“¡Hasta pronto, queridos amigos!”: cuando un astronauta soviético se convirtió en el primer humano en orbitar el planeta

La baja estatura (1,57 m) de Yuri Gagarin fue una de las razones para que fuera elegido como el piloto de la nave Vostok 1 que cumplió su misión el 12 de abril de 1961. La historia del primer astronauta, el “Cristobal Colón del cosmos”, y la hazaña en medio de la carrera espacial

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El astronauta y héroe de
El astronauta y héroe de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas Yuri Gagarin (EFE/TASS/Archivo)

Aquel era un mundo de disparate. Cambiaba por horas. Vivía a los saltos, a menudo sin red, acaballado como estaba entre la posguerra del conflicto que había derrumbado a Europa, en medio de la flamante Guerra Fría que enfrentaba a las dos potencias victoriosas de aquella guerra mundial: los Estados Unidos y la Unión Soviética, y con dos continentes, África y América del Sur, levantiscos y decididos a lograr su independencia uno y a liberarse de lo que juzgaba una opresión paralizante el otro. Aquel mundo que palpitaba el inicio de una nueva década, la de los años ‘60, cambiaba de humores, de líderes, de políticas, de ansias y de apetencias, de temores y de congojas con tanta rapidez que hasta costaba enterase.

El pasado se resistía a morir. Y el futuro se abría paso a codazos. No sólo el futuro previsible: el misterioso, el inexplorado, el recóndito también empujaba con pitos y cornetas. Así estaba el mundo cuando, el 12 de abril de 1961, a las seis y siete de la mañana, el cosmonauta soviético Yuri Gagarin, la palabra cosmonauta era desconocida entonces, trepó a una nave con nombre mítico, Vostok 1, para convertirse en el primer hombre en viajar al espacio y en orbitar la Tierra.

Todo, vuelo, nombre de la nave, nombre del piloto, ruta planeada, intenciones, propósitos y esperanzas había estado reservado en el más absoluto secreto. Tanto, que la historia oficial sostuvo que Gagarin había despegado del cosmódromo de Baikonur, en Kasajistán. No era verdad. La Vostok se había elevado al cielo desde el centro de lanzamiento de Tyuratam, también en Kasajistán, pero cuatrocientos kilómetros al oeste de Baikonur. Todo fuese para eludir miradas indiscretas. La misión de Gagarin, que entonces tenía veintisiete años, era casi la de un cronista periodístico: tenía que salir de la atmósfera en aquel cacharro semicircular y precario; debía orbitar la Tierra, adentrarse en lo que hubiere por allí, que era un mundo oscuro e ignorado, volver, aterrizar sano y salvo y contar lo que había visto.

Es lo que hizo. Eso lo convirtió en el Cristóbal Colón del espacio. Si lo que la historia oficial contó es cierto, la verdad era resbalosa en la URSS de entonces, como en la Rusia de hoy, Gagarin se despidió de la Tierra con un diálogo con el ingeniero jefe del programa espacial soviético, Serguei Koroliov: “Etapa preliminar intermedia… principal… ¡Despegue! Le deseamos buen vuelo. Todo está bien”. Y Gagarin: “¡Vamos! ¡Adiós! ¡Hasta pronto, queridos amigos!”. Lo dijo con jovialidad y usó una expresión informal de adiós que se convirtió después en moda en la Unión Soviética.

Yuri Gagarin saluda en el
Yuri Gagarin saluda en el momento de llegar a Londres, en julio de 1961. Fue aclamado allí y en otros tantos lugares que visitó (AP Photo/File)

Cinco potentes cohetes impulsores quemaron su combustible hasta separarse de la Vostok; también lo hicieron luego cuatro impulsores laterales para dejar a la nave en una trayectoria suborbital, alimentada sólo por un motor central que le dio un último impulso y la llevó hasta su órbita; después, la abandonó a su suerte. Gagarin había trepado a trescientos dos kilómetros de altura y a una velocidad de veinte mil kilómetros por hora, había dejado atrás la gravedad de la Tierra, la misma de la manzana de Newton y estaba al mando de una nave con una consola que hoy no serviría ni para un video juego, con una memoria para toda la misión que hoy no haría arrancar a un celular de los que manejamos a diario, y con una velocidad de transmisión de datos inferior a la velocidad de una tortuga afiebrada. Así Gagarin condujo la Vostok para dar una vuelta, pero desde el espacio, a ese mundo convulsionado que hasta ese momento sabía nada de las andanzas espaciales soviéticas.

