
Todo fue cuidadosamente preparado para que las ejecuciones parecieran muertes durante un intento de fuga. Corrían los primeros meses de la dictadura y el plan sistemático de aniquilamiento de la disidencia política y social combinaba la desaparición de personas con los asesinatos disfrazados de enfrentamientos.
La mañana del 6 de julio de 1976 Braulio Pérez, director del penal de Villa Las Rosas, en la provincia de Salta, fue convocado al despacho del jefe de la guarnición militar, coronel Carlos Alberto Mulhall, para recibir una orden directa.
El militar le dijo que esa tarde se realizaría un traslado de presos, sin aclararle la cantidad ni la identidad de los trasladados. Simplemente le ordenó que siguiera las instrucciones del oficial a cargo de la diligencia.
A las 19:45 llegó al penal un grupo de militares al mando del capitán Hugo Espeche, que le entregó a Pérez una orden escrita y la lista de los detenidos que debía trasladar. Era evidente que los uniformados eran oficiales del Ejército, pero no llevaban insignias que permitieran determinar sus grados. En cuanto a quiénes eran, salvo en el caso de Espeche era imposible saberlo, porque se llamaban entre sí por apodos.
El capitán Espeche le dio órdenes precisas al jefe del penal: debía sacar de sus puestos a todos los penitenciarios encargados de controlar el acceso a la cárcel, con la excepción de los guardias de los muros; también debía apagar todas las luces del lugar, salvo las de donde estaban los presos que iban a ser trasladados.
La lista del capitán tenía once nombres: Celia Raquel Leonard de Ávila, Evangelina Botta de Nicolai, María Amaru Luque de Usinger, María del Carmen Alonso de Fernández, Georgina Graciela Droz, Benjamín Leonardo Ávila, Pablo Ouetes Saravia, José Ricardo Povolo, Roberto Luis Oglietti, Rodolfo Pedro Usinger, y Alberto Simón Zavarnsky.
Uno tras otro fueron sacados de las celdas, con solo lo puesto. A Celia Leonard de Ávila le quitaron el hijo de meses que tenía en sus brazos y se lo entregaron a su hermana Nora, que también estaba presa en el penal.
En medio de la oscuridad, los llevaron por los pasillos hasta el patio y los subieron a un camión con el motor en marcha.
Mientras todo esto ocurría en el penal de Villa Las Rosas, a pocos kilómetros de ahí un grupo de uniformados realizaba un control de vehículos en la ruta que une la localidad de Güemes con la capital provincial.
Primero detuvieron un Torino conducido por Héctor Mendilaharzu y poco después a una camioneta Ford F-100 donde viajaban Martín Julio González y su hermano. En los dos casos los hicieron bajar y, apuntándoles con armas largas, les dijeron que eran un comando del Ejército Revolucionario del Pueblo y que necesitaban los vehículos para una operación de rescate.
Los ataron, los amordazaron y los llevaron a un monte cercano, donde quedaron custodiados durante aproximadamente dos horas, hasta que los dejaron ir. Los tres liberados corrieron a campo traviesa, sin mirar atrás.
Estaba todo listo para montar la escena: los fusilamientos a sangre fría de once personas disfrazados de muertes durante un enfrentamiento entre militares y “subversivos” que intentaban rescatar a los presos.

La masacre de Palomitas
Poco después, el convoy que “trasladaba” a los detenidos y los dos vehículos supuestamente secuestrados por el ERP confluyeron en el paraje Palomitas, sobre la ruta 34, a unos 25 kilómetros de la ciudad de Güemes. Lo que siguió fue la ejecución de los once presos.
Al día siguiente, por aviso de alguien que pasaba por allí, el Torino y la F-100 fueron encontrados a la vera del camino. Había cápsulas servidas por doquier. Las carrocerías tenían muchos impactos de bala y manchas de sangre. En uno de los asientos de la F-100 se encontraron restos de masa encefálica y una falange.
Al día siguiente, un comunicado de la Guarnición Militar Salta informó sobre un “enfrentamiento con fuerzas subversivas” que habían intentado rescatar a los detenidos mientras los trasladaban.
Era un discurso que se empezaba a repetir y que pronto se convertiría en una sangrienta caricatura: los “subversivos” morían en combate mientras que, llamativamente, nunca se contaban bajas entre las “fuerzas legales”.
Las investigaciones posteriores dejaron en claro que, en Palomitas, ninguno de los militares que participaron del “enfrentamiento” había recibido heridas y que ninguno de los vehículos que formaban parte del convoy de “traslado” tenía impacto de balas.
En cuanto a los supuestos integrantes del comando del ERP que secuestró las camionetas para rescatar a los presos, nunca más se supo de ellos. Los únicos cadáveres que se encontraron eran de los presos que supuestamente iban a ser trasladados.
Los cuerpos de las víctimas fueron apareciendo poco a poco en diferentes lugares a raíz de denuncias de testigos que presenciaron extraños enterramientos de cuerpos humanos llevados en bolsas a cementerios de Salta, Jujuy y Tucumán.
Las autopsias determinaron que, en todos los casos, las víctimas habían sido golpeadas salvajemente y ejecutadas con disparos realizados de arriba hacia abajo, es decir, cuando estaban arrodilladas.
Dos de los cuerpos siguen sin ser encontrados: los de Georgina Graciela Droz y Evangelina Botta de Nicolai.
La maniobra de ocultamiento se cerró con certificados de defunción firmados por un médico llamado Quintín Orué, que no figuraba ni figura en los registros profesionales del país.

