
“Soy un autor comercial, popular. Y estoy orgulloso de serlo. Es un error escribir para la posteridad”, dijo alguna vez Michael McDowell. En parte tuvo razón. Fue un escritor popular pero nunca tanto cómo lo es ahora, 25 años después de su muerte. La posteridad lo está leyendo como nunca antes y lo ha convertido en un impensado best seller global.
Los seis libros de su saga Blackwater (La Riada, El Dique, La Casa, La Guerra, La Fortuna, Lluvia) conquistaron los rankings de ventas de buena parte de Europa y desde hace unos meses lo hacen en Latinoamérica.
Michael McDowell, el autor de la saga Blackwater, murió a fines de 1999, a punto de cumplir los 50 años. Estuvo olvidado un buen tiempo. Es lo que sucede con aquellos escritores populares, que publican con asiduidad y que tienen buenas ventas. Tras su muerte sus libros son relegados y son considerados carne de saldo. Pasados uno cuantos años, cada tanto alguna editorial pequeña rescataba alguna de sus novelas. Pero ya no se trataban de productos que tuvieran una búsqueda comercial como cuando aparecieron originalmente, una vocación de masividad, sino que se trataban de reediciones que se tornaban de culto.
En los mercados anglosajones lo recuperaban editoriales especializadas en literatura o autores gay o dedicadas al géneros del terror o el thriller.
En castellano, por ejemplo, Luis Chitarroni, lector absoluto, publicó tres de sus novelas en la editorial La Bestia Equilátera (los Elementales, Katie y Agujas Doradas) con buena recepción crítica y respetables ventas: los lectores se sorprendían ante ese nombre que desconocían. Una versión más retorcida aún del gótico sureño con buenas dosis de acción y diálogos afilados.
Durante décadas McDowell fue considerado un autor olvidado, cada vez que alguna de sus muchas novelas volvía a circular se la resaltaba como un rescate destinado a un público restringido y sofisticado, tal vez olvidando el origen popular de sus textos, la ambición del autor de llegar a un público masivo y su vibrante pulso narrativo.
La gran explosión se produjo un tiempo después cuando un editor europeo decidió reeditar una saga que McDowell había dado a la luz en 1983. Nadie vio venir el fenómeno. Seis libros pequeños puestos en la calle con muy poca distancia temporal entre sí con toda la saga de Blackwater. Formato atractivo, tapas muy trabajadas por el artista Pedro Oyarbide. Y una historia extraña que producía una especie de adicción en los lectores que necesitaban seguir leyendo lo que pasa en ese pequeño pueblo sureño.
Las novelas de Blackwater cuentan medio siglo de vida de la familia Caskey. Todo empieza con una gran inundación en Perdido, Alabama. A partir de allí las mujeres toman el control. Terror, gótico sureño, realismo mágico (como señaló Mariana Enríquez) y muchos géneros más mezclados por la maestría técnica de McDowell.
En Estados Unidos la obra ya había tenido nuevas vidas pero reunidas en uno o dos volúmenes y no tuvo un gran impacto. Ninguna editorial creyó que esas novelas de 1983 podían llegar a tener una gran repercusión. Pero un editor francés vio algo más en la saga y lanzó las novelas con quince días de diferencia: cada dos semanas aparecía una nueva entrega. Eso sólo aumentó la expectativa de los (jóvenes) lectores.
Blackwater se convirtió en un fenómeno. Millones de ejemplares vendidos en Italia y en Francia.
En España fueron editados por Blackie Books (ya lleva vendidos 800.000 ejemplares), y en Argentina es distribuido por Penguin Random House (los seis libros están desde hace meses en el ranking de los más vendidos de las grandes cadenas). Los editores creen que parte del gran suceso se debe al impulso que le dieron los jóvenes en las redes sociales, en especial por TikTok.
Hay un equívoco. Algunos se sorprenden y creen que McDowell se anticipó a su tiempo y al formato de las series de plataformas que triunfan en la actualidad, provocando Binge Reading (esa ansiedad cuando se termina una entrega para empezar con la siguiente), con los ganchos al final de cada volumen para creer la intriga y la necesidad de seguir leyendo. Pero no es más que un formato mucho más antiguo, el del folletín.
Muchos hipnotizados por esta historia quisieron saber más de su autor y se sorprendieron al saber que no estaba disponible para entrevistas porque había muerto un cuarto de siglo atrás.

