
En el turbulento contexto de la década de los años sesenta, la juventud estudiantil de México emprendió una movilización que alteró para siempre el paisaje político y social del país. El movimiento estudiantil de 1968 surgió como reacción a un ambiente de autoritarismo, represión y escasa apertura al diálogo por parte del gobierno.
Inspirados por las protestas juveniles que, ese mismo año, sacudían Francia y Estados Unidos, los jóvenes mexicanos —principalmente universitarios de la UNAM y del Instituto Politécnico Nacional— alzaron la voz exigiendo derechos fundamentales y libertades democráticas. Estas demandas resonaron más allá de los planteles educativos, aglutinando obreros, intelectuales, sindicatos y diversos sectores de la sociedad que veían reflejadas en el movimiento sus propias aspiraciones de justicia y libertad.
El ambiente en México se fue tensando conforme las autoridades endurecían su postura. La ocupación policial y militar de escuelas, las detenciones arbitrarias y los frecuentes episodios de violencia policial encendieron el ánimo de protesta.

Así nacieron seis demandas centrales: liberación de presos políticos, derogación de leyes represivas, desaparición del cuerpo de granaderos, destitución de mandos policiales, indemnización a víctimas desde el inicio del conflicto y deslinde de responsabilidades de los funcionarios implicados en los hechos sangrientos, como informa la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH).
El movimiento escaló durante el verano y el otoño de 1968, periodo en que México se preparaba para ser sede de los Juegos Olímpicos, lo que sumaba presión internacional sobre el gobierno. Mientras tanto, el presidente Gustavo Díaz Ordaz pronunciaba su IV informe de gobierno el 1 de septiembre, emitiendo una advertencia a quienes participaban en la protesta.
De acuerdo con el Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México (INEHRM), Díaz Ordaz calificó el problema como menor, atribuyéndolo a cuestiones de educación, pero sus palabras marcaron el tono de lo que vendría: “Hemos sido tolerantes hasta excesos criticados; pero todo tiene un límite y no podemos permitir ya que se siga quebrantando irremisiblemente el orden jurídico, como a los ojos de todo el mundo ha venido sucediendo. No quisiéramos vernos en el caso de tomar medidas que no deseamos, pero que tomaremos si es necesario…”.

Las palabras del presidente, respaldadas por una política de control y vigilancia, fueron la antesala de una etapa de mayor confrontación. El 2 de octubre de 1968, miles de personas —estudiantes y simpatizantes— acudieron a la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco para asistir a un mitin pacífico.
Según información del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), la respuesta gubernamental ese día fue una represión violenta que incluyó la intervención del Ejército Mexicano y el grupo paramilitar conocido como Batallón Olimpia.
El ataque quedó marcado por la confusión, el pánico y la fuerza letal. La cifra oficial de muertos fue de 30, pero investigaciones posteriores citadas por la CNDH han estimado que las víctimas fatales pudieron haber alcanzado unas 350 personas, aunque no es posible dar un número exacto. Además, cerca de 2 mil asistentes fueron detenidos y muchos otros resultaron heridos o desaparecidos en medio del operativo.
Tras la masacre, la información sobre lo ocurrido se mantuvo bajo estricto control estatal y varias víctimas no pudieron ser identificadas durante años. El INAH señala que el “vedo informativo” dificultó conocer el número y la identidad real de los fallecidos. La CNDH, por su parte, ha caracterizado estos hechos como una violación grave y sistemática a los derechos humanos, abordando en distintos informes la exigencia de justicia y reparación para las víctimas directas e indirectas del episodio.
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