
Desde los tiempos del geógrafo y matemático griego Eratóstenes de Cirene, nacido en el 276 antes de Cristo, se sabía que la Tierra era redonda. Pero Cristóbal Colón pensaba que era mucho más pequeña de lo que realmente era, que Asia era inmensamente grande y calculaba que el océano que separaba a España de las Indias se lo podía navegar en pocos días. Sostenía que el mundo tenía la forma de una pera o como una pelota redonda “que tuviera puesta en ella como una teta de mujer, en cuya parte es más alta la tierra y más próxima al cielo”, tal como escribió a los reyes luego de su tercer viaje.
Colón había nacido en 1451 y era el hijo de un cardador de lana que vivía en una casa alquilada del callejón del Olivo Pequeño, en Cogoletto, el barrio de los laneros en Génova. A pesar de los augurios desalentadores y de las mofas que soportó se convirtió en marino.

De muy joven realizó varios viajes en flotas mercantes, y cuando su barco naufragó al ser atacado por piratas, se salvó nadando asido de un madero hasta la costa de Portugal. Se estableció en Lisboa y con su hermano Bartolomé abrió una tienda de venta de cartas geográficas que ellos mismos dibujaban. Dicen que las hacían muy bien.
Este genovés, que nunca se hizo un retrato en vida, habría tenido cabellos rojizos, tez blanca, ojos azules y algo pecoso. A los 26 años se casó con Felipa Moniz Perestrello, quien le dio un hijo, Diego. Ella moriría en 1485 cuando su esposo recién tenía en mente la empresa que lo haría famoso. Su suegra le cedería cartas cartográficas de su marido.
¿Cómo llegar a las Indias? Navegaría de este a oeste y acortaría camino. Algunos aseguran que discutió esta teoría con el físico y cosmógrafo florentino Paolo dal Pozzo Toscanelli, quien había trabajado en una idea de atravesar el Atlántico hacia el oeste para llegar a las islas de las especias.

Pero el desafío fue hallar quien financiase su novedosísimo proyecto.
El primero en cerrarle la puerta en la cara fue Juan I de Portugal, reino donde Colón vivía. Luego de estudiar la propuesta, su cuerpo de expertos la rechazó porque aseguraban estaba basada en datos incorrectos; el monarca le aconsejó que más redituable era explorar las costas africanas.
Mientras su hermano Bartolomé hizo un vano intento en la corte de Enrique VII de Inglaterra, quien auspiciaría el viaje de John Cabot luego de conocerse el primer viaje de Colón, pensó en ir a Francia pero se dirigió a España.
Contó de aliados con el entusiasmo de los religiosos de La Rábida, quienes pensaban en las tareas de evangelización de las nuevas almas que habitarían del otro lado del océano.
El duque de Medinaceli, un hombre al que le sobraba dinero y barcos, se propuso apoyarlo y se lo comentó a la reina Isabel I de Castilla, a la que el papa Alejandro VI por una bula le otorgó el título de “la católica”. La monarca, que en el reino se encargaba de las cuestiones marítimas y su esposo Fernando -que era su primo segundo- de las mediterráneas, quiso conocerlo.

El 20 de enero de 1486, Colón hizo su primera entrada a la corte. La reina, de 35 años, se mostró interesada porque la exploración de nuevos mundos le proporcionarían riquezas que usaría para financiar proyectos, como ser la reconquista de Jerusalén. Colón explicó que en las tierras de Indias reinaba el Gran Can, un “rey de reyes”, que en vano había pedido a Roma que le mandase gente para que los educase en la fe cristiana; como no lo hicieron, para él era la oportunidad para emprender dicha misión.
A la mujer le cayó bien ese hombre que se expresaba muy bien y que era simpático. El genovés, por entonces viudo, se sintió tan a gusto en la corte española que no tardó en intimar con la marquesa de Moya, una de las amigas de la reina y, discretamente, vivió con la bella Beatriz Enríquez de Arana, que le daría un hijo, Fernando.
Lo bueno fue que comenzó a recibir ayuda económica de la corte mientras expertos analizaban su proyecto. Se tomaron su tiempo, y cuando 1490 finalizaba, Colón tuvo una decepción. No lo respaldarían económicamente en la aventura.

