
“La noche de la masacre, mi familia me despertó. Mis padres y cinco hermanos estaban allí. Me dijeron que teníamos que irnos y punto. Nunca olvidaré la violencia de la turba blanca cuando salimos de casa. Todavía veo hombres negros recibiendo disparos, cuerpos negros tirados en la calle. Todavía huelo humo y veo fuego. Todavía veo negocios negros quemados. Todavía oigo aviones sobrevolando. Oigo los gritos”, recordó Viola Fletcher, sobreviviente del mayor crimen racial ocurrido en Estados Unidos.
La Masacre Racial de Tulsa fue uno de los hechos más brutales de Oklahoma. Fueron 18 horas en la que una turba de blancos, en connivencia de autoridades locales, arrasó el próspero barrio afroamericano de Greenwood, conocido como el “Wall Street Negro” por su movimiento económico y empresarial.
Quedó todo convertido en cenizas, sus habitantes fueron asesinados, encarcelados o desplazados. Durante casi un siglo, esta masacre fue ignorada por los libros de historia, enterrada en la memoria colectiva, hasta que en las últimas décadas comenzó a salir a la luz gracias a la lucha de sobrevivientes, investigadores y activistas.
Fue la respuesta a un incidente poco claro en un ascensor entre un joven negro y una mujer blanca. Nunca se supo con certeza qué ocurrió: solo se reconstruyó que alguien escuchó un grito de la joven de 17 años, y las versiones oscilaron entre un pisotón accidental en el ascensor y una supuesta agresión sexual. En febrero de este año, se presentó un ambicioso plan busca reconstruir el barrio donde al menos 300 personas fueron asesinadas, 35 manzanas destruidas y más de 1.250 hogares reducidos a escombros.

Una comunidad próspera en una sociedad segregada
El desencadenante de lo que se convirtió en el máximo ataque racial fue la acusación de agresión sexual contra Dick Rowland, un joven negro de 19 años, tras un confuso episodio ocurrido el 30 de mayo con Sarah Page, una joven blanca.
Para comprender la magnitud del ataque es necesario conocer el contexto en que sucedió: a inicios del siglo XX, Estados Unidos vivía una etapa de segregación racial institucionalizada. Las leyes Jim Crow prohibían la convivencia entre blancos y negros en espacios públicos, la educación, el transporte e incluso los hospitales, especialmente en los estados del sur. Oklahoma, que había sido admitido como estado en 1907, no era la excepción.
Estas leyes establecían que había espacios, servicios y derechos diferenciados para blancos y afroamericanos bajo el principio de “separados pero iguales”, avalado por la Corte Suprema en 1896 con el fallo Plessy v. Ferguson al considerar constitucional la separación de blancos y negros en espacios públicos, siempre que los servicios fueran “iguales”. Surgió tras la detención de Homer Plessy en un vagón exclusivo para blancos en Luisiana y legitimó la discriminación legal hasta su revocación en 1954.

En medio de ese ambiente hostil, la comunidad negra de Tulsa había logrado construir un barrio en el distrito de Greenwood. Allí se destacaba el desarrollo económico propio y una red consolidada de bancos, teatros, hoteles, consultorios médicos, escuelas y más de 300 negocios afroamericanos además de escuelas e instituciones, cosa que generaba tensiones con sectores blancos. Era, en resumen, un modelo de autosuficiencia y progreso que desmentía los prejuicios raciales de la época y simbolizaba la posibilidad de ascenso social para una comunidad que enfrentaba la discriminación sistémica en todos los ámbitos de la vida desde hacía más de medio siglo.
El incidente que desató la tragedia
Todo comenzó con un encuentro breve y confuso. El 30 de mayo de 1921, Dick Rowland, un limpiabotas negro de 19 años, ingresó al ascensor del edificio Drexel para utilizar el baño reservado para afroamericanos. En el ascensor se encontraba Sarah Page, una operadora blanca de 17 años. No está claro qué ocurrió exactamente dentro del ascensor, pero Page habría gritado poco después, y Rowland salió corriendo del lugar.
La policía detuvo a Rowland al día siguiente, aunque Sarah Page se negó a presentar cargos. Sin embargo, el daño ya estaba hecho. El periódico local Tulsa Tribune publicó una nota titulada Nab Negro for Attacking Girl in Elevator (Arrestan a negro por atacar a una chica en un ascensor) junto a una nota editorial incitando al linchamiento. Esa misma noche, una multitud blanca comenzó a reunirse frente al tribunal local exigiendo que le entregaran a Rowland.

