
En la vida de san Francisco de Asís, hubo una mujer que fue crucial y fundamental en toda su obra. Muchos pensarán en santa Clara de Asís, pero no es ella, es Jacoba de Settesoli, conocida en italiano como Giacoma de Settesoli, una figura singular en la historia del cristianismo y del movimiento franciscano. Muy olvidada por las biografías sobre el santo de Asís, por eso trataremos en este artículo sobre alguien que fue baluarte fundamental del movimiento franciscano. Exploraremos su infancia y juventud, su influencia en Roma, sus contactos con el Papa Inocencio III, su vínculo con Francisco, los eventos relacionados con su muerte y su legado en la basílica di San Francisco en Asís, así como su beatificación y su relevancia en la vida del santo.
Jacoba nació alrededor de 1190 en Roma, probablemente en el rione de Trastevere, un barrio humilde pero vibrante de la ciudad eterna. Según algunos historiadores, su nombre original era Jacopa de’ Normanni, lo que sugiere un posible origen ligado a familias normandas establecidas en Italia. Sin embargo, su vida cambió drásticamente cuando, siendo muy joven, fue dada en matrimonio a Graziano Frangipane de’ Settesoli, miembro de una de las familias nobles más poderosas de Roma, los Frangipane. Esta unión no solo elevó su estatus social, sino que también la situó en el corazón del poder feudal romano.

Los Frangipane eran conocidos por su control sobre el Septizonio, una imponente estructura construida por el emperador Settimio Severo cerca del Circo Massimo, que tras la caída del Imperio Romano se convirtió en una fortaleza de esta familia. Aún hoy se puede contemplar parte de esta construcción en el circo Massimo. Jacoba, como esposa de Graziano, pasó su juventud inmersa en un entorno de riqueza y privilegios, rodeada de castillos y tierras en el Lazio. A pesar de su posición, su vida temprana estuvo marcada por las responsabilidades de un matrimonio arreglado y la maternidad, ya que tuvo dos hijos, Giovanni y Giacomo. Graziano murió en 1217, dejándola viuda a una edad relativamente joven, con la tarea de gestionar el vasto patrimonio familiar y criar a sus hijos.
Tras la muerte de su esposo, Jacoba asumió un rol de liderazgo poco común para una mujer de su tiempo. Como viuda de un Frangipane, heredó no solo tierras y castillos —como los de Marino y Nemi— sino también una considerable influencia política y social en Roma. En una ciudad donde las familias nobles competían por el poder y la proximidad al Papado, Jacoba se convirtió en una figura respetada. Su autoridad le permitió actuar como mediadora y protectora, especialmente en un contexto de tensiones entre la nobleza y la Iglesia.

Su posición privilegiada le otorgó acceso a las esferas más altas de la sociedad romana, incluyendo la Curia papal. Esta influencia sería crucial en su relación con Francisco y en su capacidad para facilitar encuentros importantes, como el que tuvo lugar entre el santo y el Papa Inocencio III.
En 1209, San Francisco llegó a Roma con un grupo de seguidores para buscar la aprobación de su Regla por parte del Papa Inocencio III. Este encuentro era decisivo para el naciente movimiento franciscano, pero Francisco, un hombre humilde y sin conexiones políticas, enfrentaba obstáculos para ser recibido por el pontífice. Aquí entra en escena Jacoba, cuya posición social y contactos en Roma resultaron fundamentales.

