
Cuando mató de dos balazos al diseñador de moda Gianni Versace en la puerta de su mansión de Miami el 15 de julio de 1997, el asesino en serie Andrew Cunanan llevaba semanas en la lista de los diez criminales más buscados por el FBI y pudo haber sido detenido en varias ocasiones sin que la policía, por llegar tarde o por pura impericia, lograra hacerlo. Porque el crimen del modisto italiano fue el último –y el más resonante– de un hombre que venía encadenando muertes y dejaba rastros por todas partes.
Los carteles de búsqueda impresos por los agentes federales mostraban tres fotografías de su rostro y un texto que lo describía a la perfección, aunque indicaba que “podría llevar gafas graduadas. Se sabe que cambia de color de pelo y de peso” y que “a menudo se presenta como un tipo rico”. Además, daba su altura exacta, el color de sus ojos, el de su pelo original y hasta su último peso conocido. “Está armado y es extremadamente peligroso”, advertía también en letras más grandes. Por eso, las autoridades habían recibido llamados de ciudadanos preocupadas que decían haberlo visto y en más de ocasión una indicando el lugar donde estaba. Así y todo se les había escapado, una y otra vez, mientras iba dejando un reguero de cadáveres.
No se saben –porque tampoco pudieron capturarlo vivo– las razones que llevaron a elegir como blanco de sus balas al modisto italiano. Después del crimen, hubo teorías para todos los gustos: que envidiaba su éxito, que había sido su pareja ocasional, que le había contagiado el Sida e incluso que era un sicario contratado por la mafia italiana para que lo asesinara.

También de Cunanan se sabía poco y nada, solo que había cometido su primer crimen conocido el 27 de abril de ese mismo año y que en poco más de diez días se cobró otras tres muertes. Después de eso hizo una pausa de más de dos meses en su raid criminal hasta que le disparó a Versace.
Quien arriesgó la hipótesis más fundamentada –y solo sobre el crimen del modisto– fue Bill Hagmaier, jefe de la unidad dedicada a abusos infantiles y asesinos en serie del FBI. “Aunque Versace no fuese ‘personalmente simbólico’, era el homosexual rico, con una vida de éxito y una aceptación pública que Andrew Cunanan nunca podría tener”, dijo y lo comparó con John Hinckey, el hombre que había intentado matar al presidente Ronald Reagan: “La única posibilidad que tenía de hacerse famoso era mediante la misma vía que intentó John Hinckley”, sentenció.
Es probable que tuviera razón, porque si algo buscaba Andrew Cunanan desde su adolescencia era ser reconocido, conseguir algo de fama, y para eso no había vacilado en crear las historias más delirantes sobre sus orígenes, sus amistades y sus supuestas riquezas. Necesitaba todo eso porque había sufrido muchos rechazos, empezando por el de su madre, que lo echó de su casa cuando descubrió que su hijo de 19 años era homosexual. Pero esos y otros detalles de su vida que pudieron haber forjado su personalidad criminal solo se conocieron después, cuando ya era tarde.
Un gran fabulador
Andrew, nacido en agosto de 1969 en National City, California, era el menor de los cuatro hijos de Modesto Cunanan, un estadounidense de origen filipino, y Maryanne Schilacci, hija de inmigrantes italianos. Cuando Andrew llegó al mundo, Modesto no estaba ahí para recibirlo porque estaba peleando en la guerra de Vietnam con su unidad del Cuerpo de Infantería de Marina.
El marino volvió a casa cuando Andrew tenía unos pocos meses, dejó los marines y se dedicó a trabajar como corredor de bolsa, una ocupación con la que no demoró en hacerse rico, aunque muchas veces sus operaciones no fueran totalmente limpias. Por eso, en 1981, cuando Andrew terminó los estudios primarios, pudieron inscribirlo en la exclusiva The Bishop’s School del barrio de La Jolla, en San Diego. Sus calificaciones dan cuenta de un estudiante brillante, para nada tímido y con grandes iniciativas, y en los archivos de la escuela quedó guardado un test que le adjudicaba un cociente intelectual de 147, correspondiente a una “inteligencia superior”.