Como respuesta a ese pedido, y ante el temor de un linchamiento, un grupo de hombres negros armados, muchos de ellos veteranos de la Primera Guerra Mundial, se presentó en el juzgado para protegerlo. Comenzaron los enfrentamientos con la turba blanca y se produjo un disparo: hasta hoy no se identificó al autor del hecho que desató el caos. Durante la noche del 31 de mayo y la madrugada del 1 de junio, la violencia escaló de forma incontrolable.
Grupos de blancos, algunos armados por la policía local, saquearon, quemaron y destruyeron más de 35 cuadras del distrito de Greenwood. Algunos testimonios dan cuenta de que hasta se usaron avionetas para arrojar bombas tipo molotov desde el aire, en lo que algunos consideran el primer bombardeo aéreo contra civiles en suelo estadounidense.
Las llamas destruyeron casas, iglesias, escuelas y negocios. Los bomberos fueron impedidos de actuar por los atacantes. Cientos de personas negras fueron asesinadas en apenas unas horas, aunque el número exacto jamás fue establecido: las estimaciones oscilan entre 100 y más de 300 muertos. Cerca de 10 mil habitantes de Greenwood perdieron sus hogares bajo el fuego, los disparos y el saqueo.

El silencio
Las autoridades locales no solo no cumplieron su misión de proteger a los ciudadanos afroamericanos sino que contribuyeron al desastre. Muchos miembros de la Guardia Nacional arrestaron a los sobrevivientes negros, llevándolos a campos de detención improvisados en lugares como un estadio deportivo y el predio donde se realizaban ferias y exposiciones. Pero, los blancos responsables de la masacre quedaron impunes.
Los medios nacionales contaron sobre la violencia de forma breve o sesgada... Y el silencio envolvió a Tulsa. No hubo juicios significativos, ni reparaciones, ni siquiera un reconocimiento oficial de la tragedia. En las escuelas nunca se habló ni enseñó sobre esa masacre. Greenwood fue reconstruido parcialmente por sus propios residentes, pero nunca recuperó el esplendor que había alcanzado.

Durante años, hablar de la masacre era un tabú. Incluso los sobrevivientes y sus descendencias guardaron silencio por miedo o por dolor. La versión oficial sostenía que se había tratado de un “disturbio racial” provocado por enfrentamientos entre blancos y negros, minimizando la magnitud del ataque, ocultando la responsabilidad de las autoridades y evitando el término masacre. Recién en las décadas de 1990 y 2000 se reactivó el interés público por conocer la verdad.
En 1996, el estado de Oklahoma creó una comisión de investigación que reunió testimonios de sobrevivientes, localizó restos humanos de posibles fosas comunes y confirmó la destrucción deliberada de Greenwood. En 2020, se realizaron excavaciones arqueológicas que descubrieron restos humanos en tumbas sin marcar que podrían pertenecer a víctimas de la masacre.
La memoria también encontró su espacio en la cultura. Libros, documentales y series como Watchmen y Lovecraft Country (HBO) sacaron el velo a la masacre y la introdujeron al imaginario popular. En 2021, en el centenario del ataque, el presidente Joe Biden visitó Tulsa y reconoció oficialmente el hecho como un crimen racial.

Viola, la voz que mantiene viva la memoria
Viola Fletcher nació en 1914 y tenía apenas siete años cuando se convirtió en testigo, y sobreviviente, de la masacre. Vivía con su familia en una de las casas de Greenwood.
“El barrio donde dormí esa noche era rico, no solo en riqueza, sino también en cultura… y patrimonio. Mi familia tenía una casa preciosa. Teníamos vecinos estupendos. Tenía amigos con quienes jugar. Me sentía segura. Tenía todo lo que un niño podría necesitar. Tenía un futuro brillante”, contó al cumplir 107 años.
En la madrugada de aquel 1 de junio, la pequeña niña despertó sobresaltada al escuchar los primeros disparos. Comenzaba el fuego. Junto a sus padres y hermanos huyó de su casa mientras los aviones sobrevolaban la zona, los hombres blancos armados se metían en las casas y las llamas devoraban escuelas, iglesias y negocios, y todo lo que había conocido.
Durante décadas, Viola vivió con ese recuerdo intacto y con el trauma de haber perdido su hogar, su seguridad y todas sus posibilidades. Su familia, al igual que muchas otras, fue desplazada y nunca recibió reparación ni reconocimiento oficial por lo sucedido.

Un siglo después, se convirtió en un símbolo de memoria viva. En mayo de 2021, al cumplirse los 100 años de la masacre, testificó ante el Congreso de Estados Unidos. Recordó con detalles lo que vivió y denunció el olvido institucional: “Todavía veo a hombres negros siendo disparados, cuerpos tendidos en la calle. Todavía huelo el humo. Esta memoria vive conmigo todos los días”.
En 2023, publicó sus memorias bajo el título Don’t let them bury my story (No dejen que entierren mi historia), donde reconstruye lo vivido en 1921 y las consecuencias que arrastró durante el resto de su vida. En 2024, junto a la otra sobreviviente, Lessie Benningfield Randle, presentó una demanda contra la ciudad de Tulsa y otras instituciones, buscando justicia. La Corte Suprema de Oklahoma desestimó el caso, pero pidieron al Departamento de Justicia una investigación federal sobre la masacre.
“Con nuestros propios ojos vimos a estadounidenses blancos destruir, matar y saquear. Y a pesar de estos crímenes evidentes contra la humanidad, no se emitió ninguna acusación”, denunciaron.
Viola Fletcher, con más de 110 años, sigue siendo una testigo directa de la historia y una figura central en la lucha por el reconocimiento de las víctimas de Tulsa.
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