Tiempos de matanzas
Julio de 1976 fue un mes clave en la aceleración y la profundización de la escalada del plan sistemático de exterminio de la dictadura.
Dos días antes de la masacre de Palomitas, un grupo de tareas irrumpió en la Iglesia de San Patricio, en el barrio porteño de Belgrano, y ejecutó a balazos a tres curas y dos seminaristas relacionados con el Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo.
Esa masacre, que en ese momento se intentó hacer pasar como una “operación perpetrada por elementos subversivos”, fue en realidad un pretendido acto de venganza por un atentado con explosivos realizado el 2 de julio en el comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal, con un saldo de 23 muertos.
Por entonces, el jefe de la Policía Federal, general Arturo Corbetta, se negaba a que la fuerza se sumara a la represión ilegal y pretendía que actuara “con el Código Penal en la mano”. Después de la masacre de los curas palotinos, no solo se mantuvo en esa postura, sino que desplazó a dos jefes policiales sospechados de haber liberado la zona para que el grupo de tareas pudiera actuar sin ser molestado.
Luego de eso, Corbetta fue desplazado y reemplazado por el general Edmundo Ojeda, dispuesto a actuar en el marco del plan sistemático.
El asesinato de los once presos en Palomitas se produjo el mismo día de ese reemplazo, y no demoró en ser leído como otra represalia por el atentado contra la Superintendencia de Seguridad Federal.

Sabían que los matarían
Cuando les dijeron que los iban a trasladar, los presos de la cárcel de Villa Las Rosas ya sabían que ese “traslado” sería una ejecución.
En 2006 -al cumplirse 30 años de la masacre-, Graciela López, que estaba detenida en el penal la noche del 6 de julio de 1976, dio una carta estremecedora relatando los hechos.
“Quiero compartir con ustedes el volver a sentir el vacío que la tragedia ha dejado en nuestras vidas: la Masacre de Palomitas con nuestras ex compañeras de prisión en Salta. Treinta años, sí 30, ese es el tiempo que ha transcurrido desde aquella noche de invierno en que sacaron a nuestras compañeras del pabellón donde yo estaba con ellas. Esa imagen recortada que conservo, donde primero escuchamos el pisar fuerte de abotinados, luego el ruido metálico de cadenas o esposas y las voces duras que gritaron uno a uno el nombre de nuestras compañeras, y ellas, en medio del silencio que anticipaba la tragedia, salieron preguntando a dónde iban. Así, con lo que llevaban puesto dentro del pabellón, sin más abrigo para protegerse del frío exterior desaparecieron ante nuestras miradas impotentes y nuestras preguntas, que quedaron sin respuesta. ¿A dónde las llevan? ¿Por qué se las llevan? ¿Cuándo regresan?”.
“Traslado… traslado… traslado fue lo que escuchamos al día siguiente. Todas, absolutamente todas, sabíamos lo que eso quería decir: MUERTE. Días antes Braulio Pérez, entonces director de la cárcel, acompañado de su hijo y otros carceleros, en una de sus habituales visitas a nuestro pabellón nos había dicho mientras sonreía cínicamente ‘los militares vienen quinteando’. ‘¿Y qué quiere decir eso?’, le preguntamos, y respondió con otra sonrisa: ‘uno, dos, tres, cuatro, cinco… al paredón…'. Ese paredón fue el de Palomitas. Al día siguiente lo confirmamos. Había dentro del penal algunos empleados sensibles, gente que aún no se había deshumanizado y que no querían avalar el crimen. Ellos rompieron el silencio. Conocimos detalles, de cómo los sacaron, de cómo los obligaron a salir del vehículo para simular un intento de fuga, de cómo fueron cayendo uno a uno entre ráfagas de ametralladoras que rompían el silencio de la noche”.

Procesamientos y juicios
La masacre de Palomitas fue uno de los hechos aportados como prueba en la Causa 13/84, el juicio a las Juntas Militares. Pero para que se avanzara sobre al menos algunos de los responsables locales hubo que esperar mucho más. La primera sentencia llegó recién en 2010. Ese año, Mulhall, Gentil y Espeche fueron condenados a reclusión perpetua.
La segunda sentencia fue al año siguiente, en Palomitas II, fueron condenados a prisión perpetua el ex jefe del III Cuerpo del Ejército con asiento en Córdoba, Luciano Benjamín Menéndez, y el ex director de Seguridad de la Policía de Salta, Joaquín Guil, mientras que el ex federal y ex guardiacárcel Juan Carlos Alzugaray recibió una pena de veinte años de prisión.
Luego de esas dos sentencias, se inició otra investigación, llamada Palomitas III, donde quedaron imputados el ex jefe de Logística del Regimiento 5º de Caballería, Luis Dubois; los ex guardiacárceles Napoleón Soberón, Vicente Agustín Puppi, Víctor Manuel Rodríguez, Juan Salvador Sanguino, y los militares Joaquín Cornejo Alemán y Ricardo Benjamín Isidro de la Vega, subjefe del Ejército en Salta el primero y jefe de Personal el segundo, integrantes de la plana mayor.
Desde 2017, el lugar donde fueron asesinadas las once víctimas de la masacre de Palomitas está señalizado como Sitio de la Memoria.
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