
La historia de Delia Akeley comienza mucho antes de que su nombre fuera sinónimo de coraje. Nació en 1869 como Delia Denning, en una granja de Wisconsin, Estados Unidos. Era hija de inmigrantes irlandeses, en un entorno rural y pobre, marcado por el trabajo duro y el silencio femenino. Su infancia fue la de tantas niñas de la época: ayudar en la casa, en el campo, en lo que hiciera falta. Nada en su mundo anticipaba que algún día se convertiría en una de las exploradoras más audaces del siglo XX.
Se casó joven con un artista llamado Arthur Reiss, pero el matrimonio no duró mucho. El verdadero punto de inflexión en su vida llegó en 1902, cuando conoció a Carl Akeley, un célebre taxidermista del Museo Field de Chicago. Él buscaba animales para disecar y montar en exposiciones de historia natural. Ella, sin saberlo, estaba buscando algo más profundo: una vida que no estuviera dictada por otros.
Juntos recorrieron África en expediciones que duraban meses. Viajaron al África Oriental Alemana (hoy Tanzania), al Congo Belga y a Somalia. Delia no era una acompañante pasiva: cargaba armas, dirigía porteadores, cazaba, cocinaba, organizaba los campamentos, curaba heridos y tomaba notas. En 1905, durante una expedición en el Congo, salvó la vida de Carl cuando un leopardo lo atacó. Lo mató de un disparo certero. Aquel acto, propio de una heroína de novela, no le dio un lugar en los libros. La historia oficial la redujo a “la esposa del explorador”.
Carl Akeley publicaba libros con sus relatos. Se convirtió en una eminencia científica. Fue recibido por presidentes, condecorado por museos, consultado por naturalistas. Ella quedaba al margen. Era, apenas, la mujer que lo acompañaba. Como tantas otras, caminaba a la par, pero era invisibilizada en la narración.
A los cincuenta años, Delia se separó de Carl. No era una decisión sencilla en 1923. Una mujer sola, madura, sin fortuna propia ni apoyo institucional, decidía romper con el matrimonio y, en vez de quedarse en la comodidad del anonimato, se lanzaba a una nueva expedición. Pero esta vez, sería diferente. Esta vez, sería sola.

En 1924, las mujeres en Estados Unidos aún no podían abrir una cuenta bancaria sin el permiso del marido. En Inglaterra, recién empezaban a votar. Viajar solas era mal visto, incluso dentro del propio país. Las aventureras eran vistas como excéntricas, si no directamente como un peligro social. A las que cruzaban fronteras sin un hombre que las acompañara, se las llamaba “desviadas” o “irresponsables”.
Mientras los grandes exploradores del siglo —Burton, Stanley, Livingstone— eran reverenciados, publicados, recibidos por la realeza y canonizados por la historia, las mujeres que hacían lo mismo eran borradas o ridiculizadas. El propio Carl Akeley tenía un lugar de privilegio en los museos, mientras Delia —que había caminado a su lado, dormido en los mismos campamentos, cazado y sanado— apenas era mencionada como su “esposa”. Delia sabía todo eso. Y aun así, eligió el machete, la brújula y la selva.
Acompañada apenas por unos pocos cargadores locales, y muchas veces ni siquiera eso, comenzó a recorrer África a pie. Su objetivo era claro y monumental: convertirse en la primera mujer occidental en cruzar el continente sola, sin escoltas militares, sin expedición organizada, sin respaldo diplomático.

