“Si quieren venir que vengan”: el discurso improvisado de Galtieri y la estrategia fallida para impresionar al enviado estadounidense

El 10 de abril de 1982, ocho días después del desembarco argentino en las Islas Malvinas, el general Leopoldo Galtieri pronunció desde el balcón de la Casa Rosada una frase desgraciada. La trastienda de un acto populista y patético frente a una multitud que vitoreaba a Perón y silbaba a Thatcher, y que se había montado para conmover a Alexander Haig. Finalmente, el efecto fue el contrario

Guardar
Galtieri junto a Alexander Haig,
Galtieri junto a Alexander Haig, el enviado del presidente estadounidense Ronald Reagan para intentar convencer a la Junta Militar de no entrar en guerra con Inglaterra

Fue una frase fatídica, porque no tenía retorno. Fue una frase pensada de antemano para hacerla calzar en un discurso improvisado, gritado por un general, por entonces cabeza de la última dictadura militar, que no tenía dotes de orador y mucho menos de improvisador, frente a una multitud que desbordaba la Plaza de Mayo, vivaba a Juan Perón, cantaba consignas de izquierda, empezaba a estampar la firma popular en el certificado de defunción de aquella dictadura, y se ilusionaba con la recuperación de Malvinas, así fuese por la fuerza de la guerra, sin imaginar el horror de una guerra.

El 10 de abril de 1982, hace ya cuarenta y tres años, y ocho días después del desembarco argentino en las Islas Malvinas, el entonces general Leopoldo Galtieri salió a los balcones de la Casa de Gobierno, enfrentó nervioso, titubeante, imprevisible, a una multitud que había sido convocada frente a la Rosada “y en todas las plazas del país”, para dar un baño de aprobación a la operación militar que estaba a punto de desencadenar la guerra. Y dijo su frase fatídica, dirigida a Gran Bretaña y a su gobierno, una frase que ahogó, o empezó a ahogar, toda posibilidad de paz: “Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla”.

Era sábado, previo a la Pascua. El día elegido no era fruto de la casualidad. La noche anterior había llegado a Buenos Aires el enviado especial del presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, el secretario de Estado Alexander Haig, un general que había sido cabeza de la OTAN y que buscaba una salida negociada del conflicto, en ese momento entre Argentina y Gran Bretaña. Haig traía el título de mediador. No lo era. Horas antes del operativo militar argentino en Malvinas, el gobierno de Estados Unidos había comprometido su ayuda a Margaret Thatcher, si Argentina usaba la fuerza en las islas.

De modo que Galtieri salió al histórico balcón a decir la frase que quería que Haig escuchara, o que supiera que él había dicho, como también había querido que el general americano viese la enorme manifestación popular que respaldaba al gobierno militar. Para eso, Haig había viajado a la Rosada en el auto del canciller Nicanor Costa Méndez, que pidió a su chofer que aminorara la marcha para poder hablar un poco más con Haig, que supo de inmediato cuáles eran las intenciones del argentino. Y así lo reveló en sus Memorias: “Hizo disminuir la velocidad del automóvil para que tuviéramos más tiempo de conversar antes de llegar a la Casa Rosada, pero en realidad sospeché que lo hacía para que los grupos pagados despertaran en mí el asombro de su entusiasmo. Me hacía recordar a los noticieros filmados en Roma y Berlín en la década del 30″: Haig se refería así al ascenso del fascismo y del nazismo en Europa.