La cápsula con Gagarin al mando tardó ciento ocho minutos en cumplir su misión: casi un partido de fútbol con entretiempo incluido. Después, empezó su maniobra para regresar a la Tierra. No iba a ser fácil. Nada fue fácil en ese vuelo. La propaganda soviética vendió la llegada de Gagarin a la Tierra como una maniobra perfecta. No lo fue. El “navío cósmico”, como bautizaron a la Vostok 1, había sufrido un fallo en el sistema de guiado por radio y, en vez de llegar a tierra en el lugar donde esperaban a Gagarin los equipos de rescate, la nave se desvió a mil cuatrocientos kilómetros al oeste, cerca de una población a orillas del Volga, llamada Engels en honor al filósofo alemán ligado al marxismo. Como los cohetes retro propulsores diseñados para suavizar el aterrizaje de una nave espacial no se habían inventado todavía, Gagarin tenía órdenes de eyectarse de la Vostok a cinco mil metros de altura y abrir su paracaídas. Fue lo que hizo, aunque no en el lugar esperado.

Aterrizó tan cerca del Volga que los científicos que seguían su caída temieron que cayera en el agua: cayó en cambio en el sembradío de un granjero que, junto a su hija, fueron testigos de un hecho histórico sin imaginarlo. Antes, también había fallado en la Vostok el último sistema de separación de la cápsula y la entrada a la Tierra fue mucho menos confortable de lo calculado, Gagarin sufrió más presión de la que había soportado en los ensayos de vuelo y todo fue mucho más peligroso que lo que decían los papeles. Más de la historia oficial: dice que ni bien se deshizo de su paracaídas, Gagarin dijo: “Informen al Partido, al Gobierno y personalmente a Khruschev, que el aterrizaje del navío cósmico en el que me encontraba se efectuó normalmente”. Son palabras de un buen comunista de la época, pero suenan extrañas en boca de Gagarin, tan formal, tan respetuoso de las jerarquías, partido, gobierno, primer ministro… Para no pecar de suspicaces, suena más “gagariana” su breve y descriptiva frase con la que sintetizó su misión: “El cielo es totalmente oscuro y la Tierra tiene un color azul muy claro”. Gagarin había sido muy parco durante el vuelo; a lo largo de la hora cuarenta en la que navegó por aquel espacio oscuro, solo dijo: “El vuelo se desarrolla con normalidad y yo estoy bien”.

Su frase destinada a ser transmitida al entonces primer ministro de la URSS, Nikita Khruschev, la que hablaba del aterrizaje normal del navío cósmico, era una mentira. No había habido tal aterrizaje perfecto. Pero los soviéticos estaban preocupados de que la exitosa misión no fuese certificada por la Federación Aeronáutica Internacional (FAI), que regía en todo el mundo la estandarización y el mantenimiento de registros. La FAI requería, para certificar todo récord, que el piloto aterrizara con su nave porque leyes y reglamentos estaban pensados para vuelos normales y no espaciales. La verdad se destapó cuatro meses después, tras el vuelo de Gherman Titov en la Vostok 2. La FAI revisó sus reglas y reconoció que los pasos cruciales del lanzamiento, órbita y regreso seguros del piloto se habían logrado. Gagarin fue entonces reconocido en el mundo como el primer humano en el espacio y el primero en orbitar la Tierra.

El mundo abrió la boca, asombrado con la hazaña. Los dos mundos de entonces, el viejo de la posguerra y el nuevo que no imaginaba un futuro tan audaz, se rindieron ante la hazaña espacial soviética. El mundo del pasado, sin embargo, no podía detener sus pasos. El día antes de la partida de Gagarin al espacio, en Jerusalén y a dieciséis años del final de la Segunda Guerra, el fiscal Gideon Hausner inició su alegato acusatorio contra el criminal de guerra Adolf Eichmann, que había sido secuestrado en Argentina por un comando israelí en mayo del año anterior. “En el sitio en que me encuentro hoy ante ustedes, jueces de Israel, para demandar contra Adolf Eichmann, no me encuentro solo: conmigo se levantan aquí en este momento seis millones de demandantes. Pero ellos no tienen la posibilidad de comparecer en persona, de apuntar hacia la cabina de vidrio un índice vengador y gritar, dirigiéndose a aquel que está sentado en su interior ¡Yo acuso! Porque sus cenizas han sido amontonadas entre las colinas de Auschwitz y los campos de Treblinka, sus huesos esparcidos en los bosques de Polonia y sus tumbas dispersadas a través de toda Europa. Por eso seré yo su portavoz, y en su nombre levantaré esta acta de acusación terrible”.

