Los artilleros soviéticos que el 1 de mayo de 1960 dispararon un cohete tierra-aire, la prehistoria de los misiles, contra el avión espía U-2 de Estados Unidos que sobrevolaba territorio de la URSS al mando del piloto Francis Gary Powers, un ex capitán de la Fuerza Aérea que había sido contratado por la CIA, no podían saber que con ese disparo iban a dar por tierra con una conferencia cumbre entre Francia, Estados Unidos, Gran Bretaña y la URSS a celebrarse en París catorce días después y que fue un fracaso.
El disparo derribó algo más que el avión espía, echó abajo también cualquier esperanza de un acuerdo sobre desarme, principal objetivo de la Cumbre de París; sembró una eterna desconfianza entre los cuatro líderes mundiales que hasta hacía unos años eran aliados en su lucha contra Adolf Hitler; y anuló además toda posibilidad de un futuro encuentro entre esas mismas cuatro naciones: afeitados y sin visitas quedaron en París Charles De Gaulle, presidente de Francia, Harold Macmillan, primer ministro de Gran Bretaña, Dwight Eisenhower, presidente de Estados Unidos y un irascible Nikita Khruschev, primer ministro de la URSS.
La desconfianza mutua tenía raíces hondas. Estados Unidos espiaba a su rival en la Guerra Fría con aquellos aviones que volaban altísimo: un monoplaza largo, pintado de negro, de cola alta, alas anchas, un solo reactor, casi indetectable para los radares, inalcanzable en su altitud por los cazas enemigos y dotado de poderosas cámaras fotográficas que lo veían y registraban todo. La URSS había desarrollado tres años antes los satélites artificiales, los primeros “Sputnik”, con la intención de espiar desde el espacio a Estados Unidos. No había bases militares rusas cerca de Washington que permitieran el despegue de aviones soviéticos; en cambio, Estados Unidos sí lanzaba sus aviones espías desde Turquía y Afganistán.
Los llamados Cuatro Grandes jugaban un juego de piratas en el que nadie decía la verdad, todos ocultaban algo y la suspicacia, la aprensión, la malicia y el recelo reinaban cómodas en las “conversaciones de paz” en las que, como es normal, se hablaba de la guerra. París iba a ser sede de una conferencia sobre desarme, que aspiraba a la paz y a no repetir el horror de la Segunda Guerra que había terminado apenas quince años antes. Khruschev, más que de desarme, quería hablar de Berlín: ambicionaba que los aliados se retiraran de la ex capital del Reich de Hitler, que había quedado del lado soviético en la Alemania dividida, y era a su vez una ciudad partida en dos por las fuerzas de ocupación. Los aliados no pensaban retirarse de Berlín y, un año después del fracaso de la Cumbre en París, en agosto de 1961, iba a nacer el Muro que selló el lado oriental y el occidental de la ciudad durante casi treinta años. Esa es otra historia,

La del U-2, de Powers, la su piloto y la de su derribo sobre suelo soviético, también es otra historia larga y apasionante. Será contada alguna vez. Pero para saber por qué fracasó aquella Cumbre, hay que saber qué fue lo que la hizo fracasar, porque cada paso dado por Estados Unidos y la URSS después de la caída del avión espía, llevó al desastre diplomático y al hundimiento de aquel encuentro entre los líderes mundiales.
Powers salió aquel 1 de mayo de su desgracia de Pesawar, Pakistán, con un plan de vuelo que lo llevaría a Bodo, Noruega, en una ruta que requería adentrarse en la URSS. Las cámaras del U-2 le permitían fotografiar con extraordinaria nitidez una porción de tierra de doscientos kilómetros de ancho por cuatro mil ochocientos de largo, y reproducir lo fotografiado en cuatro mil fotogramas acoplados. Esas cámaras eran sus únicas armas. Antes de partir, a Powers le habían entregado una moneda de un dólar de plata que, en realidad, era un dispositivo que incluía una diminuta aguja que le permitía inyectarse veneno en el caso de ser capturado. Cuando el misil soviético, que entonces llamaban “rocket”, hirió de muerte a su avión, Powers luchó por eyectarse, vivió segundos de hondo dramatismo, estuvo a punto de perder sus dos piernas, logró salir del avión y manoteó su dólar de plata. Pero cuando su paracaídas se abrió, a cuatro mil quinientos metros de altura, Powers volvió a guardar en su bolsillo la moneda venenosa y eligió vivir. Fue capturado por los soviéticos y ese, el de su captura, fue el secreto mejor guardado por Khruschev durante los siguientes seis días.
