
“Si en Nuremberg hubiéramos sabido lo que sabemos ahora, usted habría sido ahorcado”, le dijo Simon Wiesenthal al hombre que tenía enfrente y solo recibió un incómodo silencio como respuesta. El único encuentro entre el famoso cazador de nazis y Albert Speer, el hombre a quien Adolf Hitler encargó la arquitectura del Reich que duraría mil años, ocurrió a fines de la década de los ‘70 y fue revelado dos décadas después por el historiador Gregor Hansen. “No dijo nada porque sabía que yo tenía razón”, contó Wiesenthal al referirse a la reacción del ex ministro de Armamento del führer. Cuando los dos hombres se encontraron, Speer llevaba más de diez años en libertad después de cumplir la condena de veinte que le había aplicado el tribunal que juzgó a los criminales de guerra nazis y estaba embarcado en una intensa campaña para lavar su imagen.
Las confesiones de Speer
En el juicio se había mostrado arrepentido y reconocido la existencia de los crímenes cometidos por Hitler y sus jerarcas, pero se había plantado para negar cualquier conocimiento de la “solución final” para exterminar a los judíos. Su defensa fue presentarse como un tecnócrata cercano al dictador nazi que solo había puesto sus conocimientos al servicio del Reich. Era cierto, reconoció ante el tribunal, que había utilizado mano de obra esclava para llevar adelante sus obras, pero aseguró que desconocía lo que ocurría en los campos de concentración. “Es verdad, podría haber sabido, pero no lo sabía”, fue la fórmula que utilizó una y otra vez. Por eso, cuando los jueces le preguntaron cómo se declaraba, respondió con firmeza: “No culpable”.
En aquel momento, apenas terminada la Segunda Guerra Mundial, la defensa elaborada por Speer fue eficaz porque estaba en sintonía con una creencia que operaba como mecanismo de negación frente a los crímenes nazis que estaban quedando al desnudo ante los ojos del mundo: semejante horror solo podía ser obra de unos pocos monstruos y Speer no aparentaba ser uno de ellos. Había sido “el arquitecto de Hitler” y el artífice del “milagro armamentístico alemán”, pero no un cómplice del Holocausto. Con esa estrategia no solo se salvó de la horca que era el destino de los laderos de Hitler; también comenzó a tejer la leyenda del “nazi bueno” en la que buscaría refugiarse el resto de su vida. Pasarían muchos años antes de que esa imagen comenzara a resquebrajarse para dejar al descubierto el verdadero rostro de Albert Speer.

Un talentoso simpatizante
Su nombre completo era Berthold Konrad Hermann Albert Speer, nacido el 19 de marzo de 1905 en Mannheim, hijo de una familia donde la arquitectura era parte del linaje. Siguiendo el camino de su padre – un profesional de prestigio – estudió arquitectura en la Universidad de Karlsruhe y se perfeccionó en el Instituto Heidelberg y el Politécnico de Múnich. A los 22 años, completó sus estudios con una licenciatura en la Escuela Técnica Superior de Berlín-Charlottenburg.
Primero como estudiante y más tarde como arquitecto, Speer siguió con atención y simpatía la carrera política de Adolf Hitler, un hombre que prometía el resurgimiento de Alemania como potencia después de la amarga derrota en la Gran Guerra y la humillación del Tratado de Versalles. La coincidencia con esas ideas lo llevó a convertirse en el afiliado número 474.481 del Partido Nacional Socialista Obrero Alemán en marzo de 1931.
Cuando Hitler fue nombrado canciller en enero de 1933, puso su profesión al servicio del nuevo régimen. El primer gran desafío profesional se le presentó cuando Joseph Goebbels le encargó la remodelación del edificio destinado al Ministerio de Propaganda que Hitler le había asignado. El estratega comunicacional del régimen nazi quería sorprender a su jefe con un edificio “nuevo” cuando se realizara el congreso del partido, apenas dos meses después. Speer aceptó el desafío y empezó a trabajar contrarreloj. “Hitler no creía que fuese posible cumplir ese plazo, y Goebbels, sin duda para espolearme, me habló de sus dudas. Día y noche mantuve tres turnos en la obra. Me ocupé de que varios aspectos de la obra fueran sincronizados hasta el menor detalle”, contó después.
Ese logro le valió la gratitud de Goebbels y, también, llamó poderosamente la atención de Hitler, que lo distinguió con una invitación a almorzar. Fue el inicio de una amistad que creció con el correr de los años. “Si Hitler tuvo alguna vez un amigo, ese fui yo”, diría Speer después de haber cumplido con la pena que le fijó el tribunal de Nuremberg. Además de esa buena relación con el führer, que favoreció su carrera, también tuvo suerte, porque la muerte del arquitecto oficial del partido nazi, Paul Ludwig Troost, le allanó el camino hacia la cúspide.