Pero no todos los desempeños de Andrew en la escuela eran dignos de elogio. Sus compañeros no tardaron en descubrir que era un gran mentiroso con una inventiva audaz, que contaba historias fantásticas sobre su familia y su vida personal, a la que describía como rodeada de lujos y privilegios. A todos les decía que estaba destinado a hacer grandes cosas, que solo era cuestión de tiempo. También era hábil para cambiar de apariencia, una capacidad que más tarde le serviría para ocultarse.
Sin embargo, su vida –la de verdad, no la fabulada– cambió abruptamente cuando su padre fue acusado de malversación de fondos y debió huir más rápido que ligero a Filipinas para no ir a parar con sus huesos a la cárcel. Modesto no solo se fue, sino que desde el mismo momento de su partida cortó para siempre toda relación con su mujer y sus cuatro hijos. El menor de los Cunanan quedó desolado y su desesperación creció todavía más cuando, ese mismo año, su madre descubrió que él era gay. Mujer de rígida religiosidad y ávida lectora de La Biblia, Maryanne lo echó ipso facto de su casa. Andrew se fue, pero antes le pegó un terrible empujón a su progenitora, que tuvo que ser atendida en el hospital con un hombro dislocado.

Andrew, que estaba estudiando Historia en la sede de San Diego de la Universidad de California, dejó de ir a las aulas y se mudó a un departamento del Distrito Casto en San Francisco, donde pasaba las noches en bares y discotecas para gays. Tenía que ganarse la vida y lo hizo vendiendo su cuerpo a hombres mayores, preferentemente ricos, que pudieran costearle sus gustos. Le iba bastante bien, pero empezó a consumir drogas, lo que lo llevó a perder la clientela. Se dedicó entonces a traficar al menudeo y, cuando se le presentaba la ocasión, desvalijar a alguno de los pocos amantes que le quedaban. Corría 1996 y acababa de cumplir 27 años.
Asesino en serie
Iba barranca abajo cuando el 27 de abril de 1997 empezó a matar. Su primera víctima fue uno de sus clientes, Jeffrey Trail, un ex oficial de la Marina. Lo mató a martillazos en su departamento de Minneapolis y después envolvió el cadáver en un placard. Seis días después, el 3 de mayo, mató al novio de Trail, un hombre llamado David Mason. Le pegó dos tiros, uno en la cabeza y otro en la espalda, cargó el cuerpo en un auto y lo tiró en las orillas del Lago Rush, cerca de Rush City, en Minnesota.
El 4 de mayo –un día más tarde– conoció en un bar gay a Lee Miglin, de 72 años, empresario inmobiliario de Chicago. El hombre lo llevó a su departamento, donde Cunanan lo redujo, lo ató de pies y manos, lo torturó y le envolvió la cabeza con una bolsa de plástico. Lo mató apuñalándolo veinte veces con un destornillador y después lo degolló con una sierra. Así lo encontró la policía al día siguiente, cuando el asesino ya estaba lejos, al volante del Lexus de Miglin.
En todos los casos, Cunanan dejó sus rastros en las escenas de sus crímenes, como restos de ADN y huellas digitales, y también la policía encontró registros de joyas de los muertos que habían sido cambiadas por dinero en diferentes casas de empeño. El FBI lo incluyó en su lista de personas más buscadas y su rostro se hizo conocido.

El 9 de mayo volvió a matar, esta vez en Pennsville, Nueva Jersey. La víctima fue el guardia de seguridad William Reese, de 45 años. En ese caso, no hubo ninguna motivación sexual de por medio: sabiendo que el Lexus de Miglin era buscado por la policía, Cunanan decidió robarle la camioneta de Reese para poder abandonar el auto y continuar su fuga. Cuando la esposa de la víctima llegó a la casa, encontró a su marido con un balazo en la cabeza y un Lexus verde en el lugar donde antes estaba estacionada la camioneta.