Eisenhower, que sabía del derribo del avión desde el mismo 1 de mayo, recibió la confirmación el 2, de parte de su consejero de seguridad, el general Andrew Goodpaster, que había sido informado por la CIA. Todos dieron por sentado que Powers había muerto en la caída del avión o que, como era previsible, se había suicidado.
El 5 de mayo, un enfurecido Nikita Khruschev denunció el derribo de un avión estadounidense, sin precisar el sitio y calificó el hecho de “una provocación agresiva destinada a impedir la conferencia cumbre”. Tuvo el cuidado de no acusar a Eisenhower, pero no dijo nada sobre la captura de Powers, lo que acentuó la especulación sobre su presunta muerte. Para justificarse, el gobierno americano mintió: la agencia aeroespacial NASA dijo que había desaparecido un “aparato de observación meteorológica” sobre Turquía, después de que el piloto informara tener dificultades en el vuelo. También, dijo la NASA, era posible que el piloto se hubiese extraviado más allá de la frontera turca con la URSS. Khruschev no dijo nada.

El 6 de mayo, diez días antes de la cumbre de París, el vocero del Departamento de Estado, Lincoln White, dijo que no había existido “en modo alguno, repito, en modo alguno, intención de violar el espacio aéreo soviético, ni jamás la hubo”. Era una mentira grande como una catedral. Khruschev tampoco dijo nada hasta el día siguiente. El sábado 7 de mayo, en un mensaje al Soviet Supremo, Khruschev lanzó la bomba. Dijo que había sido un cohete soviético el que había derribado al avión americano a veinte mil metros de altura, que el avión volaba en ese momento dos mil cien kilómetros dentro del territorio soviético, que su piloto, Francis Gary Powers, había sido apresado “vivito y coleando” y que había confesado.
Fue en efecto una bomba que sacudió al mundo diplomático y a los países aliados que pensaron que, si Eisenhower estaba al tanto de los vuelos espías, él y su gobierno habían sido pescados en una enorme mentira, habían caído en una trampa; en cambio, si en realidad Eisenhower sabía nada sobre el vuelo espía, era un grave peligro que una operación de ese tipo se hubiese llevado adelante sin el conocimiento del presidente. El secretario de Estado, Christian Herter, que había asumido tras la muerte de Foster Dulles en 1959, dijo que Eisenhower había aprobado “el plan general”, pero que los vuelos no requerían el visto bueno presidencial.
El 10 de mayo, Khruschev dijo que Powers sería juzgado. El miércoles 11, mientras era fotografiado frente a los restos del U-2, el líder soviético exigió que Estados Unidos se disculpara, que asegurara que esos hechos no volverían a repetirse y, de paso, anuló toda posibilidad de un futuro viaje de Eisenhower a la URSS que ya estaba planeado: “El pueblo ruso diría que estoy loco si diera acogida aquí a un hombre que nos manda aviones espías”. Ese mismo día, Eisenhower asumió personalmente la responsabilidad por los vuelos de los U-2 y anunció la suspensión de nuevas misiones, lo que de todas formas hubiera sucedido porque el espionaje aéreo había sido descubierto.