El arquitecto del Reich
Convertido en el “arquitecto del Reich” su misión fue realizar las obras faraónicas con las que el régimen que duraría mil años debía asombrar y mostrar su poder al mundo. Sus proyectos no tenían una gran técnica artística, pero encandilaban a Hitler por sus gigantescas dimensiones y su estética basada en las arquitecturas egipcia, griega y romana, es decir, la de los grandes imperios de la antigüedad. Así diseñó y construyó el Campo de Zeppelin, rediseñó el edificio de la Cancellería, llevó a cabo el proyecto del Estadio Olímpico y puso en planos uno de los mayores sueños del dictador nazi: la nueva Berlín, capital del Reich de los Mil Años.
Hitler dejó escrito así ese sueño: “En consonancia con nuestra estupenda victoria, lo antes posible Berlín deberá remodelarse urbanísticamente como capital del nuevo y poderoso Reich. Mi intención es poder completar (este proyecto) en el año 1950. Cada oficina del Reich, de los länder, de las ciudades y del partido deberá facilitar toda la ayuda que pudiera demandar el Inspector General de Edificaciones de la Capital del Reich”. Ese inspector, claro, era Albert Speer, que para todo utilizaba materiales fuertes, durables, en el marco de lo que se llamó la “ley de ruinas”. Es decir, mil años más tarde, en medio de las construcciones del Reich del futuro, debían quedar las ruinas de esos edificios, donde las generaciones futuras verían simbolizados los orígenes del imperio.
A medida que crecían las obras también lo hacía la amistad de Hitler y Speer. El arquitecto y su familia pasaban fines de semanas y vacaciones con el dictador, dentro de un selecto grupo donde ingresaban muy pocos de los más importantes jerarcas. Los hijos de Speer recordarían muchos años después haber visitado a Hitler, que los trataba como si fueran sus sobrinos, y haber jugado con los hijos del número dos del Reich, Martin Bormann.
El milagro armamentístico
El siguiente gran salto en la carrera de Speer hacia la cúspide del poder nazi fue su nombramiento como ministro de Armamento y Municiones – es decir, un cargo directamente relacionado con la guerra – en 1942, luego de la muerte en un accidente de aviación del hombre que Hitler había elegido para el cargo, Fritz Todt. Fue una designación que llamó la atención y produjo no pocos rechazos, porque a Speer se lo tenía como arquitecto, diseñador y artista, pero no como un hombre que supiera algo sobre la producción de armas.

No demoró en cerrarles la boca a sus detractores. En poco tiempo, Speer aumentó brutalmente la producción armamentística, con la creación de “comités” de especialistas que instalaron una nueva visión de las necesidades bélicas, más allá de lo que opinaran los jefes militares. Así revolucionó la organización de las fábricas, para que cada una de ellas se dedicara a producir un tipo de armamento determinado. “Speer redujo el número de artefactos de combate, organizó una producción en serie y especializó los establecimientos industriales. Hizo que Hitler se decidiera por una división del trabajo: las fábricas de los países ocupados fabricarían bienes de consumo para el Reich, y la mano de obra alemana sería especializada en los armamentos”, señala el historiador francés Henri Michel en su libro “II Guerra Mundial”.
Dio prioridad a la producción lo que más se requería en el frente: los cañones, los morteros, las ametralladoras, la munición para la infantería, las armas antitanques, los vehículos motorizados y los tanques. Los resultados estuvieron pronto a la vista: en1943 la producción de cañones duplicó la de 1942 y creció todavía más durante 1944. Un ejemplo fue la fabricación de tanques, que pasó de 9.395 en 1942 a 18.885 en 1943 y a 27.300 en 1944. Mientras tanto, impulsaba la investigación para crear nuevas armas, como las bombas V1 y V2.
Para evitar los daños que podían causar los bombardeos, Speer trasladó las fábricas a refugios subterráneos. En poco tiempo y utilizando trabajo esclavo, construyó una verdadera “ciudad subterránea” de 213.000 metros cúbicos de túneles, 58 kilómetros de caminos, con 6 puentes y 100 kilómetros de tuberías.
La desobediencia del final
Ese esfuerzo armamentístico no sirvió para ganar la guerra ni tampoco para evitar el avasallante asalto final de las tropas aliadas. Consciente del final que se avecinaba, a principios de 1945 Speer fue uno de los primeros ministros nazis que se atrevió a decirle a Hitler que la guerra estaba perdida. Aún así, cuando Hitler puso en marcha el “Plan Nerón”, la orden de destruir todas las fábricas para evitar que fueran utilizadas por los enemigos, se negó a cumplirla. Enamorado de sus logros y desobedeciendo al dictador, recorrió el territorio alemán para frenar esa destrucción. Su argumento fue que después de la victoria de los aliados, esas instalaciones pudieran utilizarse en el resurgimiento de una nueva Alemania.