Galtieri también emitió un discurso
Galtieri también emitió un discurso el 2 de abril de 1982, donde anunció: "Hemos recuperado, salvaguardando el honor nacional, sin rencores, pero con la firmeza que las circunstancias exigen, las islas australes que integran por legítimo derecho el patrimonio nacional"

El discurso de Galtieri, que habló en los balcones luego de su primera reunión en la Rosada con el general americano, fue de un patético infantilismo. Y también exhibió cierta esquizofrenia expresada en una intención de “tender la mano al adversario” y, al mismo tiempo enfrentar en combate a ese mismo adversario si llegaba el caso. La multitud, unas ciento cincuenta mil personas, había empezado a llenar la Plaza en las primeras horas de ese sábado. La había convocado el gobierno militar y también algunos entusiastas como el relator deportivo José María Muñoz, desde los micrófonos de Radio Rivadavia. Cerca de la una de la mañana, Haig había llegado en la noche del viernes 9 y a esa hora descansaba ya en el Sheraton, Galtieri había improvisado también un breve mensaje y, de paso, testeado el fervor popular. Dos días antes de Malvinas, esa misma Plaza de Mayo había sido escenario de una brutal represión policial a una gigantesca manifestación popular contra la dictadura. Ahora, Galtieri hablaba a los pequeños grupos decididos a pasar la noche allí: “Tengan la absoluta certeza –les dijo– de que el pueblo argentino será bien representado por su gobierno”.

Horas después, ya en la mañana, el tono fue diferente. Todo fue diferente. Minutos antes de la aparición de Galtieri, que se demoró bastante salir al balcón, la Plaza llena cantó la Marcha Peronista, un hecho que la televisión oficial silenció con prudencia de la transmisión en cadena nacional. Galtieri apareció rodeado por parte de su gabinete, entre ellos el secretario general de la presidencia, general Héctor Iglesias, que el 2 de abril, ante las celebraciones por la recuperación de Malvinas, le había sugerido al Presidente: “Gócelo, jefe…”. Con gesto severo Galtieri alzó su mano derecha, la palma hacia el frente, en un intento de silenciar, si los oía, los gritos de “Perón, Perón…” que llegaban desde abajo. Abrió su discurso con una referencia casi escolar a la Revolución de Mayo: “Pueblo argentino… El pueblo quiere saber de qué se trata”. Una tontería porque ni Galtieri, ni la diplomacia estaban dispuestos a revelar qué pasaba.

La evocación le sirvió, sin embargo, para calificar a esa manifestación como la de un “cabildo abierto”, como el del 22 de mayo de 1810. La voz de Galtieri, ronca, poderosa, vacilante, reiteró varias veces un mismo concepto, equívoco que lleva a pensar a ciertos oradores que la repetición fija una idea. Galtieri ni siquiera expuso demasiadas ideas. Estaba, en parte, sacudido por las reacciones de la multitud: cada vez que nombró a Estados Unidos, a Gran Bretaña, al pueblo inglés, o a la primer ministro británica, Margaret Thatcher, una atronadora silbatina estremecía la soleada mañana. Si eso le dio confianza, esa paz endeble trastabilló cada vez que se presentó, sólo lo hizo dos veces, como “presidente de la Nación”: la silbatina fue ensordecedora. Galtieri entonces, acariciaba inquieto los micrófonos que antes le había ajustado a su altura Juan Mentesana, el eterno locutor de los golpes de Estado en la Argentina.

Habló de “esta reunión inicial con el representante del gobierno de Estados Unidos”, para referirse a su encuentro de minutos antes con el general Haig, que tendía dijo a “mantener la dignidad y el honor de la Nación argentina, que no es negociado con nadie”. Luego, en ese ir y venir entre el respeto y la amenaza, dijo: “El gobierno de Gran Bretaña, la señora Thatcher y el pueblo de Gran Bretaña, no han escuchado hasta ahora una sola palabra de ataque, o una sola palabra ultrajando su honor y su reputación. ¡Hasta ahora!”. Como si el conflicto en Malvinas hubiese pasado al terreno semántico, expresó: “Pero le pido, como presidente de la Nación, al gobierno y al pueblo inglés la moderación en sus expresiones y la moderación en sus hechos. El gobierno argentino y el pueblo argentino, en este cabildo abierto, puede enardecerse y presentar a las ofensas, mayores ofensas”.