Aunque no hay registros detallados de cómo se conocieron, se cree que Jacoba, fascinada por la predicación de Francisco y su mensaje de pobreza evangélica, decidió apoyarlo. Ella lo alojó en Roma, probablemente en una propiedad de los Frangipane y luego solicitó a sus amigos los monjes benedictinos de la Ripa Grande que le dieran hospedaje (hasta el día de hoy se conserva el lugar en donde se hospedó el santo en la actual iglesia de San Francisco a Ripa) y utilizó su influencia para asegurar una audiencia con Inocencio III. Su intervención fue clave: el Papa, inicialmente reticente ante las ideas radicales de Francisco, accedió a recibirlo gracias a la mediación de esta noble dama. Este encuentro marcó un hito, ya que Inocencio III aprobó verbalmente la Regla, dando legitimidad al movimiento franciscano.
La relación entre Jacoba y Francisco trascendió el simple apoyo logístico. Desde su primer encuentro en 1209, se forjó una amistad profunda basada en la admiración mutua y la fe compartida. Jacoba, a pesar de su riqueza, quedó cautivada por la simplicidad y la espiritualidad de Francisco. Él, a su vez, reconoció en ella una aliada sincera y una mujer de gran fortaleza espiritual.
Durante los viajes de Francisco a Roma, Jacoba lo acogió en varias ocasiones, ofreciéndole refugio y sustento. Fue en estos encuentros donde Francisco probó los dulces que ella preparaba, conocidos como “mostaccioli romani”, hechos con mosto de uva, higos secos y pasas. Este detalle, aparentemente menor, revela la cercanía y el afecto entre ambos, un lazo que se fortalecería con el tiempo. Además de hospedarlo, Jacoba se convirtió en una de las primeras seguidoras laicas del movimiento franciscano, uniéndose a la Tercera Orden, una rama creada para quienes, como ella, deseaban vivir el ideal franciscano sin abandonar sus responsabilidades sea maritales, sea en sus labores cotidianas.
Francisco la llamaba cariñosamente “Frate Jacopa” (Fray Jacoba), un título inusual que reflejaba su estima por su carácter y devoción. Este apelativo, en lugar de “Suora” (hermana o monja), subrayaba su papel único: no era una religiosa enclaustrada, sino una laica comprometida con la misma misión de pobreza y caridad que los frailes. Para Francisco, Jacoba encarnaba virtudes como la fortaleza y la generosidad, cualidades que él asociaba con sus hermanos varones, lo que explica esta designación especial.
En 1226, cuando Francisco se encontraba gravemente enfermo en la Porciúncula de Asís, escribió una carta a Jacoba que ilustra la profundidad de su vínculo. En ella, le decía: “…Sappi, carissima, che la fine della mia vita è prossima. Perciò, se vuoi trovarmi vivo, vista questa lettera, affrettati a venire a Santa Maria degli Angeli” (“…Sabes, querida, que el fin de mi vida está cerca. Por tanto, si quieres encontrarme vivo, después de haber visto esta carta, date prisa en venir a Santa Maria degli Angeli") Además, le pedía que llevara un paño blanco para envolver su cuerpo (una mortaja) y “…quei dolci che tu eri solita darmi quando mi trovavo malato a Roma” (“…esos dulces que me dabas cuando estaba enfermo en Roma”)

Sorprendentemente y milagrosamente Jacoba llegó a Asís antes de que la carta fuera enviada, como si una intuición espiritual la hubiera guiado. Trajo consigo exactamente lo que Francisco había solicitado: la mortaja, los cirios y los mostaccioli. Este episodio, narrado en las fuentes franciscanas como la “Compilatio Assisiensis”, destaca su conexión casi mística con el santo. Jacoba permaneció a su lado hasta su muerte el 3 de octubre de 1226, siendo la única mujer admitida en ese momento final, un privilegio excepcional que refleja su importancia y afecto que sentía por Jacopa.
Tras la muerte de Francisco, Jacoba regresó a Roma, donde continuó su labor de caridad y apoyo a los franciscanos. En 1229, ayudó a los frailes a obtener la propiedad del “Ospedale di San Biagio”, al lado del monasterio de los benedictinos de la Ripa Grande que se transformó en el convento di San Francisco a Ripa gracias a la intervención del Papa Gregorio IX. Luego de un tiempo decidió retirarse como terciaria franciscana a Asís, donde murió, probablemente en 1239.
Inicialmente, Jacoba fue sepultada en la Basílica di San Francisco, en la iglesia inferior, cerca del altar mayor. Su tumba llevaba una inscripción que decía: “Hic requiescit Jacopa sancta nobilisque romana” (Aquí descansa Jacoba, santa y noble romana). En 1932, durante las celebraciones del VII centenario de la muerte de Francisco, sus restos fueron trasladados a la cripta de la basílica, frente a la tumba del santo y junto a sus primeros compañeros. Este traslado simbolizó su unión eterna con Francisco, y su urna quedó marcada con las palabras “Fr. Jacopa de Septtesoli”.
Su beatificación, reconocida por la Iglesia, se basa en su vida de santidad y en la devoción popular que surgió tras su muerte, su culto fue confirmado con el tiempo, y su fiesta se celebra el 8 de febrero. Jacoba permanece como un ejemplo de cómo la riqueza y el poder pueden ponerse al servicio de los más necesitados, un eco del mensaje de Francisco.
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