Monumento a Yuri Gagarin en
Monumento a Yuri Gagarin en Moscú, Rusia (REUTERS/Tatyana Makeyeva)

A la misma hora del emotivo alegato del fiscal Hausner, en la Casa Blanca, el flamante presidente John Kennedy que había asumido en enero, daba el visto bueno a una operación planificada por la CIA del ex presidente Dwight Eisenhower; consistía en usar un ejército guerrillero mercenario, entrenado por Estados Unidos en la Nicaragua de Anastasio Somoza, para invadir la Cuba comunista de Fidel Castro. La invasión en Bahía de Cochinos, que terminó en un desastre para los atacantes porque Castro estaba al tanto de la operación y empleó todas sus fuerzas militares en rechazarla, se produjo el 17 de abril de 1961 apenas cinco días después del vuelo de Gagarin.

Kennedy, que durante toda su presidencia temió el estallido de una guerra nuclear ya fuese por accidente, por torpeza o por azar, planeó un mes después del vuelo de la Vostok fuera de la Tierra, una cita con Khruschev en la sacudida Europa para verse las caras y para intentar descubrir cuáles eran las cartas del otro. Se encontraron en Viena, en junio, a dos meses de la hazaña de Gagarin. La idea de Khruschev era dar autonomía a la Berlín dividida y bajo dominio soviético, para que las cuatro potencias que regían el oeste de la antigua capital del Reich, Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Canadá, debieran retirarse. Kennedy rechazó esa quimérica posibilidad. Los dos estadistas se enfrentaron con rudeza a lo largo de dos días y se prometieron una guerra para el invierno de ese mismo año. No hubo guerra, así que dos meses después de la entrevista entre Kennedy y Khruschev y cuatro meses después del viaje de Gagarin al espacio, la URSS alzó el Muro de Berlín.

En aquel mundo que asomaba entre el viejo y el nuevo, incluso el modelo de héroe estaba a punto de cambiar. Ya no serían guerreros de trinchera, generales que comandaban exitosos desembarcos, políticos que se repartían el mundo, viejos líderes que conservaban vestigios de un antiguo esplendor, ni siquiera eran ya los románticos partisanos que la emprendían contra tiranías y corruptos en lejanas montañas y ásperas sierras: ahora, los nuevos héroes vestían extraños trajes inflados, calzaban enigmáticos cascos que lo ocultaban todo, aparecían enchufados a un inexplicable cablerío y eran dueños de un sustantivo nuevo y amplio que los definía con cierto misterio: astronautas.

Gagarin era el tipo ideal para encarnar al pionero de esos nuevos héroes. Había nacido el 9 de marzo de 1934 en Klúshino, un pueblo vecino a la ciudad de Gzhatsk, a doscientos cincuenta kilómetros de Smolensk, en su tiempo consagrada ciudad por Catalina La Grande y que ahora se llama Gagarin, como corresponde. De joven trabajó en una fundición de acero, hasta que su pasión por volar lo llevó a la Fuerza Aérea Soviética; egresó de la Primera Escuela Superior de Pilotos de la Fuerza Aérea Chkálovki y a los veintidós años, en 1956, se graduó como piloto de los legendarios MiG-15. Con esos aviones de doble comando, y junto a su instructor, Gagarin sufrió dos aterrizajes complicados que casi le hacen perder el curso de entrenamiento. Le dieron una segunda oportunidad: su mentor habló primero con el jefe del programa de perfeccionamiento, y después logró acomodarle a Gagarin un almohadón en su asiento de piloto para que tuviese una mejor visión del aterrizaje. Por más candidato a héroe que fuese, Gagarin era petiso: medía un metro cincuenta y siete. Con el almohadón en el trasero, ya no hubo más dramas en sus aterrizajes con el MiG-15: en 1957 empezó a volarlos solo.