El por entonces general emitió desde el balcón de la Casa Rosada un discurso a ocho días del desembarco argentino en Malvinas

No era una cuestión de ofensas: era cuestión de guerra o paz. Galtieri, con frases mal hilvanadas, con un énfasis absurdo en palabras que carecían de tal y a las que era imposible endilgárselo, con construcciones que desafiaban toda ley gramatical, intentaba navegar entre esas dos aguas peligrosas que mencionaban la idea de alcanzar “la paz con hidalguía” y amenazaban a la vez con el enfrentamiento armado. Entonces, lo dijo: “¡Que sepa –titubeó– el mundo, América, que hay un pueblo con voluntad como el pueblo argentino…! ¡Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla!”. Tal vez la frase no haya abierto un abismo que ya estaba abierto y que Haig, y los negociadores americanos, entre ellos el célebre general Vernon Walters, que hablaba muy bien el español y conocía muy bien a los gobiernos militares del continente, intentaban cerrar sin éxito. Si no ensanchó más el abismo de la negociación, la frase embarró el debut como intermediario en el conflicto del general Haig.

Luego Galtieri volvió a repetir los anteriores conceptos, formulados de otra manera. Su discurso se deshilachaba sin remedio. “Si es necesario, este pueblo que yo trato de interpretar como presidente de la Nación (silbidos) va a estar dispuesto a tender la mano al adversario en la paz con hidalguía y en la paz con honor. Pero también va a estar dispuesto a escarmentar a quien se atreva a tocar un metro cuadrado de territorio argentino”. Alguien, a micrófono abierto, le aconsejó luego a Galtieri: “Invítelos a cantar el Himno antes de que podamos retirarnos”. Segundos después, otro alguien le sugiere: “Hay delegaciones del interior, no se olvide”. La multitud coreaba por enésima vez un cántico representativo de la izquierda setentista, que maldita gracia le haría al poder militar: “El pueblo unido / jamás será vencido”. Galtieri invitó a corear el Himno Nacional y minutos después todo había terminado, previo reiterados saludos del Presidente, sonriente, eufórico, desde otros de los magnéticos balcones de la Rosada.

La intervención del general Haig como delegado de Reagan y eventual conciliador entre los dos países en pugna, había nacido con mal agüero. Haig llegó a la Argentina mal enquistado con el poder militar. Tal vez, en especial con Galtieri, que un año antes había causado una buena impresión en las autoridades americanas. En 1981, en la casa del entonces embajador argentino en Washington, Esteban Takacs, Galtieri había almorzado con el secretario de Defensa de Reagan, Caspar Weinberg, un tenaz enemigo de la Argentina en los días de Malvinas, con el consejero de Seguridad Richard Allen, con Thomas Enders, subsecretario de Asuntos Latinoamericanos del Departamento de Estado, con el jefe del Ejército, Edward Meyer y con el general Vernon Walters.

Alexander Haig, Galtieri y Nicanor
Alexander Haig, Galtieri y Nicanor Costa Méndez, ministro de Relaciones Exteriores y Culto de la Argentina en dos períodos, el segundo durante la dictadura del general

Fue de la boca del consejero Allen, tocado por el carácter expansivo y alborotador de Galtieri, de donde días después salió otra de las frases poco felices de esta historia: “Me parece un hombre de una personalidad majestuosa”, dijo Allen. De allí derivó la mítica definición de Galtieri como la de “un general majestuoso”, que tan feliz hizo al dictador argentino. Ahora, todo había cambiado y la decisión de desembarcar tropas de guerra en Malvinas había alterado parte de la geopolítica continental. Galtieri y su gabinete, en especial el canciller Costa Méndez, sabía que si había guerra, Estados Unidos no iba a ser neutral. Ronald Reagan se lo había anticipado al propio Galtieri la noche del 1 de abril, cuando ya el operativo militar en Malvinas había sido lanzado.

Reagan había hablado con Galtieri horas antes de esa noche para intentar hacerlo desistir de la ocupación: en términos militares una invasión a Malvinas. Cuando quiso hablar de nuevo, en la noche de ese primer día de abril, Galtieri se negó a atenderlo. Tuvo que convencerlo Costa Méndez, con una lógica que parecía destinada a un chico encaprichado antes que a un militar a punto de ir a la guerra: “General –le dijo Costa Méndez– es el presidente de Estados Unidos. Si Brezhnev habla con él, usted no puede negarse”.