Ese era el clima en el que los Cuatro Grandes pretendían reunirse para hablar de desarme y paz. La verdad era que la Cumbre había muerto antes de nacer, aunque restaba una esperanza débil, difusa, que tenía nombre y apellido: Charles De Gaulle. El presidente francés, como anfitrión, había decidido echarse al hombro la misión de salvar la Conferencia Cumbre. Era una misión imposible, pero De Gaulle era un hombre convencido de poder domar al destino, misión que podía llegar a ser más sencilla que torcer el brazo de Khruschev.
Mientras Eisenhower viajaba a París, adonde llegó el domingo 15 de mayo, el líder soviético boicoteó la cumbre: envió mensajes personales al presidente francés y al primer ministro británico Macmillan en el que anunciaba que, a menos que recibiera disculpas plenas y públicas de Estados Unidos, “no podré ser participante en las negociaciones, cuando uno de los negociadores ha hecho de la perfidia la base de su política hacia la Unión Soviética”. Era un planteo muy claro e ineludible. Eisenhower también expresaba un planteo claro e ineludible: no estaba dispuesto a disculparse por decisiones que había tomado en defensa de la seguridad de Estados Unidos y, de manera alguna, estaba dispuesto a atar las manos de futuros gobiernos estadounidenses con promesas a futuro, como exigía Khruschev.
Ese mismo domingo 15 de mayo, Eisenhower se encontró dos veces con De Gaulle y con Macmillan. Por la tarde, en el Elíseo, Eisenhower, que tenía sesenta y nueve años, murmuró: “No sé si le pasa a alguien más, pero yo me siento un poco viejo”. De Gaulle sonrió y le dijo: “No lo parece”. Eisenhower entonces agregó: “Espero que ninguno tenga la ilusión de que voy a arrastrarme de rodillas ante Khruschev”. De Gaulle lo tranquilizó: “Ninguno tiene semejante ilusión”. Después, el francés mencionó la amenaza del soviético de atacar las bases de los U-2 estadounidenses en Turquía, Japón, Afganistán y donde las hubiera. Eisenhower respondió, con cierta pesadumbre: “Cohetes… Esos proyectiles pueden viajar en ambas direcciones”. Macmillan y el presidente francés le prometieron su apoyo y De Gaulle no pudo evitar hablar para el bronce. Debe haber recordado los días de Normandía, de la liberación de Francia por parte de los aliados y dijo a Eisenhower: “Entre nosotros todo será muy fácil, porque usted y yo estamos unidos por la historia”.
Por fin, el presidente francés resumió cómo pensaba encarar la reunión entre los grandes, dado que era Francia la que cobijaba la Cumbre. Lo hizo al estilo De Gaulle, con cierta arrogancia, un poquito de vanidad y una franqueza brutal: “Me niego a permitir que la conferencia degenere en un intercambio de improperios entre rusos y americanos. Tengo la intención de poner las cosas sobre la única base digna y que tal vez sea fructífera. ¿Estamos preparados para encarar los grandes problemas que son el objetivo de esta reunión: el desarme, Alemania, la ayuda a países subdesarrollados? Si es así, el debate puede empezar. Si no es así, la conferencia no tiene propósito inmediato y puede ser levantada sine die (sin plazo)”.
El lunes 16 de mayo, hace sesenta y cinco años, los cuatro grandes llegaron al Elíseo y se sentaron ante una gran mesa cuadrada: Eisenhower frente a Khruschev, Macmillan frente a De Gaulle, que abrió la conferencia, impasible, con un breve saludo a sus huéspedes. Khruschev entonces se paró, la cara enrojecida, pidió la palabra y reclamó su derecho a hablar. De Gaulle miró a Eisenhower que asintió, resignado. El soviético empezó a leer un texto que era una dura diatriba, un poco injuriosa, contra el presidente americano y contra Estados Unidos. De Gaulle lo frenó: le habló al intérprete soviético y le dijo: “La acústica de este lugar es excelente. Todos podemos escuchar al primer ministro. No hay necesidad de que levante la voz”. El ruso empalideció, se volvió hacia Khruschev y empezó a traducir con voz temblorosa. De Gaulle lo cortó, hizo un gesto a su intérprete francés que, sin demasiados miramientos, tradujo todo al ruso. Khruschev miró furioso a De Gaulle y siguió con su arenga, en voz más baja.
