
Cuando en 1905 el conde Alfred von Schlieffen (1833-1913) presentó su plan estratégico para encarar la contienda europea que se avecinaba, estaba consciente que Alemania debería luchar en dos frentes simultáneamente, separados por miles de kilómetros. La fuerte alianza entre Francia y los zares obligaría a los alemanes a dividir su ejército. Por el oeste atacarían a Francia, a quienes los alemanes habían humillado en la campaña de 1870 y al este, el Imperio Ruso era una enorme nación con grandes déficits estructurales, especialmente en su ferrocarril, circunstancia que dificultaba el traslado de tropas al frente.
La reciente derrota en la guerra contra Japón había sido un rudo golpe para el orgullo nacional y menoscababa el espíritu combativo de los rusos.
La popularidad del zar decaía a ojos vistas y el régimen temblaba ante la pasividad de la aristocracia que no comprendía el cambio de los tiempos que se avecinaban. A diferencia de Alemania, Rusia carecía de un plan estratégico y sólo confiaban en su inmenso número de combatientes como fuerza de choque. Rusia tampoco contaba con notables estrategas y su cúpula militar estaba basada en las prerrogativas de su aristocracia que no siempre contaba con la adecuada formación.

Alemania no solo preparó su red ferroviaria para trasladar enormes contingentes de un frente al otro sino que contaba con el apoyo del imperio austrohúngaro dispuesto a enviar tropas al frente oriental. Por estas razones el alto mando alemán dejó solo a 200.000 soldados para frenar el avance desde Rusia.
Cuando comenzaron las hostilidades, los rusos eligieron atacar primero al imperio austrohúngaro. De esta forma del millón de hombres que disponían, 700.000 se destinaron a Polonia mientras el resto se preparó para enfrentar a los germanos.
El 28 de julio de 1914 comenzó la Primera Guerra Mundial, en última instancia un conflicto familiar ya que el rey de Inglaterra, el káiser y el zar eran primos.
Cada una de estas naciones, además de Francia y Holanda, eran imperios colonialistas que aspiraban a aumentar su esfera de influencia en el mundo. Esta contienda fue el comienzo del fin de la era imperial.

Los alemanes atacaron enérgicamente a Francia atravesando Bélgica en pocos días. Para restar fuerza al ataque al ejército del Kaiser, los primeros días de agosto de 1914, el embajador francés ante la corte del zar instó a la corte rusa a iniciar hostilidades desde el oriente. Aunque el zar inmediatamente dio las órdenes para poner en marcha a su ejército, este tardó semanas en movilizarse y recién el 15 de agosto el primer ejército al mando del general Paul von Rennenkampf y el segundo ejército comandado por Alexander Samsónov lograron movilizarse.
Los alemanes pudieron interceptar los mensajes rusos (que ni siquiera estaban en clave) y decidieron atacar antes de que ambos ejércitos pudiesen unirse.
El general Maximilian von Prittwitz puso en marcha a las tropas alemanas a las primeras horas del 20 de agosto de 1914. A pesar de la sorpresa inicial, los rusos pudieron reponerse y rechazaron a los agresores, pero el general Rennenkampf no persiguió al enemigo en fuga, cometiendo un error que tendría funestas consecuencias.

Von Prittwitz a instancia del general Hoffman decidió cambiar de táctica y enfrentar al ejército de Samsónov que aún no se había unido al de Rennenkampf. Tenían que actuar rápidamente y a tal fin el alto mando alemán puso como comandante del frente ruso a uno de sus más distinguidos estrategas: Paul von Beneckendorff und von Hindenburg, quien eligió al general Erich Ludendorff como su asistente. Así fue el encuentro de una dupla que ejercería un enorme poder en Alemania a lo largo de los próximos 30 años .
El 25 de agosto, Hindenburg y Ludendorff ordenaron atacar a las fuerzas de Samsónov después de confirmar la inactividad de la otra parte del ejército ruso. Ese mismo día las divisiones alemanas iniciaron un movimiento de pinzas que concluyó rodeando al ejército ruso. Los soldados iniciaron un desbande que culminó con casi cien mil prisioneros rusos y más de 30.000 muertos, incluido al mismo general Samsónov que se quitó la vida.
Los alemanes sufrieron diez mil bajas.

La victoria de Tannenberg no solo fue un éxito contundente que lanzó al dúo Ludendorff y Hindenburg a la fama sino una venganza simbólica a la derrota de los caballeros teutones frente a la alianza polaco-lituana en la batalla librada en el mismo sitio quinientos años antes. Por esa razón, Tannenberg inmediatamente se convirtió no solo en una victoria que demostraba la superioridad alemana e inspiraba al creciente nacionalismo germano.
Esta humillante derrota golpeó el ya alicaído orgullo ruso. Según algunos autores, en agosto de 1914 comienza la revolución que culminaría en octubre de 1918. De hecho, fueron los mismos vencedores de Tannenberg quienes permitieron el retorno de Lenin a San Petersburgo para minar el poder ya mermado del zar. Aleksandr Solzhenitsyn, en su épico Agosto de 1914, sostiene: “La guerra que acababa de iniciarse podía ser el comienzo del gran renacer ruso”. Ahora sabemos que fue el fin de ese renacer, porque como dijo el autor: “La historia no se rige por la razón”.
A pesar de la victoria, a Alemania no le fue mejor. La derrota en Marne detuvo el avance avasallador de las fuerzas germanas hacia París y la revisión de la estrategia propuesta por Alfred von Schlieffen, quien murió poco antes de Tannenberg. La guerra se estancó en las trincheras ... Ludendorff y Hindenburg crearon una dictadura militar que eclipsó a la figura del Káiser. Ambos generales condujeron al país hasta su derrota en 1919 y dirigieron su destino hasta mediados de la década del 30.

Alemania no sufrió una derrota en el campo de batalla sino una claudicación industrial. Los obreros alemanes, alentados por agitadores comunistas, frenaron la producción de armamentos que alimentaban la enorme carnicería en las trincheras.
Sin municiones ni armas, Alemania se vio forzada a capitular y durante el Pacto de Versalles fue avasallada por el ánimo retaliatorio de los franceses.
Hindenburg se retiró a la vida privada, pero volvió en 1925 aclamado como presidente. En 1932, con 84 años a cuestas, lo convencieron para ser reelegido. Bajo presión de una creciente oposición, se vio obligado a nombrarlo a Adolf Hitler como canciller.

Fue entonces cuando Ludendorff (que había participado junto a Hitler en el Putsch de Múnich de 1923), quien bien conocía al nuevo canciller, le escribió a Hindenburg una carta que resultó ser premonitoria: “Le prevengo solemnemente que este fanático llevará a nuestra patria a la perdición y sumirá al país en la más espantosa de las miserias”.
Ni Hindenburg ni Ludendorff, muertos en 1934 y 1937 respectivamente, llegaron a ver como estas palabras se convertían en realidad.
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