Así era la nave de
Así era la nave de la serie Vostok que tripuló Yuri Gagarin y otros cosmonautas (AP Photo/File)

En 1959 se unió a un programa secreto que buscaba reclutar y formar a futuros viajeros del espacio. La carrera espacial había empezado dos años antes, en octubre de 1957, cuando la URSS lanzó el primer satélite artificial de la Tierra al que llamó “Sputnik” y, un mes después, cuando lanzó al espacio al primer ser vivo: la perrita “Laika”, una callejera reclutada a la fuerza, que no regresó viva y que tiene hoy su estatua en Moscú a la que nunca le faltan flores. El proceso de selección de los astronautas fue de una tremenda severidad. De los trescientos cincuenta candidatos iniciales quedaron cien; luego el grupo se redujo a veinte y, por último, a seis. El seleccionador era el mismo Koroliov que en 1961 le iba a desear buena suerte a Gagarin el día de su hazaña; era un científico e ingeniero aeroespacial de cohetes impulsores y de naves exploradoras, a quien se considera el fundador del programa espacial soviético.

La que sigue es otra historia, pero merece un breve aparte. El programa espacial soviético no nació para conquistar el mundo exterior, sino para espiar a Estados Unidos. El territorio soviético era escudriñado desde el aire por los aviones espías U-2 que partían desde bases cercanas a la URSS, aliadas de Estados Unidos: Afganistán y Turquía entre ellas. Khruschev se impuso espiar a su enemigo, tal como su enemigo hacía con él. Pero no había cerca de Estados Unidos un territorio afín a la URSS que albergara una base aérea desde donde despegaran, y regresaran, los aviones espías soviéticos. Faltaban varios años para que la Cuba de Castro ofreciera sus tierras a la URSS. Fue el ingeniero espacial soviético Andrei Tupolev quien sugirió que Estados Unidos podía ser espiado desde el espacio. Khruschev, empeñado en hacer de la URSS una gran potencia, dio la orden. Y así empezó todo.

La relación de Koroliov con Gagarin tiene algunos condimentos de leyenda que, si no suenan disparatados, tal vez sean ciertos. Koroliov protegió de inmediato a Gagarin: era el prototipo del héroe ideal para una nación empeñada en dar a luz a un “hombre nuevo”. Origen humilde, trabajo duro en una fundición, vocación de piloto, esfuerzo, dedicación, patriotismo, coraje, valentía… ¿Qué más pedir? Además, Gagarin, tan parco en el espacio, era lo contrario en tierra firme; era un tipo expansivo, gracioso, derrochaba un humor a veces ácido, podía ser muy simpático si quería, manejaba muy bien las relaciones humanas y, al decir de sus protectores y compañeros astronautas, enarbolaba a menudo una “sonrisa luminosa”.

Todas están eran cualidades conocidas y chequeadas. En agosto de 1960, ocho meses antes de partir al espacio, un médico de la Fuerza Aérea Soviética evaluó la personalidad de Gagarin. Su informe decía: “Modesto; se avergüenza cuando su humor es demasiado ácido; alto grado de desarrollo intelectual evidente en Yuri; memoria fantástica; se distingue de sus colegas por su agudo y amplio sentido de atención a su entorno; una imaginación bien desarrollada; reacciones rápidas, perseverante, se prepara minuciosamente para sus actividades y ejercicios de entrenamiento, domina la mecánica celeste y las fórmulas matemáticas con facilidad, además de sobresalir en matemáticas avanzadas; no se autolimita cuando tiene que defender su punto de vista si lo considera correcto. Parece que entiende la vida mejor que muchos de sus amigos”

Gagarin era también de una franqueza acaso insoportable. Cuando el grupo de elegidos fue sometido a pruebas durísimas, entre ellas una sesión interminable en una cámara centrifugadora, todos salieron maldiciendo al destino y al programa espacial soviético. Cuando Koroliov preguntó a cada uno como se sentían, todos dijeron que espléndidos porque eso era lo que se esperaba: sólo Gagarin dijo estar mareado como un trompo. Koroliov pensó que era de él de quien podía esperarse un informe veraz y sin adornos cuando regresara de su misión… si regresaba. Pero lo que decidió a Koroliov a elegir a Gagarin fue su estatura: su metro cincuenta y siete cabía perfecto en aquella especie de pelota de dos metros de diámetro que era la Vostok, algo así como el baúl de un auto, en la que iba a viajar al espacio.