Enseguida volvió a su ardor y a su frenesí, que en muchos casos eran parte de un show personal de Khruschev que buscaba la espectacularidad: “¡A mí me han sobrevolado…! ¡Me han espiado!” De Gaulle volvió a frenarlo: “Yo también he sido sobrevolado y espiado”. El ruso quiso saber: “¿Por su aliados americanos?” “No –dijo De Gaulle– por usted. En este mismo instante un satélite soviético pasa sobre Francia dieciocho veces cada veinticuatro horas. ¿Cómo podemos saber que no está sacando fotografías? ¿Cómo podemos tener la certeza de que las máquinas de todas clases que recorren los cielos no arrojarán espantosos proyectiles sobre cualquier país del mundo? La única garantía posible es una distención pacífica basada en apropiadas medidas de desarme. Este es el objeto de nuestra conferencia. Propongo que iniciemos el debate”.
Pero Khruschev no quiso saber nada. Exigió nuevas disculpas de Eisenhower que apenas podía contener su furia. Las discusiones duraron tres horas, demoradas por las traducciones, hasta que De Gaulle terminó con aquella farsa, levantó la sesión y el líder ruso se marchó, el paso airado, después de cancelar la invitación pendiente para que Eisenhower visitara Moscú y luego de echar por tierra toda posibilidad de una entrevista en privado con el americano.
La cumbre había fracasado pese a los esfuerzos de De Gaulle y de Macmillan de mantenerla a flote: Khruschev la había hundido, y había decidido torpedearla desde el mismo instante en que supo del derribo del U-2 de Powers.
Esa figura de la guerra naval, la de torpedear la Cumbre, fue la interpretación que hizo el secretario de Estado Herter, que a las ocho de la noche de ese lunes envió un telegrama a Washington en el que sintetizaba el análisis de la única sesión, fallida, de la Cumbre, hecho en conjunto con el canciller francés, Maurice Couve de Murville, un hombre fidelísimo a De Gaulle y con el secretario de Relaciones Exteriores británico, Selwyn Lloyd: “En la reunión de esta tarde con Couve y Lloyd para discutir la situación actual, el Secretario dejó claro que, como resultado de la declaración de Khruschev de esta mañana, ya no tenía sentido que el Presidente hablara en privado con él. Khruschev había cruzado el Rubicón esta mañana. No podía retractarse de su ultimátum, que el Presidente había dejado claro que no podía aceptar. No veíamos ninguna razón para una nueva reunión cuatripartita mañana. Era evidente que Khruschev había mostrado su determinación de torpedear la conferencia incluso antes de llegar a la reunión. (…) Couve afirmó que el hecho de que la última parte de la declaración de Khruschev fuera más brusca que la primera, comunicada ayer a De Gaulle y Macmillan, indicaba que tal vez se habían recibido nuevas instrucciones de Moscú. Sin embargo, era sabido ya, desde el sábado pasado, que los rusos habían hecho planes para salir de París mañana (…) La reunión de esta mañana se desarrolló en un ambiente tenso. No hubo apretones de manos, solo breves gestos de saludo”.
En su vuelo de regreso a Estados Unidos, un apesadumbrado Eisenhower, tenía motivos de sobra para ser el único de los Cuatro Grandes en mostrarse abatido, se detuvo en Lisboa para entrevistarse con el dictador portugués Antonio de Oliveira Salazar. Mientras paseaba por los jardines del Palacio de Queloz, que pretendían imitar a los de Versalles, el presidente vio a uno de los periodistas de su país que arrojaba unas monedas francesas a una fuente. “¿Es así como pierden el tiempo los periodistas?”, quiso saber. Y el tipo le contestó: “No, señor presidente. Dicen que hacer esto trae suerte.” “En ese caso –dijo Eisenhower– Haría bien en arrojar algunas monedas por todos nosotros…”.
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