
El “nacido en la pobreza, criado en la lucha por la existencia”, como él mismo describió en su autobiografía, ese cabrón egocéntrico al decir de Paul Groussac, vanidoso, visionario, peleador, emprendedor y tantas cosas más que lo harían encolerizar y reír al mismo tiempo, nació en el barrio humilde de El Carrascal, donde su indomable madre Paula, esa mujer alta, un tanto huesuda, de 23 años, nariz prominente y de ojos claros como muchos de los Albarracín, se había puesto los pantalones y, con la ayuda de dos esclavos que le prestaron sus hermanas, había levantado una casa de paredes de adobe y techos de caña, palo y barrio. La había hecho tan bien que resistió el trágico terremoto de 1944.
Allí, en la provincia de San Juan, los Sarmiento transcurrirían su existencia, y entre esas sólidas paredes de hogar pobre nació el 15 de febrero de 1811 un niño más, de esos que correteaban pero también de los que se sentaban en la puerta de su casa a leer. De los que agotaban la vela, ya de madrugada, en la mesa donde se comía y donde siempre, en una esquina, amontonaba sus libros que devoraba con avidez. Se lo bautizó Faustino Valentín Quiroga Sarmiento pero, al parecer por la devoción de su madre por Santo Domingo, se lo empezó a llamar por ese nombre, olvidándose del de Valentín. A los 4 años su tío, José Manuel Quiroga Sarmiento ya le había enseñado a leer, lo que lo condenó a que su madre, orgullosa, lo llevase a casas de parientes o amigos donde debía hacerlo en voz alta.

A los cinco, gracias a que el gobierno de San Juan contrató a maestros que trabajaban en Buenos Aires, ingresó en una Escuela de la Patria, antiguos establecimientos educativos sostenidos por los cabildos que cambiaron su nombre en 1810. Los maestros fueron Ignacio y José Genaro Rodríguez, representantes del iluminismo enciclopedista, que difundían ideas de Juan Jacobo Russeau, Charles de Montesquieu, Denis Diderot y Voltaire. Inculcaban a sus alumnos las nociones de igualdad social y el sentido cívico de la nacionalidad.
El futuro presidente recordaba que “era un espacioso local vecino a la plaza de armas daba cabida a grandes salones a más de trescientos niños, de todos los extremos de la ciudad y suburbios, y de todas las clases de la sociedad”. Uno de los salones lo ocupaban los chicos que recién empezaban, a los que se les enseñaba lectura y escritura. En un segundo salón, alumnos más avanzados estudiaban doctrina cristiana y las primeras nociones de aritmética y gramática. Y en un tercero continuaban con la gramática y ortografía, además de aritmética comercial, álgebra hasta ecuaciones de segundo grado, extracción de raíces, historia sagrada y doctrina cristiana.
En su libro Recuerdos de Provincia, dijo que fue a la escuela por nueve años, y por más que hubiera querido faltar, su madre era la encargada de que asistiese como correspondía.

Su padre, José Clemente Sarmiento, también ejercía su control. Cuando no estaba trabajando de arriero o peleando junto a San Martín -estuvo en Chacabuco y fue el encargado de llevar a los prisioneros a su provincia- le tomaba lección a su hijo de lo aprendido en la escuela.
Domingo, entonces, no se salvó de leer los cuatro mamotretos de la Historia Crítica de España “y otros librotes abominables que no he vuelto a ver y que me han dejado en el espíritu ideas confusas de historia, alegorías, fábulas, países y nombres propios”, que eran obras que su padre atesoraba. El primer libro que leyó fue Vida de Cicerón, de Middleton y el segundo, Vida de Franklin.
Seguramente por lo aprendido en la casa y con su tío, en la escuela fue un alumno aventajado, por lo general colmado de honores. Y como los Sarmientos en San Juan al parecer tenían fama de embusteros por algún que otro pariente que en cierto momento habría practicado tal costumbre, Domingo se había hecho la fama de no mentir nunca. “Fuimos criados en el santo horror de la mentira”, decía.
Autodidacta
De Buenos Aires había llegado la noticia del sorteo de becas para ir a estudiar al Colegio de Ciencias Morales, hoy Nacional de Buenos Aires. El maestro Rodríguez indicó que se podían anotar, en cada provincia, seis jóvenes que fueran pobres.

Sarmiento nunca olvidaría que, cuando le comunicaron que no había sido elegido, su madre lloró en silencio y su padre ocultó su rostro con las manos. Y cuando en 1821 no pudo entrar al Seminario de Loreto, en la provincia de Córdoba, comenzó su larga etapa de autodidacta.
Estudio matemáticas con el ingeniero Víctor Barreau, a quien asistió en varios trabajos de agrimensura en la provincia. Del latín y teología se ocuparía su tío José de Oro, mientras que en francés se las arregló solo, gracias a los libros en ese idioma que poseía un conocido de la familia, José Ignacio de la Rosa, y que leía con fruición hasta las dos de la mañana. Estudiaba mientras se ganaba la vida como dependiente en una tienda.
Acompañó a su tío, el presbítero Oro, en su destierro a San Luis. En San Francisco del Monte fundaron una escuela y él, con quince años era el maestro, con una particularidad: era menor que sus alumnos, uno de 22 y otro de 23. A un tercero hubo que expulsarlo porque insistía en casarse con una chica muy linda a quien Sarmiento le enseñaba deletreo.

