoptaba un bebé a cambio de un pago único sustancial y ropa adecuada para el niño. En sus reuniones con clientes, les aseguraba que era una persona respetable y casada, y que les proporcionaría un hogar seguro y amoroso. Era una práctica común y a esas casas-albergue se las llamaba “granja de bebés”.

En enero de 1896 publicó en el diario Bristol Times & Mirror un anuncio que decía: “Pareja casada sin familia adoptaría un niño sano para vivir en agradable hogar en el campo. Precio: 10 libras semanales. Señora Harling”. Poco después nació su propia hija, Ellen y, casi al mismo tiempo, murió su marido. En 1872 volvió a casarse, esta vez con William Dyer, un obrero cervecero de Bristol, con quien tuvo otros dos hijos, Mary Ann y William Samuel, antes de abandonarlo, harta de sus maltratos.

Una nota en la prensa
Una nota en la prensa anunciaba la ejecución de Dyer

Cadáveres en el río

Sola y con tres hijos que criar y alimentar, Amelia decidió ahorrarse los gastos y los inconvenientes que le ocasionaba dejar que los niños que quedaban a su cuidado murieran por negligencia o de hambre y comenzó a asesinarlos con sus propias manos para embolsarse toda la tarifa. No despertó sospechas hasta que en 1879 un médico se preocupó por la cantidad de certificados de defunción de niños a su cuidado que debía firmar. La detuvieron pero en lugar de condenarla por asesinato o, en el mejor de los casos, por homicidio involuntario, la penaron con seis meses de trabajos forzados. Esa experiencia la desequilibró mentalmente y al salir en libertad fue internada en dos ocasiones en hospitales psiquiátricos.

Aparentemente recuperada, volvió a su casa y reabrió su “granja de bebés”. Había aprendido de la experiencia anterior y decidió no correr el riesgo de buscar un médico para que firmara los certificados de defunción de los niños que quedaban a su cuidado. Pasó a cobrar un pago único en vez de una cuota y se dedicó a estrangular rápidamente a los bebés con una cinta blanca o a matarlos con sobredosis de opio. Se deshacía de los pequeños cadáveres enterrándolos en su casa o tirándolos al río Támesis.

El 30 de marzo de 1896, un barquero recuperó un envoltorio con un cadáver del Támesis a la altura de Reading . El paquete que Dyer había arrojado no tenía el peso adecuado y había sido fácilmente localizado. Contenía el cuerpo de una niña, posteriormente identificada como Helena Fry. Dentro del reducido equipo de detectives de la Policía del Municipio de Reading, el investigador James Beatty Anderson realizó un descubrimiento crucial: además de encontrar una etiqueta de la comisaría de Temple Meads, Bristol, analizó el papel de regalo con microscopio y descifró un nombre apenas legible, “Mrs. Thomas”, y una dirección, el 26 de Piggott’s Road, Caversham, en el oeste de Londres.

Cuando la policía fue a la dirección escrita en el paquete Amelia se había mudado, pero al revisar la casa halló montones de ropa de bebé, recibos de anuncios publicados por varios periódicos de todo el país y una cinta blanca idéntica a la que llevaba el cadáver de Helen Fry.

Amelia Dyer fue arrestada el 4 de abril en la casa de su hija mayor y, quizás por eso, su yerno, Arthur Palmer, fue acusado de complicidad. Durante ese mes, la policía dragó el Támesis y encontró seis cadáveres más, entre ellos los de Doris Marmon y Harry Simmons, las últimas víctimas de Dyer. Cada bebé había sido estrangulado con cinta blanca, lo que, como ella misma confesó después, “era la razón por la que se podía distinguir que era uno de los míos”.

Los crímenes de Amelia Dyer
Los crímenes de Amelia Dyer fueron descubiertos cuando un barquero encontró un paquete con el cadáver de un bebé flotando en el río Támesis y un detective que examinó el envoltorio logró dar con un nombre y una dirección que lo condujeron a ella

Confesión y condena

Una vez detenida, la enfermera asesina confesó un solo crimen, el de Doris Marmon, y eximió de toda culpa a su yerno y a su hija Mary Ann. Lo hizo en una carta dirigida al tribunal donde escribió: “Señor, ¿podría usted concederme amablemente el favor de presentar esto a los magistrados el sábado 18 del corriente? He hecho esta declaración, ya que puede que no tenga la oportunidad entonces debo tranquilizar mi mente. Sé y siento que mis días están contados en esta tierra, pero siento que es una cosa terrible meter a gente inocente en problemas. Sé que debería responder ante mi Creador en el Cielo por los horribles crímenes que he cometido, pero como Dios Todopoderoso es mi juez en el Cielo y en Hearth, ni mi hija Mary Ann Palmer ni su esposo Alfred Ernest Palmer, declaro solemnemente que ninguno de ellos tuvo nada que ver con esto, nunca supieron que contemplaba hacer algo tan malvado hasta que fue demasiado tarde. Estoy diciendo la verdad y nada más que la verdad, ya que espero ser perdonada, yo y solo yo debo presentarme ante mi Creador en el Cielo para responder”.

Durante el juicio se comprobó que, en los momentos de mayor actividad de su “granja de bebés”, llegó a recibir hasta seis recién nacidos por día. En los dos meses previos a su arresto le habían confiado por lo menos veinte. Además, su propia familia aportó pruebas y testimonió en su contra. En el proceso se hizo una estimación que los magistrados calificaron de conservadora: si se calculaban solo diez muertes infantiles por año, las víctimas de Dyer podían llegar a ser unas 300 en un período de 30 años.

El jurado solo tardó cuatro minutos y medio en declararla culpable y condenarla a morir en la horca. Durante las tres semanas que pasó en la celda de los condenados, llenó cinco cuadernos con su “última y única confesión”. Cuando un capellán la visitó la noche anterior a su ejecución y le preguntó si tenía algo que confesar, le ofreció sus cuadernos y le dijo: “¿No es suficiente?”.

La ejecutaron —como consta en su expediente de la Comisión de Prisiones— a las 9 de la mañana del 10 de junio de 1896. Cuando ya tenía la soga alrededor del cuello le preguntaron si quería decir unas últimas palabras. “No tengo nada que decir”, respondió.

En 2017, el tataranieto del detective James Beatty Anderson descubrió en el altillo de su casa una caja que contenía un envoltorio de piel marrón, una cinta blanca, cinta adhesiva del mismo color y una etiqueta de evidencia. Eran las pruebas que habían permitido descubrir a Amelia Dyer. Actualmente se exhiben en un espacio del Museo de Sulhamstead, Berkshire, dedicado a la mayor asesina en serie de la historia criminal del Reino Unido.

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