 En la Plaza Roja.
En la Plaza Roja. Yuri Gagarin en el centro de la imagen. A su derecha, de saco, Nikita Khruschev. A su izquierda Gherman Titov (AP)

El éxito de Gagarin fue un gran triunfo para el programa espacial soviético y obligó a los Estados Unidos a acelerar el suyo. Las fotos del astronauta ruso su breve vida, tenía veintisiete años, los detalles de su viaje al espacio fueron publicados en todo el mundo, alimentado todo por la eficaz propaganda comunista. Khruschev le impuso el título de Héroe de la Unión Soviética en una impresionante ceremonia en la Plaza Roja; los homenajes se repitieron en las plazas de cada ciudad rusa que visitó; viajó a Inglaterra tres meses después de su misión, y en las calles de Londres y en las de Manchester, debajo de una lluvia arrolladora tan propia de esas tierras, rechazó un paraguas protector y pidió que el techo del auto descapotable en el que viajaba siguiera abierto para que la multitud lo viera. Lo adoraron. También lo adoraron en Brasil, Bulgaria, Canadá, Cuba, Checoslovaquia, Finlandia Hungría, Islandia y otros treinta países.

El éxito le costó la carrera: los soviéticos lo retiraron del equipo de astronautas porque las misiones espaciales eran, lo son aún hoy, muy peligrosas: y el héroe no podía morir. Gagarin, elegido y reelegido como diputado de la URSS, engordó un poco, se inclinó con levedad al alcohol y dejó de lado su condición de “bebedor sensato” como lo consideraban con benevolencia. Empecinado, empezó a prepararse como piloto de combate y fue el respaldo profesional de su amigo, Vladímir Komarov, que iba a pilotar el vuelo de una nueva cápsula espacial, la Soyuz 1, en abril de 1967. La misión le hubiese correspondido a Gagarin, pero lo habían reemplazado por su amigo y en cambio lo habían reasignado a comandar la futura misión de la Soyuz 3, programada para octubre de 1968. Al menos esa era la teoría.

Gagarin había presentado una serie de reclamos al lanzamiento de la Soyuz 1: creía, y lo dijo, que eran necesarias más medidas de seguridad, más precaución, menos impulso y un poco más de tiempo para alcanzar una misión exitosa. Tenía razón: el lanzamiento se había adelantado por presiones políticas, fruto de la carrera espacial con Estados Unidos. Yuri acompañó a su amigo Komarov hasta la puerta del cohete propulsor, y le transmitió instrucciones muy precisas desde el centro de lanzamiento cuando la nave empezó a tener fallos en su sistema. En el momento de regresar a Tierra, los paracaídas de la Soyuz no se abrieron y Komarov se mató el 24 de abril de 1967. Fue el primer ser humano en morir en un vuelo espacial.

Cuatro años antes de su exitoso viaje al espacio y cuando todavía era un cadete en la escuela de vuelo, Gagarin conoció en la Plaza Roja, y durante las siempre épicas celebraciones del 1 de Mayo, a Valentina Goriácheva, una técnica médica egresada de la Escuela de Medicina de Oremburgo: se casaron el 7 de noviembre de ese año, el mismo día en el que Gagarin egresaba como piloto. Tuvieron dos hijas, Elena Gagárina, que nació en 1959 y es historiadora del arte, y Galina Gagárina que nació en 1961, un mes antes del viaje al espacio de su padre, y es profesora de Economía y jefa de departamento en la Universidad Rusa de Economía de Moscú.

Yuri Gagarin murió en marzo
Yuri Gagarin murió en marzo de 1968 (AP)

Chismecito del ambiente destinado a hacer de los héroes lo que Steven Spielberg dice que son: seres humanos comunes y sencillos que se conducen de manera excepcional ante una ocasión única y extraordinaria. En septiembre de 1961, cinco meses después de alcanzar la gloria, Gagarin tuvo un accidente de navegación y resultó herido: no era algo grave, pero lo enviaron a un centro turístico del Mar Negro para que fuese bien atendido. Y lo atendieron muy bien; tanto, que Valentina sorprendió a su marido en una sesión de cuidados intensivos, por así decirlo, a cargo de una de sus enfermeras que, al parecer, cumplía al pie de la letra las órdenes del Partido, del Presidium, del Kremlin y de la Madre Rusia. Gagarin no encontró mejor idea que salir del embrollo por una ventana, saltó del balcón de un segundo piso y se lastimó la cara: lució para siempre una cicatriz en la ceja izquierda.

