
Para mediados de 1926 la vida lo venía golpeando fuerte al granjero Andrew Kehoe, oriundo de Bath, un pequeño pueblo de Michigan. Su mujer estaba enferma de tuberculosis y no se recuperaba, las cuentas médicas lo tenían acogotado, el municipio había aumentado los impuestos a sus tierras para financiar una nueva escuela, el dinero no le alcanzaba para pagar la hipoteca de su casa y acababa de perder de manera estrepitosa las elecciones en las que se había presentado como candidato a secretario municipal. Sentía que el mundo conspiraba contra él, aunque ese mundo se redujera al reducido territorio de su comuna.
Kehoe era un cincuentón algo excéntrico, que solía conducir su tractor vestido con traje, pero querido y respetado en el pueblo. Provenía de una antigua familia de Bath y el campo que explotaba – y en el que vivía con su esposa, Nellie – había pertenecido a sus padres y antes a sus abuelos. Antes de hacerse cargo de la granja se había formado como electricista y trabajado en una empresa del rubro, pero a la muerte de sus padres no dudó en trocar su oficio por el de granjero. Estaba orgulloso de sus tierras y por eso se desesperó cuando las autoridades municipales decidieron reemplazar las pequeñas escuelas rurales de la región por un único y moderno establecimiento, la Escuela Consolidada de Bath.

Para financiar el emprendimiento – no solo la construcción, sino su funcionamiento cotidiano – la junta escolar decidió aumentar el impuesto a las tierras, que pasó de 12,26 dólares a 19,80 dólares por cada mil del valor de la propiedad. Las tierras de Kehoe estaban valuadas en 10.000 dólares y sintió que le estaban metiendo la mano en los bolsillos, que por entonces tenía bastante enflaquecidos por las malas cosechas. Apenas alcanzaba a pagar la hipoteca, la comida cotidiana y las cuentas médicas por la enfermedad de Nellie. Cuando calculó lo que debía pagar de impuestos llegó a la conclusión de que perdería las tierras. Además, como no tenía hijos, le parecía injusto tener que pagar por la educación de los vástagos de otros.

En junio de 1926, el sheriff le notificó que la viuda del tío de su esposa, que le había prestado dinero tenía una hipoteca sobre su propiedad, había iniciado un proceso de ejecución. “Si no fuera por ese impuesto escolar, podría haber pagado la hipoteca”, le dijo Kehoe cuando recibió el papel. El uniformado contó después que en ese momento no le dio importancia a otra afirmación del granjero. “Si yo no puedo vivir en esta casa, no vivirá nadie acá”, le escuchó decir, pero pensó que era simplemente una frase inocua, producto del enojo.
El sheriff nunca imaginó que en la cabeza de Kehoe había empezado a germinar la idea de tomar venganza y que el objeto de su ira sería la escuela. En realidad, nadie podía prever que en el pequeño municipio de Bath se estaba gestando el peor atentado contra un establecimiento escolar de los Estados Unidos, con un saldo de 44 muertos – 38 chicos y seis adultos – y 58 heridos.
Una venganza muy planeada
En 1924, cuando se decidió construir la escuela, Andrew Kehoe se había propuesto como tesorero de la junta escolar en un desesperado intento de controlar y reducir los gastos para, por lo menos, morigerar el aumento de los impuestos. Como era un vecino respetado y se le daban bien las cuentas fue elegido. Pesó también que ofreciera de manera gratuita sus servicios como electricista experimentado para el mantenimiento de la escuela. Una vez integrado a la junta, Kehoe entró rápidamente en conflicto con el superintendente Emory Huyck que, a su juicio, gastaba fondos a manos sueltas. Huyck era un veterano de la Primera Guerra Mundial, graduado la Universidad Estatal de Michigan, muy querido por la comunidad, que se había encargado de conseguir la autorización estatal y federal para la escuela. Kehoe se oponía siempre a las iniciativas de Huyck, pero rara vez le ganaba una votación. Se convirtieron en enemigos acérrimos.

Cuando en junio de 1926 el sheriff le notificó que iban a ejecutar la hipoteca, Kehoe comenzó a planear su venganza. Él perdería su casa y sus tierras, pero se lo haría pagar bien caro a la escuela y a Huyck, causantes de todos sus males. Poco a poco fue acumulando grandes cantidades de dinamita y de pirotol, un excedente de munición que había quedado de la Primera Mundial y que el gobierno entregaba a los granjeros que lo pidieran para usarlo con fines agrícolas.
Después, aprovechando que como miembro de la junta escolar y electricista de la escuela tenía una llave del establecimiento, empezó a meterse de manera subrepticia por las noches para colocar los explosivos en el techo del sótano, dentro de una malla de alambre. Usó cables eléctricos para conectar los explosivos – que sumaban unos 450 kilos – a una serie de disparadores a batería con un mecanismo de sincronización que programó para que detonara la mañana del 18 de mayo de 1927 en horario escolar. Exactamente a las 8.45.
El día señalado, Andrew Kehoe se despertó muy temprano, preparó el desayuno y se lo llevó a la cama a su mujer. Nellie no había terminado su café cuando la mató con un fuerte golpe en la cabeza. La tomó por sorpresa, para que no sufriera. Cargó el cuerpo de la mujer muerta en una carretilla y la dejó en el gallinero. Después, comenzó a recorrer la casa y los graneros para controlar que todo estuviera en orden. Uno por uno, revisó que los explosivos que había colocado el día anterior en diferentes lugares siguieran bien conectados a los detonadores. Por último, ató las patas de sus animales para que no pudieran escapar. A las 8.30 hizo explotar todo. Así cumplió la promesa que había escuchado el sheriff al entregarle la notificación: “No vivirá nadie acá”.
Se sentó al volante de la camioneta, encendió el motor y se dirigió a muy baja velocidad hacia la escuela. Antes de morir – porque había decidido suicidarse – quería ver el resultado de su venganza. Llegó poco después de la explosión, con la caja de la camioneta cargada también con explosivos, en este caso conectados a un detonador manual que él mismo se ocuparía de accionar.