Reagan fue claro con Galtieri. Habló de la amistad “muy estrecha” que lo unía a Margaret Thatcher, le advirtió que se trataba de una mujer muy decidida y que daría una respuesta militar. Y le previno: si Argentina usaba la fuerza en Malvinas, a Estados Unidos le iba a ser muy difícil mantenerse neutral. Después, Reagan fue muy claro con la primer ministro británica. Le envió un cálido mensaje encabezado con un “Dear Margaret” (Querida Margaret), en el que le relató su charla con Galtieri y le comentó su frustración: “El general escuchó mi mensaje, pero no se comprometió a cumplirlo. En cambio, habló en términos de ultimátum y me dejó la clara impresión de que estaba embarcado en un curso de conflicto armado (…) Mientras tenemos una política de neutralidad sobre el tema de la soberanía, no seremos neutrales si Argentina usa la fuerza militar”.

Saludo del comandante en jefe
Saludo del comandante en jefe a los oficiales en Malvinas. Cuatro años después, fue condenado por el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas a “la pena de doce años de reclusión con la accesoria de destitución y baja”

El rol de “mediador” adjudicado a Haig era falso: no podía mediar en Malvinas en nombre de un país, y de un gobierno, que había abandonado toda neutralidad, aunque los esfuerzos por alcanzar la paz o por disuadir a los dos países de entrar en un conflicto bélico fuesen genuinos. En 1988, seis años después de terminada la guerra, John Lehman, quien en 1982 era secretario de la Armada de Estados Unidos, reveló que Gran Bretaña no hubiese podido reconquistar las Islas Malvinas sin la colaboración estadounidense. En una entrevista a la BBC, Lehman dijo: “Si el gobierno de Ronald Reagan le hubiera negado su respaldo, Gran Bretaña debería haberse retirado de las Malvinas”. En 2012, los archivos sobre la guerra desclasificados por el Reino Unido, confirmaron que las islas estuvieron cerca de volver a ser argentinas a través de una negociación, que existió incluso una predisposición británica a buscar un acuerdo, dada la presión de Estados Unidos, y que Margaret Thatcher hasta pensó en negociar la soberanía de esos territorios. Cómo fue que nada de eso se dio, es otra historia.

Cuando Haig llegó a Buenos Aires, los Estados Unidos tenían la certeza de que, más allá de los legítimos reclamos por la soberanía, la “aventura argentina en Malvinas” era un intento de la dictadura por perpetuarse en el poder. Un cable de esos días, enviado al Departamento de Estado por el entonces embajador americano en Buenos Aires, Harry Schlaudeman, decía: “El presidente Galtieri tiene la esperanza de usar esta aventura para comprar tiempo político, solidificar su autoridad y quedarse en el poder hasta 1987″. Haig y Schlaudeman hablaron en la mañana del 10 de abril, antes de que el militar americano se reuniera con Galtieri. Si para Estados Unidos era censurable el uso que la dictadura militar argentina hacía de Malvinas, también debió serlo el que Margaret Thatcher usara el mismo conflicto para lograr un apoyo popular a su gobierno, que languidecía en medio de una creciente crisis económica. No existe registro histórico de un reproche de ese tipo de parte de Estados Unidos hacia Gran Bretaña.

Haig inició su gestión en Argentina en la mañana del sábado 10, con una reunión en la Cancillería con Costa Méndez y los negociadores argentinos. Cerca de las once de la mañana, el canciller argentino y el secretario de Estado enviado de Reagan llegaron a la Rosada, luego del viaje en cámara lenta para que Haig viera la enorme manifestación que desbordaba la Plaza. Galtieri lo recibió con una cordialidad que Haig entendió que era fingida. Reveló en sus Memorias: “Era un hombre de imponente presencia, que fingía buena voluntad y se encontraba en la difícil posición de tratar de salvar una situación que él no había creado”. Galtieri reivindicó los derechos argentinos en el archipiélago y dijo que las fuerzas armadas estaban preparadas y responderían a cualquier agresión británica, aunque eso no era lo deseado. A esas horas, la flota británica ya navegaba hacia Malvinas.