Algunas otras tonterías no las cometió, pero se las adjudicaron. Son parte de la leyenda. Por ejemplo, creció la historia que afirmaba que durante el vuelo, el muy parco Gagarin había dicho: “No veo a Dios aquí arriba”. No era verdad. Recién en 2006 un ya viejo colega y amigo de Gagarin, el coronel Valentín Petrov, dijo que esas palabras fueron dichas por Nikita Khruschev durante un discurso en el pleno del Comité Central del partido Comunista de la Unión Soviética, que encaraba por entonces una campaña antirreligiosa: “Gagarin voló al espacio, pero no vio allí a ningún Dios”, dijo Khruschev. Petrov también dijo que Gagarin había sido bautizado bajo los ritos de la Iglesia Ortodoxa Rusa. En 2011, en la revista “Foma”, el rector de la iglesia ortodoxa de la Ciudad de las Estrellas afirmó que Gagarin “hizo bautizar a su hija mayor, Elena, poco antes de su vuelo espacial, y que la familia celebraba la Navidad y las Pascuas y tenían imágenes religiosos en su casa”.

Yuri Gagarin se mató en un accidente aéreo el 27 de marzo de 1968. Había salido en un vuelo rutinario y de entrenamiento desde la Base Aérea Chkálovski, junto al instructor Vladímir Seryoguin. Los dos frente a los mandos de un MiG-15UTI de combate, número 612739, número de fuselaje 18, de fabricación checa. El avión se estrelló cerca de la ciudad de Kirzhach que, durante la Segunda Guerra, había sido centro de preparación de pilotos y paracaidistas y uno de los puntos de apoyo del gigantesco anillo de defensa de Moscú ante el avance de las tropas nazis.

Las causas del accidente no fueron esclarecidas; se mezclan con el típico secretismo soviético, las teorías conspirativas, los globos de ensayo y las mentiras descaradas. Las versiones hablaron de malas condiciones meteorológicas, del impacto de un ave, de las maniobras acrobáticas que habían intentado los pilotos, de una distracción de ambos que, al parecer, habían seguido de cerca a una manada de ciervos; otras explicaciones apuntaron a que Gagarin y Seryoguin habían sufrido un desmayo por falta de oxígeno por una válvula defectuosa, o que habían perdido el control de la nave al intentar un descenso brusco.

En el centro de Moscú.
En el centro de Moscú. Un cartel con la cara de Yuri Gagarin para recordar los 60 años de su hazaña espacial (REUTERS/Shamil Zhumatov)

Cuarenta y tres años después, en 2011, los documentos desclasificados atribuyeron el accidente a una maniobra brusca de los pilotos para evitar un globo meteorológico, o porque creyeron que el techo de nubes sobre el que volaban estaba a mayor altura de la Tierra. Los documentos certifican de algún modo la precariedad de los informes meteorológicos de la época. Pero fue otro de los astronautas históricos de la URSS, Alexei Leonov, quien habló sobre el “globo sonda” que sugerían los documentos desclasificados. Leonov era un testigo excepcional: no sólo había sido el primero de los astronautas soviéticos en realizar un paseo espacial y era candidato a ser el primer ruso en la Luna, sino que había estado en la zona del accidente de Gagarin.

Según Leonov, hubo un peligroso acercamiento entre el MiG de Gagarin y otro avión, un interceptor supersónico Sukhoi Su-15 que también volaba en la zona a muy baja altura cuando en verdad debía hacerlo por encima de los diez mil metros. Los dos aviones, que al parecer no “se vieron”, se enfrentaron y pasaron a muy poca distancia uno de otro, tal vez a menos de quince metros. Leonov dijo que la onda de choque generada por el supersónico y el ventarrón de su escape desestabilizaron al MiG de Gagarin, le hicieron perder sustentación y los pilotos ya no pudieron recuperarlo. Las cenizas de uno de los soviéticos más condecorados de la historia, descansan donde los héroes, en las Murallas del Kremlin.

Aunque parezca extraño, Yuri Gagarin tiene un monumento en Argentina, un reflejo tal vez tardío de la enorme impresión que causó en nuestro país la hazaña espacial de 1961. El 4 de octubre de 2019 se descubrió un busto del tipo de la “sonrisa luminosa” en la ciudad de La Punta, San Luis, ante el cosmonauta ruso Serguéi Nikoláyevich Revin, que nació en 1966, cinco años después de la hazaña de Yuri con su Vostok; fue elegido cosmonauta en 1996 y fue tripulante de la Estación Espacial Internacional entre mayo y septiembre de 2012. Era uno de los hijos astronautas de Gagarin.

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