“Fue como un terremoto”
Los bomberos de Bath se dirigían a la granja de Kehoe para sofocar el incendio cuando supieron de la explosión en la escuela. Sin dudarlo, dieron media vuelta para socorrer a las víctimas. Los explosivos habían derrumbado por completo el ala norte; en cambio, el detonador que debía hacer estallar el ala sur había fallado. Eso salvó casi un centenar de vidas. En ese momento había 238 chicos y unos veinte maestros en la escuela.
La maestra de primer grado Bernice Sterling le relató después a un periodista de la agencia AP: “Fue como un terremoto… El aire parecía estar lleno de niños y de pupitres y de libros volando. Los niños fueron lanzados por los aires, algunos catapultados fuera del edificio”. Robert Gates, uno de los primeros vecinos en llegar, contó: “Madre tras madre llegaban corriendo a la escuela y, al ver el cuerpo sin vida tirado en el césped, lloraban y se desmayaban... En poco tiempo, más de cien hombres estaban trabajando, levantando los escombros de la escuela, y casi la misma cantidad de mujeres hurgaban frenéticamente entre la madera y los ladrillos rotos en busca de sus hijos. Vi a más de una mujer levantar bloques de ladrillos más pesados de lo que un hombre promedio podría haber manejado sin una palanca”.
Kehoe llegó casi al mismo tiempo que los bomberos, bajó de la camioneta y se quedó mirando la tragedia que acababa de provocar. Más tarde, algunos testigos dijeron que parecía en shock, como paralizado. Sin embargo, no era así: estaba buscando a alguien. Reaccionó cuando vio a su archienemigo Emory Huyck colaborando en las tareas de rescate. Entonces, sin moverse de donde estaba, lo llamó con un gesto y cuando el superintendente estaba a poco menos de un metro hizo estallar los explosivos que llevaba en la caja del vehículo. Los dos murieron al instante. Huick sin saber qué había pasado, Kehoe con la seguridad de haberse llevado con él al hombre que tanto odiaba.
La explosión de la camioneta hizo volar escombros sobre una gran área y causó grandes daños a los automóviles estacionados a media cuadra de distancia, con sus techos incendiados por la nafta quemada. Hirió a varias personas, entre ellas al director de correos del pueblo, Glenn O. Smith, que perdió una pierna y murió antes de llegar al hospital”. No fueron las únicas víctimas de esa segunda explosión. “Vi a una madre, la señora de Eugene Hart, sentada en la acera a poca distancia de la escuela con una niña muerta a cada lado y sosteniendo a un niño pequeño, Percy, que murió poco tiempo después de que lo llevaron al hospital. Entonces estalló la camioneta, mató a dos o tres personas que estaban cerca e hirió gravemente a Perry”, contó un testigo citado por AP.

Cientos de personas trabajaron entre los escombros durante todo el día y hasta la noche en un esfuerzo por encontrar y rescatar a los niños atrapados debajo. Los heridos y moribundos fueron transportados al Hospital Sparrow y al Hospital St. Lawrence en Lansing. Al final del día, el recuento fue: 38 niños y seis adultos muertos, y 58 heridos, algunos muy graves. Hasta ese momento, para todos, el tesorero de la junta escolar Andrew Kehoe era una víctima más.
“Los criminales se hacen, no nacen”
Hubo que esperar al día siguiente para saber la verdad. Después de trabajar durante todo el día entre las ruinas de la escuela, una dotación de bomberos se dirigió a la granja de Kehoe para combatir el fuego. Llegaron casi de noche y encontraron que quedaban apenas unos pequeños focos. Sabían que Andrew había muerto frente a la escuela y no se preocuparon por Nellie, a quien suponían internada en un hospital para tuberculosis. El sheriff decidió esperar hasta el día siguiente para ubicarla y darle la desgraciada noticia de la muerte de su esposo.

Pasó toda la mañana del 19 de mayo tratando de ubicar a Nellie, hasta que finalmente en un hospital le informaron que sí, que la señora había estado internada allí, pero que su esposo había pasado a buscarla tres días antes para llevarla a su casa, porque su salud estaba un poco mejor. Preocupado por la suerte de la mujer, el sheriff y un grupo de bomberos volvieron a la granja para buscarla. El día anterior no habían encontrado ningún cuerpo entre las ruinas de la casa, pero decidieron revisar con más profundidad. Finalmente encontraron el cuerpo carbonizado de Nellie en el gallinero, todavía sobre la carretilla en la que Andrew la había llevado hasta ahí después de matarla.
Cerca del lugar, a salvo del fuego, encontraron un letrero de madera atado con alambre a un poste. Decía: “Los criminales se hacen, no nacen”. Recién entonces el sheriff de Bath comenzó a sospechar de Andrew Kehoe como el autor del mayor atentado con explosivos contra una escuela perpetrado en los Estados Unidos.
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