Alexander Haig, Vernon Walters y
Alexander Haig, Vernon Walters y el contralmirante Moya en el despacho de Galtieri, aquel 10 de abril de 1982

Haig recordó los horrores que llegaban junto a una guerra y la necesidad de evitarlos y de evitarla. Después de todo, hablaban de militar a militar, como le había hecho notar Galtieri con cierta pleitesía al inicio de la charla. En el fondo de las propuestas, estaba el acatamiento que Argentina debía a la Resolución 502 dictada por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas el 3 de abril, que establecía el cese de las hostilidades, la retirada inmediata de todas las fuerzas argentinas de las Islas y que exhortaba a los dos países a que hallaran una solución diplomática al conflicto.

Según las memorias de Haig, Galtieri le dijo, ambos eran traducidos por el general Vernon Walters: “En esta agradable conversación le diré algo sólo una vez y luego no volveré a repetirlo. En cuanto a la Argentina concierne, no existe ninguna duda con respecto a nuestra soberanía en las islas. Estamos dispuestos a negociar sobre cualquier otro punto”. Haig estaba convencido también de que Galtieri era incapaz de negociar por sí solo. Era una acertada visión del americano sobre el funcionamiento de la Junta Militar argentina que integraban el almirante Jorge Anaya, impulsor del operativo militar, y el brigadier Basilio Lami Dozo. Pero lo que más alarmó a Haig fue que Galtieri le confesó su temor de que la crisis desestabilizara a todo el sur del continente y debilitara la defensa de Occidente. “Me dijo también en tono significativo –escribió el general americano en sus memorias– ‘No puedo dejar de expresarle que he recibido ofertas de aviones, pilotos y armamentos de países que no pertenecen al mundo occidental’”. Algo más llamó la atención del secretario de Estado, según los historiadores británicos Max Hastings y Simon Jenkins que lo dejaron registrado en su libro The Battle for the Falklands (La batalla por las Falklands), editado en 1983. En esa reunión inicial entre Haig y Galtieri, lo mismo que en la que tendría lugar a la noche de ese sábado, se sirvió whisky. Y la velocidad con que lo bebió el presidente argentino “asombró primero y alarmó después a los norteamericanos”.

El encuentro terminó en nada. Al día siguiente, los diarios mostraron un resignado optimismo: “No hay solución, pero sigue el diálogo”. No había ninguna posibilidad de acercamiento entre Galtieri y Haig, a quien el argentino le tenía preparada otra sorpresa: le sugirió que usara uno de los helicópteros del Gobierno para trasladarse por vía aérea al cercano hotel Sheraton. Haig, que de zorrerías entendía bastante, dijo que estaba seguro de que podía trasladarse en auto sin dramas, tal como había llegado. Pero Galtieri insistió, decidido como estaba a que el enviado de Reagan tuviera una vista aérea del fervor popular argentino. Así que junto al embajador Schlaudeman y al general Walters, Haig subió al helipuerto de la Casa Rosada, donde fue despedido por Costa Méndez, y sobrevoló la Plaza de Mayo, encendida y apasionada. La partida de Haig fue anunciada por los altavoces de la Plaza, que se alzó en un solo grito de celebración, euforia y repudio al visitante.

El presidente de facto habló a la multitud congregada en la Plaza de Mayo el 2 de abril de 1982, luego de la recuperación de las Malvinas

Si lo que las autoridades argentinas querían era impresionar a los americanos, erraron la estrategia. Minutos más tarde, mientras Galtieri hablaba en el balcón de la Rosada, Haig y Schlaudeman almorzaban en el Sheraton. El secretario de Estado estaba muy alarmado. Le recordó al embajador en qué había consistido la técnica de propaganda del ayatollah Khomeini en Irán, y la de sus llamados al fanatismo religioso de su pueblo durante la crisis de los rehenes americanos, secuestrados en la Embajada de ese país en Teherán, a lo largo de cuatrocientos cuarenta y cuatro días entre 1979 y 1981. Haig se preguntó, y preguntó a Schlaudeman, si dado lo que había visto desde el aire en Buenos Aires, Estados Unidos debía prepararse a evacuar al personal de la Embajada del que se pudiera prescindir, y a proteger a los ciudadanos estadounidenses que vivieran en Argentina, o que estuvieran en tránsito como turistas comunes.