Michael McDowell nació el 1 de junio de 1950 en Enterprise, Alabama. En el obituario que escribió Los Angeles Times se dijo que “en su pasado había pocos elementos que indicaran que se pudiera convertir en un prolífico escritor de lo oculto, lo sobrenatural, la locura o sobre la psiquis de asesinos seriales”. Sin embargo, él encontraba la razón de su literatura en la infancia: “No tuve una infancia infeliz pero fui un chico infeliz. Mis padres y mis abuelos me querían, no nos faltaba nada, no viví ninguna gran desgracia. Pero no fui un niño feliz. De hecho, no conozco a ningún niño feliz”, decía. Y ahí, en ese periodo de la vida, iba en busca de las historias que contaba y de las emociones que transmitía.
Estudió literatura en Harvard y a los 19 años ingresó al grupo de teatro de la universidad. En una de las obras fue dirigido por Laurence Senelick, siete años mayor que él. Michael y Laurence se enamorarían y fueron pareja durante los siguientes treinta años, hasta la muerte de McDowell. Senelick se convirtió en un director teatral y un ensayista de prestigio. Hoy en la actualidad, con 82 años, sigue trabajando.
Michael, mientras tanto, escribía sin parar. Pero nadie parecía interesado en su literatura. Creyó que su futuro sería el de profesor universitario. Múltiples editores le rechazaron seis novelas consecutivas. Pero en 1979, con la séptima, con El Amuleto, una novela bien de género, de terror, consiguió ser publicado y un módico éxito que lo impulsó a seguir escribiendo y a intentar vivir de la literatura. Mientras tanto se ganaba la vida con un trabajo administrativo, dando clases y escribiendo algunas críticas teatrales. Esa novela, ante los fracasos anteriores, había nacido como guión cinematográfico. Pero su agente le pidió que transformara la historia en prosa, que probara una vez más. Y de esa manera, por fin, consiguió editor.
Los editores al ver buenos resultados en ventas y el entusiasmo del autor, le dieron un adelanto por los siguientes dos libros. McDowell renunció a sus otros trabajos y se dedicó exclusivamente a escribir. Ya no pararía. Doce novelas en los siguientes siete años. Entre ellas estaban Los Elementales y las seis de Blackwater.
Él tenía un objetivo. Quería entretener y vender. Esa era su ambición.
En sus libros hay terror, mucho Sur de Estados Unidos, diálogos feroces, algo de crueldad, bastante humor, tramas atractivas y mujeres fuertes, muy fuertes (Blackwater por ejemplo es una sociedad matriarcal).
Lo recomiendan especialistas del género como Stephen King y Mariana Enríquez. La argentina, entre muchas virtudes de los libros y del autor –ya escribió elogios contundentes sobre las novelas publicadas en La Bestia Equilátera- remarca el dominio de distintos géneros de McDowell y que “incluye una de las más brutales escenas de violencia doméstica de la ficción popular”.
Stephen King fue amigo de McDowell. Alguna vez dijo que era el más talentoso escritor de literatura popular de Estados Unidos. Su esposa Tabitha King fue quien a pedido del mismo McDowell completó la novela que éste dejó inconclusa a su muerte.
Además de los libros en los que puso su nombre, publicó muchos con seudónimo.

Entre sus trabajos con seudónimo escribió varias novelas de acción. Decía que quién iba a leer una historia de acción, con persecuciones, tiros y peleas a las trompadas si se enteraban de que el autor era homosexual e integraba el grupo militante National Gay Task Force.
También escribió con seudónimo una serie de novelas en las que un mesero homosexual y una joven lesbiana desentrañaban crímenes en los márgenes de la sociedad de la década del setenta internándose en lo queer y mostrando, a través de intrigas, crímenes y pesquisas inteligentes, la discriminación que sufrían por sus elecciones sexuales.
Una de sus grandes obsesiones era la muerte. Para obtener su título universitario escribió una tesis en la que investigó la actitud de los norteamericanos ante la muerte en el periodo 1825-1865. Eso dio inicio a una colección espectral, funeraria, de recuerdos y elementos relacionados con la muerte. Llegó a tener miles de objetos. Desde ataúdes de niños hasta fotos de cadáveres, elementos utilizados en entierros, publicidades, libros, certificados de defunción de celebridades y todo tipo de parafernalia relacionada. Su colección macabra se convirtió en una de las más importantes sobre el tema y fue expuesta en varias ocasiones luego de la muerte de McDowell.
Además de los libros también se dedicó a elaborar guiones para casi todos los programas y series televisivas de terror, de Cuentos de la Cripta a la serie de Hitchcock. A mediados de los años ochenta vendió uno de sus guiones a Hollywood. Era Beetlejuice, la película de Tim Burton (en España el que la tituló optó por la fonética y la llamó Bitelchús). En la nueva entrega estrenada poco tiempo atrás, McDowell aparece como creador de los personajes. Su otro trabajo con Burton –que vio la luz póstumamente- fue el guión de El Extraño Mundo de Jack.

Michael se enteró en 1995 que tenía sida. En esos tiempos, todavía, la enfermedad era una sentencia de muerte. De todas maneras siguió trabajando hasta el final. Una vez una amiga le preguntó si no se sentía frustrado, casi engañado por la vida. Él la miró con algo de perplejidad y le preguntó qué la hacía pensar que ella iba a vivir más que él. Nadie tiene nada asegurado.
En algún momento, McDowell explicó su actitud: “Habiendo estudiado la muerte durante un par de décadas, coleccionando todo tipo de artículos relacionados con ella, y habiendo pensado en la muerte infinitamente, la enfermedad no me cegó. Marcó, naturalmente, un punto de inflexión en mi vida: ya no leo el horóscopo ni abro galletas de la fortuna. Aprendí mucho sobre la medicina y las investigaciones médicas en Estados Unidos. Y también ajusté la mirada de mi propia vida: ahora mi idea de longevidad llega a los cincuenta años. Pero todavía planto árboles y tengo la genuina esperanza de ver el nuevo milenio”.
Michael McDowell murió el 27 de diciembre de 1999, cuatro días antes de la llegada del nuevo milenio.
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