
Cualquiera que camine en estos días por algún aeropuerto o frecuente perfumerías de grandes marcas se encontrará con los enormes carteles de la imagen de campaña de la última fragancia de Dior, Sauvage: un Johnny Depp reivindicado en su esencia, tal como se lee en el posteo con el que firma fundada en 1946 la presentó hace un mes. “Valiente y poderoso, la verdad de Depp representa el alma de Sauvage”.
Elegante e indiscutida, pero siempre al borde de lo políticamente incorrecto, Dior ha hecho historia en la controversia desde sus inicios. Christian Dior tenía 37 años y ya había dado sus primeros pasos importantes en el arte y en la moda con Piguet, cuando, en 1942, dejó el ejército y comenzó a diseñar para el modisto Lucien Lelong. Nunca ocultó que en esos años su trabajo fue vestir a las mujeres de los jerarcas nazis y de los colaboradores de la ocupación. No eran los únicos: las casas de moda que permanecieron abiertas durante la guerra –como Nina Ricci y Lanvin– también subsistieron de esa manera.
Pero aquello tuvo un sabor particularmente amargo para el ascendente Christian, cuya hermana Catherine, miembro de la resistencia, fue capturada por la Gestapo y encerrada en un campo de concentración hasta la liberación en 1945. Era su hermana más cercana pese a la diferencia de doce años que los separaba, e incluso se había escondido en su casa de París.
Temió no volverla a ver, pero Catherine se impuso a las torturas y volvió como una heroína: jamás reveló los nombres de sus compañeros, entre los que estaba el padre de sus hijos. Sin embargo, la hermana que regresó a París ya no era la misma, había perdido la sonrisa y las ganas de todo. Apenas si comía un soufflée que él mismo le preparaba para animarla, con la mano privilegiada que también tenía para la cocina. A ella le dedicó su primer perfume: Miss Dior, creado un año después de fundar su marca insignia.

Al calor de la posguerra, el diseñador estaba destinado a devolverle a las mujeres lo que ya no podía darle a su hermana: el glamour perdido en los tiempos de austeridad y escasez económica. Era 1946 y Marcel Boussac lo había convocado para revivir la casa de Alta Costura Philippe et Gaston, pero Dior se negó. Le dijo que prefería iniciar una marca con su nombre. Fue convincente: Boussac terminó por patrocinar su empresa. La primera colección de primavera-verano se presentó en París el 12 de febrero de 1947 y se llamó Corolle, una alusión a la feminidad que volvía a florecer.
Los hombros delicados, las cinturas estrechísimas y las faldas amplias, en forma de corola, fueron el sello de lo que desde entonces se conoció –gracias al ojo para titular de la que era directora de la revista de moda Harper’s Bazaar, Carmel Snow– como el New Look. El gobierno francés no tardó en apoyar el exceso de género que las grandes casas de moda de otros países miraban con recelo: era una forma de reflotar no sólo el espíritu sino la industria y que los ojos del mundo volvieran a posarse en París como cuna del diseño.
Con las máquinas de coser a toda velocidad, Dior llamó a Pierre Cardin y lo puso al frente de su atelier. El New Look –no tan nuevo, porque era en realidad una revisión de las tendencias de la era eduardiana que habían estado en boga desde comienzos de siglo hasta 1930– hizo que en efecto las mujeres recuperaran la coquetería perdida y floreciera su romance con el estilo y el lujo que se habían forzado a dejar a un lado.
Siempre visionario, aquel chico mimado y de origen burgués –su padre, Maurice Dior, había sido uno de los comerciantes más prósperos de Normandía– fue también quien señaló como su sucesor a un Yves-Saint Laurent de apenas 19 años en el 55. Como en todas sus decisiones, seguramente primó entonces el consejo de su astróloga de cabecera, Madame Delahaye, que hasta le señalaba personalmente qué piezas serían los hitos de sus colecciones.

Se sabe que Dior era un gran supersticioso e incluso llevaba con él a todas partes varios amuletos que creía le traían buena suerte. Mucho de eso se plasmó en sus diseños, que solían incluir símbolos de talismanes. Tenía razones para creer; a los doce años, una adivina lo había prevenido: “Vas a conocer la pobreza. Pero las mujeres te traen suerte, y por medio de ellas vas a lograr el éxito. Vas a hacer mucho dinero con ellas y tu nombre llegará a todo el mundo”.
Esa inclinación esotérica contrastaba algo con su formación en la École de Sciences Politiques, de donde se graduó en 1928 con la idea de ser diplomático. En realidad, él habría preferido estudiar Arquitectura y ya era un apasionado del arte, pero el padre insistió. Pese a eso, fue Maurice quien lo ayudó a abrir su primera galería de arte cuando se graduó. Junto a un amigo y socio, llegaron a tener obra de Pablo Picasso, Georges Braque, Max Jacob y Jean Cocteau.
Sin embargo, el emprendimiento se frustró después de perder a su principal patrocinante: la depresión económica golpeó fuerte los negocios del padre y a eso se sumaron las muertes de su madre, Isabelle, y de su hermano mayor, Bernard, que sumió a la vez a Maurice en una profunda depresión emocional. El joven Christian tuvo que salir a buscar otras fuentes de trabajo.

Por eso comenzó a hacer él mismo bocetos para vender que comenzaron a publicarse regularmente en la revista Figaro Illustré. Así lo descubrió el modisto Robert Piguet, que lo convirtió en su mano derecha desde 1937, una vez que Madame Delahaye aprobó el contrato. Tanto, que le confió el diseño de tres de sus siguientes colecciones. “Robert Piguet me enseñó las virtudes de la simpleza de la que proviene la verdadera elegancia”, decía de su maestro, en cuyo atelier compartía tijeras con Pierre Balmain. Sólo renunció a la libertad creativa de Piguet cuando fue llamado a enlistarse.
En octubre de 1957, ignoró el consejo de Madame Delahaye que le había advertido que no viajara a Montecatini, donde el modisto planeaba pasar una temporada en un spa. Ya había tenido dos ataques cardíacos y, el tercero, fatal, lo encontró el 24 de octubre lejos de su amada París. Tenía sólo 52 años y Boussac envió su avión privado a Italia para repatriar su cuerpo. Para entonces la compañía que habían impulsado juntos una década antes ya facturaba el equivalente a US$20 millones anuales: en efecto, el designio de la pitonisa se había hecho realidad y las mujeres habían hecho rico a Christian Dior. Al menos 2500 personas asistieron a su funeral, entre clientas ilustres –vistió a Ava Garner y Marlene Dietrich, entre muchas otras–, amigos y equipo. Lo enterraron en el cementerio de Callian, en Var; se dice que durante todo el trayecto desde París, las mujeres le arrojaron flores a la carroza fúnebre en cada pueblo.
Quizá fuera el efecto de los talismanes, pero la fortuna lo había acompañado toda su carrera: la influencia de la silueta del New Look pregnó entre sus colegas y las hijas de sus clientas por décadas e incluso lo sobrevivió hasta este siglo. El propio John Galliano, el más polémico –y talentoso– de los referentes que lo sucedieron al frente del imperio que creó –entre 1997 y 2011, cuando fue despedido por sus declaraciones antisemitas–, basó su éxito en una reinterpretación de los códigos más reconocibles del fundador de Dior y fue el gran suceso de los primeros 2000. La profecía de que su nombre llegaría a todo el mundo se cumple hasta hoy.
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