A la vista de todos
Cunanan llegó a Miami en la camioneta y allí la abandonó. Se refugió en una habitación de un hotel de mala muerte, el Normandy Plaza. Para entonces había afiches policiales con su rostro y también fotos publicadas por Time y Newsweek. Pasaba el día encerrado y solo salía de noche, para visitar bares gays. “Era un buscavidas. Lo supe al verlo. Lo puse en contacto con algunos hombres entrados en años, viejos con pasta. Se lo montaban en mi propio cuarto. Me saqué un dinerito con esa movida. Me di cuenta de que se estaba escondiendo, su cara me resultaba conocida, pero yo no sabía que era un asesino”, contaría después Ronnie Holston, que vivía en el mismo hotel.
El 7 de julio Cunanan fue a una casa de empeños para vender una moneda de oro que le había robado a Miglin. Presentó su pasaporte auténtico, dio la dirección del hotel y firmó con su nombre. La encargada, como obliga la ley, envió la documentación a la Policía de Miami, pero ningún agente le prestó atención. Al día siguiente, el mozo de un restaurante lo reconoció como el hombre que buscaba el FBI y llamó a la policía. El agente que lo atendió le preguntó dónde estaba y envió un patrullero, pero cuando los policías llegaron Cunanan ya se había ido.
Lo vieron y lo reconocieron también en una disco gay llamada Twist donde entabló conversación con otro parroquiano. Cuando el hombre la preguntó a qué se dedicaba, contestó: “Soy un asesino en serie” y se rio. Carlos Vidal, otro cliente, escuchó el diálogo y al mirar a Cunanan su cara le resultó conocida y le comentó al barman: “No me extrañaría que ese tipo fuera el asesino en serie que andan buscando”. Sin embargo, no llamaron a la policía. “Había visto su cara en los informativos, pero, en aquel momento, la posibilidad de que fuera él me parecía increíble”, explicó después Vidal.
Con el correr de los días, fue visto en uno y otro lado, siempre dentro de Miami, pero nunca se montó un operativo a fondo para capturar a uno de los asesinos más buscados por el FBI. Mientras tanto, Andrew Cunanan estaba vigilando a quien sería su última víctima, Gianni Versace.
El crimen de Versace
La mañana del martes 15 de julio, como todos los días, el modisto italiano salió bien temprano de su mansión y caminó hasta un café donde solía desayunar y comprar revistas. Volvió, también caminando, a las 8:40 sin prestarle atención al hombre joven que estaba parado en la vereda opuesta a la suya, vestido con un pantalón corto y una remera, tocado con una gorra de beisbol y llevando una pequeña mochila al hombro. Cuando Versace estaba a metros de la puerta de su casa, una mujer llamada Mersiha Colakovic, que estaba llevando a su hija a la escuela, vio al hombre joven cruzar la calle y dirigirse hacia donde estaba el modisto. Fue la única testigo del asesinato.

Cunanan llegó junto a Versace cuando este metía la llave en la cerradura de la puerta de hierro de la mansión. El diseñador no alcanzó a verlo cuando se puso a sus espaldas, desenfundó la pistola y le disparó dos veces. Una bala lo impactó en el cuello, la otra le entró en la cabeza. Cunanan le disparó tan de cerca que el cañón del arma quedó tatuado en su piel. El sonido de los tiros alertó a las personas de la casa, que salieron rápidamente para ver qué ocurría. El primero en ver a Versace en el piso fue su pareja, Antonio D’Amico, que lo abrazó y comenzó a gritar: “¡No! ¡No!”. Gianni Versace falleció de muerte cerebral, aunque su corazón seguía latiendo en la ambulancia que lo trasladaba al hospital.
Después de disparar, Andrew Cunanan se alejó corriendo, sin que nadie se atreviera a detenerlo. Cuando la policía llegó, el asesino se había esfumado. Entonces sí se montó un monumental operativo para encontrarlo y capturarlo. Lo ubicaron ocho días más tarde, el 23 de julio, escondido en una casa flotante de Miami Beach que utilizaba como refugio. Lo rodearon y lo intimaron a entregarse. Como única respuesta, el asesino en serie se suicidó disparándose en la frente con la misma pistola que había utilizado para matar a Madson, Reese y Versace, una Taurus PT100 de calibre 40 Smith & Wesson. Con su muerte también mató cualquier posibilidad de saber con certeza qué razones lo habían llevado a asesinar a su última víctima.
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