
Desde hace 26 años, cuando James Cameron estrenó Titanic (1997), la imagen de Kate Winslet y Leo DiCaprio con los brazos abiertos, como en vuelo, en la proa del barco que aún parecía indestructible se convirtió en la primera que viene a la mente de casi todos al recordar el naufragio, uno de los mayores ocurridos en tiempos de paz. La película recaudó US$2.187 millones y se alzó con 11 premios Oscar, y la canción de Celine Dion –My heart will go on– se replicó por meses en todas las radios y se convirtió en el tema romántico más popular de todos los tiempos.
Era natural que muchos creyeran que Jack Dawson y Rose DeWitt Butaker, los jóvenes de diferente clase social que se enamoraba a bordo, realmente habían sido pasajeros del transatlántico que chocó contra un iceberg y se hundió en las aguas heladas del Atlántico el 14 de abril de 1912 dejando un saldo de más de 1500 muertos. Sobre todo porque el film no sólo estaba basado en una historia real, sino que terminaba con una especie de falso documental con Rose ya anciana y arrojando su collar con el diamante azul al mar.
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Después se sabría que, aunque hubo otro Dawson, no Jack, sino Joseph, en la tripulación del Titanic –un marinero encargado de trasladar el carbón hasta la sala donde estaban los hornos, según el National Geographic, que descubrió su tumba en Nueva Escocia–, no existió en verdad un pasajero con su nombre ni sus características. Los miles de fans que visitan a diario el cementerio de Halifax para honrar su memoria prefieren sin embargo creer que su pasión fue cierta.

El propio James Cameron confirmaría que su Rose, en cambio, sí estaba basada en un personaje histórico, aunque la mujer que lo inspiró nunca viajó en el Titanic ni tenía nada que ver con el barco ni con su hundimiento. Beatrice Wood fue una artista norteamericana procedente de una familia de clase alta que abandonó los lujos con la intención de entender lo que era vivir sin recursos. Desarrolló una carrera prolífica como pintora abstracta y vanguardista y como escultora. Por eso la película de Cameron –que estaba leyendo su autobiografía al desarrollar la trama– comienza con una imagen de la Rose de cien años creando obras de cerámica.

Nacida en marzo de 1893 en California, Wood tenía cerca de la edad de Rose cuando la tragedia del naufragio atravesó su vida. El director se inspiró en el perfil de esa mujer rebelde y progresista que soñaba con una sociedad igualitaria para crear un personaje femenino desafiante y adelantado a su tiempo.
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En I shock myself, la artista que inspiró a Rose cuenta sus comienzos en el Avant Garde americano y cómo fundó las revistas The Blind Man y Rongwrong en Nueva York junto a Marcel Duchamp y el escritor Henri-Pierre Roché en 1917, cinco años después del hundimiento del Titanic.

Había llegado a París para estudiar pintura y teatro, escapando de su presentación en sociedad en el Upper East Side de Manhattan, a dónde regresó cuando ya era conocida como “la mamá de Dada” y actuaba en teatros independientes. Después se volcó a la escultura y la alfarería, y siguió trabajando con cerámica hasta el final de sus días.
A ella no le gustaba lo de ser la madre de Dada; modesta, no quería que se agrandara su rol en el movimiento: “No soy eso. Estuve sólo en las márgenes, enamorada de dos de esos hombres. Toda esa gente ahora está muerta y yo estoy acá recibiendo la publicidad”, solía repetir en las entrevistas que, de todos modos, le fascinaban. Hablaba, claro, de su relación con Duchamp y Roche, en la que, según se dice, se basó la película Jules et Jim, de Truffaut.

Sus memorias dan cuenta de ese espíritu libre que rompió con las convenciones sociales de la época y decidió no atarse a nada ni a nadie. También apodada Beato, Wood nunca se casó, aunque sí tuvo su Jack: un científico indio del que también la separaban las diferencias culturales, pero porque los padres de él, muy tradicionales, nunca aceptaron que su hijo pudiera unirse a una americana libre como ella. Tal vez esa fue la razón por la que sólo vistió saris los últimos cuarenta años de su vida: su corazón estaba en la India.
Pero su compromiso con ese país trascendía el amor por un hombre. Se hizo teosófica a los sesenta años, después de leer el libro de enseñanzas de Annie Besant y se adentró en la India para aprender las costumbres y la técnica del teñido artesanal de géneros.

Igual que Rose, Beatrice fue muy longeva: murió en su casa del valle de Ojai, en California, a los 105 años, a meses del estreno de Titanic. Decía tener un secreto para vivir tanto: “Arte, libros, chocolate y hombres jóvenes”. Cameron llegó a conocerla: “Era encantadora, creativa y muy divertida. En la película, Rose es un reflejo de ella, combinado con otros elementos de ficción”, admitió Cameron, aunque hay quienes sostienen que la imagen de la abuelita que vivió un gran amor a bordo no le llegaba ni cerca a la mujer que fue Beatrice.
Es que cada minuto de la larga vida de Wood fue extraordinario: vio a Claude Monet pintando en sus jardines de Giverny. Fue extra en una obra con Sarah Bernhardt. Tiñó vestidos para Isadora Duncan y aprendió danzas folklóricas con el coreógrafo de Anna Pavlova.

Cameron siempre sostuvo que el primer capítulo de la biografía Wood describe casi a la perfección al personaje que él necesitaba que fuera Rose, especialmente la Rose anciana. Pero ella se negó a ver el resultado final de la película, no fue al estreno de la que hasta 2010, cuando el mismo director estrenó Avatar, fue la película más taquillera de la historia.
Aquel diciembre, él y la actriz Gloria Stuart –la actriz que interpretó a la Rose centenaria y murió en 2010, también a los cien años– fueron hasta su taller de Ojai y le llevaron la cinta para verla con ella. Beato volvió a rechazar la invitación: “Es demasiado tarde en mi vida para estar triste”, se disculpó. Murió apenas dos meses después, a los 105 años.
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