Hitler conoció de inmediato la maniobra de su arquitecto preferido pero reaccionó de una manera impensada. A cualquier otro de sus ministros y colaboradores, esa desobediencia le habría costado la vida, acusado y ejecutado por traición. En cambio, quizás porque el dictador lo consideraba su amigo, Speer no fue detenido ni tampoco destituido. Más aún, Hitler lo recibió con afecto cuando, a principios de abril de 1945, el todavía ministro de Armamentos y Municiones fue al bunker de Berlín para un último encuentro. “Fue un acto de compasión más que otra cosa. Al principio me iba a ir sin despedirme de él, pero vi que eso era una cobardía y una crueldad”, explicó después.
Cuando los aliados tomaron Berlín, Speer fue detenido y llevado para ser interrogado en varios centros de internamiento para funcionarios nazis. En septiembre de 1945, le anunciaron que sería juzgado por crímenes de guerra, y varios días después, lo trasladaron a Núremberg Debió responder a cuatro cargos: participar en un plan común o conspiración para perpetrar un crimen contra la paz, planear, iniciar y librar guerras de agresión y otros crímenes contra la paz, crímenes de guerra, y por último, crímenes de lesa humanidad.
Robert H. Jackson, juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos y fiscal jefe estadounidense en el juicio, sostuvo en su alegato que “Speer se unió a la planificación y ejecución del programa para emplear prisioneros de guerra y trabajadores extranjeros en la industria de guerra alemana, que creció en producción mientras los trabajadores se morían de hambre”. El abogado defensor, Hans Flächsner, lo presentó como un artista empujado a la vida política, que siempre había permanecido fuera de toda ideología.
A la hora del fallo, el “arquitecto de Hitler” fue declarado culpable de crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad, aunque fue absuelto de los otros dos cargos. Lo condenaron a 20 años de cárcel y lo trasladaron a la prisión de Spandau, donde cumplió la totalidad de la pena.

El mito del “nazi bueno”
Albert Speer salió en libertad la medianoche del 1 de octubre de 1966 y poco después publicó sus memorias – escritas con la ayuda de Joachim Fest y Wolf Jobst Siedler -, que fueron un enorme éxito editorial. El público quedó fascinado porque a través del texto se accedía a una visión íntima del Tercer Reich. Fue su primer paso para lavar su imagen. El libro también proporcionó una coartada a otros alemanes que habían sido nazis, porque si el propio Speer, tan cercano a Hitler y alto funcionario del Reich no conocía – como sostenía - el alcance total de los crímenes del régimen nazi y solo estaba “siguiendo órdenes”, ellos también podían justificarse ante el mundo.
En el texto, Speer construyó cuidadosamente una imagen de sí mismo como un tecnócrata apolítico que lamentaba profundamente no haber podido descubrir los monstruosos crímenes del Tercer Reich. Se mostró como un hombre bien educado, de clase media y burgués, en claro contraste con los psicópatas y asesinos que, en el imaginario popular, tipificaban a los “malos nazis”. Speer se convirtió en la encarnación de un mito, el del “nazi bueno”.
Esa operación de lavado de cara, sostenida a través de los años en múltiples entrevistas donde se mantuvo a rajatabla en el personaje que él mismo había creado, terminó siendo un éxito. Los cuestionamientos de no pocos historiadores que lo mostraban como un criminal de guerra plenamente consciente de sus actos parecían no hacerle mella.

Recién en 2005, la transmisión por la principal cadena de televisión alemana de las cuatro entregas del documental “Speer und Er” (Speer y él), del director Heinrich Breloer, mostró a millones de espectadores el verdadero rostro del “arquitecto de Hitler”,} a través de una impecable investigación histórica, entrevistas a estudiosos y el testimonio de los propios hijos de Speer. A través de todos ellos, la película prueba que el supuesto “nazi bueno” había colaborado en el diseño de campos de concentración, que conocía perfectamente el destino de los judíos y disidentes que iban a parar ahí, y que fue el ideólogo del plan para expulsar de sus casas a 75 mil judíos berlineses, cuya única culpa era habitar a lo largo del eje Norte-Sur previsto por Alemania para su proyectada capital del Reich milenario.
“Nos engañó a todos, nos llevó a todos de la nariz. Es imposible imaginar que no supiera (lo de Auschwitz)”, dice frente a las cámaras Albert, el hijo que lleva su mismo nombre y que también es arquitecto. “Siempre aparece algo nuevo sobre él”, lamenta, abatida, su hija Hilde. “No era sólo un engranaje del mecanismo. Era el motor, la fuerza que arrastraba a las deportaciones. Speer era el terror”, lo definió el director Breloer al presentar del documental.
Albert Speer murió el 1 de septiembre de 1981, a los 76 años, luego de sufrir un derrame cerebral mientras esperaba ser entrevistado por la BBC para repetir, una vez más, la versión que lo exculpaba. Nunca llegó a saber que el mito del “buen nazi” que había construido tan cuidadosamente sobre sí mismo - y que creía más sólido que sus monumentales edificios - se había derrumbado estrepitosamente ante los ojos del mundo con la ayuda de sus propios hijos.
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