En 1924 partió de Mozambique y comenzó su caminata. Recorrió más de 3.000 kilómetros. Atravesó selvas densas, ríos plagados de cocodrilos, regiones pantanosas donde los pies se hundían hasta las rodillas. Sufrió fiebre, malaria, disentería. Se alimentaba de lo que conseguía: arroz, carne seca, fruta, raíces.
Pero más allá del paisaje hostil, Delia estaba interesada en las personas. A diferencia de los expedicionarios europeos que llegaban a África con mirada colonial, ella se detenía a observar, a escuchar, a convivir. Pasó meses con los pueblos pigmeos de la región del Ituri, en el actual Congo. Aprendió su lengua, registró su forma de vida, sus leyendas, su relación con la naturaleza. Era una etnógrafa autodidacta, guiada por una curiosidad honesta.
En sus relatos, contaba que los pigmeos se reían de ella al verla caminar torpemente por la selva con sus botas pesadas. Ellos se movían descalzos, en silencio, con una destreza que a ella le parecía sobrenatural. Dormía en chozas improvisadas, comía lo que le ofrecían —a veces raíces, otras pequeños roedores asados—, y participaba de rituales nocturnos a la luz del fuego.
En lugar de sacar fotografías, prefería dibujar. Creía que el acto de ilustrar exigía una forma de atención distinta: obligaba a mirar con respeto, a observar sin apuro.
Su método no era científico en el sentido académico, pero sí profundamente humano. Y eso era lo revolucionario. Mientras otros escribían tratados con tono imperial, ella escribía diarios con voz de viajera.
Lo que encontró no fue la “barbarie” que describían los libros de los misioneros. Fue humanidad. En su libro Jungle Portraits escribió: “Los pigmeos no querían cambiarme. No intentaron imponerme su religión, su cultura ni sus costumbres. Me aceptaron como era. Y yo, a ellos”.
Ese enfoque fue radical en su época. Mientras los europeos levantaban puestos coloniales, llevaban la cruz y la bandera, y hablaban de “civilizar”, Delia se sentaba a compartir una comida y a aprender. No cazaba animales para disecarlos, sino que escribía para dar testimonio de vidas que el mundo blanco no quería ver.
También escribió J.T. Junior: The Biography of an African Monkey, un relato infantil que narra la vida de un monito africano desde una perspectiva empática. En lugar de verlo como un trofeo, lo retrataba como un ser con emociones, vínculos y un mundo propio.
Hoy, a más de cien años de su travesía, la hazaña de Delia Akeley cobra una dimensión aún más grande. Si una mujer actual decidiera cruzar sola África a pie, sería considerada valiente. Delia lo hizo cuando no existían mapas confiables, ni vacunas, ni sistemas de rescate, ni teléfonos satelitales. Lo hizo cuando la sola idea de una mujer viajera generaba escándalo social.
Cuando la alpinista noruega Kristin Harila logró escalar los 14 picos más altos del mundo en menos de seis meses en 2023, el mundo aplaudió la hazaña. Cuando Sarah Outen recorrió el mundo en kayak y bicicleta entre 2011 y 2015, fue noticia. Cuando la sudanesa Nasrin Al-Zahra cruzó el desierto sola para denunciar la violencia de género en 2021, fue vista como un símbolo. Delia Akeley fue pionera de todas ellas. Una adelantada. Una mujer sin red.
Y sin embargo, su nombre rara vez aparece en los libros escolares, en las colecciones de historia o en los museos de ciencia. Mientras Carl Akeley tiene una sala con su nombre en el Museo Americano de Historia Natural de Nueva York, Delia apenas ocupa una línea en biografías ajenas.
La aventurera murió el 22 de mayo de 1970, en Daytona Beach, Florida, Estados Unidos. Tenía 98 años. Había vivido casi todo el siglo XX, pero su espíritu pertenecía a otro tiempo. Uno que aún no había llegado.

Nunca se volvió a casar. Siguió escribiendo, aunque cada vez con menos visibilidad. Sus libros quedaron fuera de catálogo durante décadas. Pero su historia, como las que se gestan en lo profundo, resiste al olvido.
Vivió un tiempo en Nueva York, en departamentos alquilados donde conservaba sus diarios de viaje y algunas postales del Congo. A veces daba conferencias sobre África, pero ya no era una figura convocante. Intentó publicar nuevas memorias, pero no encontró respaldo editorial. El mundo que la había ignorado cuando caminaba entre cocodrilos, tampoco se interesaba por su vejez.
Su nombre no figuró en las academias. Los museos no reclamaron sus cuadernos de notas. Murió sin homenajes. Como tantas otras mujeres pioneras, su contribución fue silenciada hasta que el tiempo, mucho después, empezó a recuperar lo que la historia oficial había escondido.
Hoy, cuando las mujeres reclaman con más fuerza un lugar en la narrativa de los logros humanos, el legado de Delia Akeley emerge como un faro. No sólo por su valentía, sino por su mirada. Por haber elegido observar en vez de conquistar. Por haber hecho del viaje una forma de existencia, no una carrera por la gloria.
Una frase suya resume su filosofía de vida: “Caminé África no para descubrir, sino para comprender”. Esa actitud la volvió pionera. Pero también, mito.
Cuando una mujer hoy viaja sola, atraviesa una selva, escala una montaña, se sube a una bicicleta en medio del desierto o decide cambiar el rumbo de su vida a los cincuenta años, hay una huella que la precede. La huella de una granjera de Wisconsin que no aceptó ser invisible. Que eligió caminar cuando lo esperado era quedarse quieta. Y que dejó, sin saberlo, un mapa para animar a hacer lo mismo.
Dicen que sus últimas pertenencias cabían en una maleta. Que guardaba aún un machete oxidado, algunos dibujos de su diario africano, y una carta que nunca llegó a enviarle a Carl. Que miraba el mar de Daytona Beach como si fuera otro territorio por explorar.
Nunca pidió reconocimientos. Pero dejó lo más valioso: la certeza de que hay caminos que solo se abren cuando una mujer se atreve a caminar sola.
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