Ese sábado 10 de abril, un día bisagra en el conflicto de Malvinas, no podía terminar como en apariencia había terminado. Haig, preocupado como había quedado, pero más preocupado porque iba a volver a Londres con las manos vacías después de pasar por Argentina, le pidió al general Vernon Walters que volviera a entrevistarse a solas con Galtieri; que intentara convencerlo, con su buen castellano, de que si no había negociación, habría guerra; si había guerra, los británicos pelearían y ganarían. El resultado de esa charla informal y fuera de agenta entre Galtieri y Walters hundió el ánimo de Haig. “¿Por qué me dice esto? –dijo Walters que le dijo Galtieri y Haig así lo reproduce en sus memorias–. Los británicos no pelearán”. Haig pensó siempre que esa certeza errada de Galtieri estaba instigada, o al menos influida, por Costa Méndez, “que parecía ser el que más se oponía a mis consejos”.

La charla de la noche del 10 de abril entre Galtieri y Vernon Walters figura reproducida casi palabra por palabra en Malvinas: la trama secreta, ese ya bíblico texto sobre la guerra escrito por Oscar Cardoso, Ricardo Kirschbaum y Eduardo van der Kooy, en el que los autores revelan que las advertencias de los negociadores americanos, provocaron una reacción inversa a la buscada en los argentinos: los consejos de la delegación negociadora enviada por Reagan se convirtieron en sinónimos de futuras derrotas y humillaciones.

Galtieri aseguró a Walters que las fuerzas argentinas estaban preparadas para defenderse y que aunque el país no deseaba una guerra, iba a pelear si era necesario. Walters le dijo que los británicos disponían de un ejército profesional, muy entrenado para combatir, mientras que las fuerzas argentinas, muchas de ellas, estaban integradas por soldados conscriptos con tres meses de instrucción. Galtieri le contestó que los soldados argentinos iban a dar muestra de su coraje, de su valentía y de su decisión: “Ya verá usted”, dijo Galtieri que, era evidente, ya pensaba que la guerra era inevitable.

Leopoldo Fortunato Galtieri con Mario
Leopoldo Fortunato Galtieri con Mario Benjamín Menéndez en Malvinas

Entonces, el general Walters, un duro que incluso había dirigido la CIA pocos años antes, recurrió a sus recuerdos como un joven soldado de la Infantería de Marina de Estados Unidos: “No tengo dudas sobre el coraje de sus jóvenes soldados, pero recuerdo mi propio bautismo de fuego y pienso que el valor por sí solo, muchas veces no es suficiente, terrible como es la guerra. Yo inicié mi carrera militar como recluta, como soldado de segunda clase, señor Presidente; como todo muchacho tuve durante mi entrenamiento una idea casi romántica de la lucha; entonces anhelaba entrar en acción. Pero me acuerdo de mi primer día de batalla en el norte de África durante la Segunda Guerra. Escuché la metralla cerca y las explosiones de los disparos de artillería y dije: ‘¡Mi dios! ¡Nadie me dijo que esto sería así!”.

Galtieri, restó toda importancia al comentario de Walters.

La guerra de Malvinas culminó el 14 de junio de 1982, con la rendición de Puerto Argentino a los ingleses. Murieron seiscientos cuarenta y nueve soldados argentinos y doscientos cincuenta y cinco británicos. Galtieri fue derrocado horas después de esa rendición por las fuerzas armadas que, bajo una nueva junta militar, designaron presidente al general Reynaldo Bignone.