Sin sustento económico, sobrevivía con la venta de libros de astronomía y geografía y de mapas que dibujaba. Debía mantener a dos hijos, que solían estar al cuidado de su cuñada, Briolanja Moniz.
Pero los curas de La Rábida, que creían en él, volvieron a insistir ante la corte junto con el tesorero de la Casa de Aragón, y lograron torcer la voluntad de Isabel. Colón pidió que se le concediese el título de almirante del mar océano, el de virrey y gobernador de lo que se descubriese y el diez por ciento del comercio que se generase con España. Le contestaron que no a todo.
De nuevo a convencer a la reina, que terminó cediendo. Firmaron las Capitulaciones de Santa Fe, un instrumento jurídico que formalizaba la relación contractual entre el rey y el particular. Al almirante se le otorgó el tratamiento de “don”.
La expedición debía partir del Puerto de Palos, ya que los de Sevilla o Cádiz estaban desbordados de judíos que, perseguidos por la Inquisición, abandonaban la península. Ese mismo año, los reyes católicos habían expulsado a los moros de España.

Este puerto, por entonces uno de los más importantes del litoral andaluz, estaba situado en Huelva, a orillas del río Tinto, en una ensenada cuya profundidad aceptaba el calado de barcos del tipo carabela o nao.
En las antípodas de la leyenda de que la reina empeñó sus joyas para financiar el viaje Isabel decidió -a través de una Real Provisión del 30 de abril de 1492- que los pobladores más calificados de Palos proporcionasen gratis dos carabelas equipadas para una navegación de un año. Y suspendía las causas penales de aquellos que se anotasen para formar parte de la tripulación.
Todos protestaron. Unos, porque no deseaban ceder su dinero y los curas por la inclusión de malhechores en una empresa que llevaría la bandera de la evangelización. Además, había que estar loco para embarcarse con un genovés desconocido hacia tierras nunca antes exploradas.
El que destrabó el malestar fue Martín Alonso Pinzón. Este adinerado capitán -si bien no se llevaba bien con Colón- era muy querido en Palos, y fueron los franciscanos de La Rábida los que los presentaron. Con el almirante sellarían una alianza en que el primero guiaría la expedición y el otro sería una suerte de segundo comandante. Al conocer que Pinzón sería parte, brotó el entusiasmo.
A través de un recorrido por las tabernas de la zona, se logró reclutar a 90 hombres. La mayoría eran españoles y lograron colarse cuatro condenados a muerte, acusados de asesinato.
Con el dinero recaudado, Pinzón alquiló dos embarcaciones pequeñas: La Niña y La Pinta. La primera era propiedad de Juan Niño y era la más ligera; había sido botada en 1488 en los astilleros de Puerto de Moguer, con una eslora de 22 metros, tenía capacidad para una veintena de tripulantes. En cuanto a La Pinta, construida alrededor de 1441, era la más rápida de las tres naves, y en ella se embarcó el clan Pinzón: familia, amigos y marineros fieles. La tercera, alquilada al navegante y cartógrafo español Juan de la Cosa, era La Gallega, una embarcación de 24 metros de largo y 8 de ancho. De 23 metros de eslora, podía llevar a unos cuarenta hombres. Colón la rebautizó como Santa María.
Con provisiones para un año, el viernes 3 de agosto, antes de la salida del sol partieron de la Barra de Saltes, frente a la ciudad de Huelva y el 6 de septiembre dejaron atrás las islas Canarias -luego de contratiempos técnicos- y se internaron hacia lo desconocido.
El Puerto de Palos se abandonó a finales del siglo XVI y ya a principios del siglo siguiente quedó sepultado por la erosión de la colina cercana. Se descubrieron sus restos en 1992, 500 años después de que Colón partiese a lo desconocido.
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