El tío tenía pasión por el baile, “y él y yo hemos fandangueado todos los domingos de un año enredándonos en pericones y contradanzas…”. En ese paraje puntano tuvo un romance con María Jesús del Canto, una chilena de 17, con quien tuvo una hija, Ana Faustina, quien lo acompañaría toda la vida.
Exilio, inglés e italiano
Cuando estalló la guerra entre unitarios y federales y Facundo Quiroga entró a San Juan, Sarmiento -que apenas salvó su vida junto a su padre en la batalla del Pilar, en septiembre de 1829- se exilió en Chile. Vivió en Valparaíso en 1833, donde se ganaba la vida como dependiente en un comercio. De su sueldo de una onza, la mitad iba para pagar su profesor de inglés, Richard, y dos reales semanales los embolsaba el sereno del barrio quien debía despertarlo a las dos de la madrugada para que estudiase el idioma.
De vuelta en San Juan, en 1837, aprendió italiano junto a su amigo Guillermo Rawson quien, con los años sería un famoso médico y ministro del Interior de Bartolomé Mitre. Además, fundó un colegio para señoritas y el semanario El Zonda.

Nuevamente en Chile por sus posiciones políticas, se destacó en su rol de periodista. Pero en 1845 el gobierno chileno -incómodo por las posturas políticas del sanjuanino quien no se callaba la boca en cuestiones de índole local- le encomendó el estudio del mejor sistema educativo en el mundo. Luego de recorrer Europa y Estados Unidos, volvió maravillado con los adelantos en la materia en el país del norte, donde se hacía énfasis en el perfeccionamiento docente. En Europa conoció a José de San Martín, con quien pasó todo un día, y el Libertador asistió a una conferencia que el sanjuanino brindó sobre él y el famoso encuentro en Guayaquil con Simón Bolívar.
A su regreso al país trasandino, se casó con Benita Martínez Pastoriza, a quien había conocido antes de partir. En el medio, la mujer había enviudado y dio a luz a Domingo Fidel Castro, “Dominguito”, y hubo quienes que aventuraron que el niño era suyo. Decía que no creía en el amor que, para él, se terminaba con la posesión. Lo cierto fue que la relación pronto se desgastó y él admitiría que desde 1860 estaban separados de hecho.
Estuvo junto a Urquiza en el Ejército Grande, de quien luego se distanció; mantuvo una riquísima polémica con otro exiliado, Juan Bautista Alberdi, cuyos contenidos se convirtieron en libros; fue gobernador de San Juan en tiempos de represión al Chacho Ángel Vicente Peñaloza, y siendo ministro plenipotenciario en los Estados Unidos se enteró de que había sido electo presidente. Su mandato se extendió entre 1868 y 1874.

Una usina de proyectos
Creó el primer observatorio nacional, para el que convocó al astrónomo norteamericano Benjamín Gould, y la Academia Nacional de Ciencias, sólo cinco años después que la de Estados Unidos; en 1871 organizó la primera Exposición de los Productos del Suelo e Industria Argentina, que se hizo en Córdoba por la epidemia de fiebre amarilla que azotaba a Buenos Aires.
Durante su mandato, se realizó el primer censo. El estremecedor resultado que reveló la existencia de un altísimo número de analfabetos lo llevó a fundar centenares de escuelas e hizo traer maestras norteamericanas, con las que modernizó la enseñanza. Asimismo, creó el Boletín Oficial, el Registro Nacional de Agricultura, la Oficina de Estadística, la primera oficina meteorológica, el Colegio Militar y el Parque Tres de Febrero, entre otros. Hasta fue el promotor de la introducción de la cepa de uva Malbec en el país, así como del mimbre en el Delta del Tigre.
Mientras era presidente, sufrió un atentado la noche del 28 de agosto de 1873, cuando intentaron matarlo en la esquina de Corrientes y Maipú. Como estaba casi sordo, no escuchó los disparos. Posteriormente fue Senador y cuando se desempeñó como Superintendente de Escuelas –ironías del destino- tuvo lugar el primer paro docente en la historia del país.
Le costaba respirar, sufría de problemas cardíacos y además, antes de llegar a los 40 años, ya se le había manifestado una pérdida de audición. Muy a regañadientes, había aceptado dejar el cigarro. Recomendación médica mediante, pasó una temporada en las termas salteñas de Rosario de la Frontera y luego decidió irse a Asunción, la capital paraguaya. Lo tenía entusiasmado su proyecto de la casa isotérmica, que se había hecho traer de los Estados Unidos.

Colaboró con las autoridades paraguayas en el diseño de la ley de Educación Común de ese país, pensó cómo reorganizar la biblioteca nacional y el museo, elaboró un proyecto para la jubilación de maestros y diseñó reglamentos escolares y planes de estudio. Hasta fue el responsable de que Paraguay contratase a maestras norteamericanas, como había hecho en Argentina. Y como no podía con su genio, fue el que introdujo el eucaliptus y el mimbre en ese país. No paró.
Estaba contento porque en agosto había hecho una fiesta a la que acudió Aurelia Vélez, su gran amor, a la que había conocido por 1855. “La petisa”, como la llamaba, era la bella e inteligente hija de Dalmacio Vélez Sarsfield.
A comienzos de septiembre de 1888 fue a ver las obras de un pozo de agua y, al regreso, fue directo a la cama. Agravó día a día, alternativas de las que el gobierno argentino estuvo al tanto gracias a telegramas, y a las dos de la mañana del 11 de septiembre, falleció ese sanjuanino cabrón, inteligente y polémico que había vivido, a veces a contramano y a toda velocidad, pero con intensidad y pasión.
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