Después de un durísimo informe sobre la conducción de la guerra que firmó el general Benjamín Rattenbach, el más antiguo oficial retirado de entonces, que fue entregado a la Junta Militar en septiembre de 1983, Galtieri fue condenado a principios de 1986 por el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas a “la pena de doce años de reclusión con la accesoria de destitución y baja”. Fue el primer militar de la dictadura juzgado y condenado por sus pares. Fue indultado por el presidente Carlos Menem en 1989 y recuperó su estado militar y su grado junto a quienes habían sido sus pares en la Junta: el almirante Anaya y el brigadier Lami Dozo. En 1985, en el histórico juicio a las Juntas Militares llevado adelante por la Cámara Federal de la Capital Federal, Galtieri fue absuelto porque fue analizada su conducta como comandante del Ejército entre diciembre de 1979 y junio de 1982 y no en los años del terrorismo de Estado, cuando había sido jefe, entre otros cargos, del Cuerpo de Ejército II con sede en Rosario.

En julio de 2002 el juez federal Claudio Bonadío ordenó su detención en la causa que investigaba la llamada “contraofensiva” del grupo guerrillero peronista “Montoneros”, entre 1979 y 1980, cuando Galtieri era jefe del Cuerpo II. Se le adjudicaba responsabilidad en el secuestro y “desaparición” de los guerrilleros que ingresaron al país en esos años por las fronteras del noreste argentino. Galtieri se presentó en el Regimiento de Granaderos a Caballo y quedó detenido e incomunicado. Padecía un cáncer de páncreas. Obtuvo el beneficio del arresto domiciliario y fue internado en diciembre de 2002.

Murió el 12 de enero de 2003, a los setenta y seis años.

Últimas Noticias

“¡Hasta pronto, queridos amigos!”: cuando un astronauta soviético se convirtió en el primer humano en orbitar el planeta

La baja estatura (1,57 m) de Yuri Gagarin fue una de las razones para que fuera elegido como el piloto de la nave Vostok 1 que cumplió su misión el 12 de abril de 1961. La historia del primer astronauta, el “Cristobal Colón del cosmos”, y la hazaña en medio de la carrera espacial

“¡Hasta pronto, queridos amigos!”: cuando

La foto acertijo: ¿Quién es el niño que posa con sus hermanos y fue actor y autor de célebres personajes televisivos?

Nació en la Ciudad de México en 1929, casi no llega a ver la luz por un medicamento mal recetado. Hijo de un artista carismático y una madre decidida, creció entre deudas, mudanzas y peleas escolares. Quiso ser ingeniero, fue boxeador y terminó escribiendo libretos que lo llevaron del anonimato al corazón de millones en toda América Latina

La foto acertijo: ¿Quién es

Los crímenes de la cabaña Keddie: el enigma de un cuádruple homicidio y un sheriff que hizo todo mal desde el principio

La noche del 11 al 12 de abril de 1981, dos criminales entraron en la vivienda donde Sue Sharp vivía con sus cinco hijos en un pequeño pueblo de California, La mataron brutalmente y también a uno de los chicos y a una amiga que estaba allí. También secuestraron a una niña. Cuando se cumplen 44 años del caso, la identidad y los móviles de los asesinos siguen siendo un misterio imposible de resolver

Los crímenes de la cabaña

La terrible leyenda de la mujer que vivió casi toda su vida embarazada: los 27 partos y 69 hijos de Valentina

La mujer de apellido Vassilyev vivió en un pueblo perdido de Rusia en el 1700. Los testimonios que se conocen de su partera. Y los debates de cómo su cuerpo aguantó tantos nacimientos

La terrible leyenda de la

El día que los nazis llenaron el Luna Park: el escenario decorado con cruces esvásticas y la ovación a Hitler

La mañana del 10 de abril de 1938 una multitud se congregó en el tradicional palacio de deportes porteño para celebrar la anexión de Austria al Reich. La adhesión del ministro argentino del führer y la ruta secreta hacia el país del dinero robado a los judíos alemanes

El día que los nazis