
La cultura es una de las prioridades más comentadas en el liderazgo, pero también una de las menos comprendidas. Los ejecutivos suelen declarar que es un imperativo estratégico. Lanzan campañas de valores, presentan programas de bienestar, revisan las declaraciones de misión y ofrecen discursos apasionados sobre la confianza y el propósito. Pero a pesar de toda esta actividad, hay algo que no funciona: en muchas organizaciones, hemos observado que cuanto más hablan los líderes sobre la cultura, más artificial parece.
Para comprender cómo se manifiesta la cultura en tiempo real, realizamos un estudio multinacional. Nuestro objetivo era explorar cómo los altos directivos definen, expresan y ponen en práctica la cultura, y cómo esos esfuerzos son interpretados por los miembros de la organización.
Detectamos un patrón consistente: muchos líderes tratan la cultura como una estrategia de comunicación. Creen que reside en los mensajes: en la articulación del propósito, la implementación de los valores y el tono de las campañas internas. Pero la cultura no cambia al introducir una nueva narrativa. Cambia cuando los sistemas se transforman, cuando los líderes asumen riesgos personales y cuando las normas no solo se declaran, sino que se demuestran.
La cultura no fracasa porque se olvida. Fracasa porque se malinterpreta. Se trata como una marca, no como un comportamiento; como un resultado, no como una infraestructura. Y cuando eso sucede, incluso los esfuerzos mejor intencionados pueden erosionar la misma confianza que pretenden generar. Esto es lo que hemos aprendido.
LA CULTURA NO ES UNA CAMPAÑA
En muchas organizaciones, el trabajo sobre la cultura comienza con gestos visibles. Los equipos de liderazgo presentan valores renovados, encargan carteles, lanzan paquetes de emojis en Slack o programan talleres de empatía. Aunque la intención suele ser genuina, cuando estos esfuerzos simbólicos no van acompañados de un cambio en el comportamiento del liderazgo, los empleados no se sienten inspirados, se desvinculan.
Nuestra investigación reveló que, entre las empresas que habían puesto en marcha iniciativas culturales formales desde 2022, el 72% no mostraba ninguna mejora significativa en la confianza, el compromiso o la retención de los empleados un año después. A pesar de la visibilidad y la inversión, los empleados percibían estos esfuerzos como superficiales, es decir, más aparentes que reales.
Lo contrario también era cierto. En las empresas donde los altos directivos cambiaron su forma de liderar (cómo dirigían reuniones, daban retroalimentación, tomaban decisiones y respondían a los desafíos) los índices de confianza aumentaron en promedio un 26%, incluso sin una campaña de marca. Como nos dijo un ejecutivo: "No escribimos nuestros valores, los diseñamos a partir de cómo queremos comportarnos". Otro líder sénior lo expresó de forma sencilla: "No anunciamos un cambio cultural. Solo empezamos a actuar como si fuera importante".
El problema no es la intención, es el enfoque. La cultura sigue tratándose con demasiada frecuencia como un proyecto: algo que lanzar, marcar o asignar a Recursos Humanos. Mientras tanto, las dinámicas de poder subyacentes, los hábitos de comunicación y las normas de toma de decisiones permanecen intactos, y el sistema operativo más profundo sigue igual.
LOS VALORES NO CUENTAN HASTA QUE LE CUESTAN ALGO
Los ejecutivos suelen promover valores como empatía, inclusión e integridad, pero los empleados rara vez juzgan los valores por la frecuencia con que se mencionan. Los juzgan por lo que los líderes están dispuestos a sacrificar para defenderlos.
En un banco global, la equidad se describía como un pilar cultural fundamental. El lenguaje era fuerte y visible. Sin embargo, la remuneración de los ejecutivos seguía estando vinculada casi al 100% al rendimiento de los ingresos. Durante el año siguiente, los índices de confianza interna cayeron un 12%, con las mayores disminuciones entre los grupos de empleados subrepresentados. La señal era clara: el rendimiento seguía pesando más que los valores.
En contraste, una empresa de telecomunicaciones en América Latina vinculó el 13% de los bonos de los altos directivos a la calidad del liderazgo, el desarrollo del equipo y la cultura de retroalimentación. En 12 meses, la retención de empleados mejoró un 18% y aumentaron las tasas de promoción interna, particularmente en los equipos liderados por gerentes que se comprometieron directamente con las nuevas expectativas.
Las señales culturales más fuertes son aquellas que implican un riesgo personal visible. Sin ese costo, los valores siguen siendo meramente performativos, es decir, se perciben como teatro, no como verdad.
EL SILENCIO NO ES ALINEACIÓN
Los líderes suelen dar por sentado que están escuchando la verdad. Pero no es así. En entornos con culturas ejecutivas de alto estatus, el silencio puede disfrazarse de alineación. Sin embargo, bajo la superficie, los empleados suelen ocultar sus preocupaciones, su escepticismo y su desacuerdo.
Nuestra investigación encontró que, en estos entornos, el 69% de los empleados suele ocultar sus comentarios o inquietudes a la alta dirección. ¿Las principales razones? Futilidad y miedo. Muchos afirmaron que ya habían expresado su opinión anteriormente y nada había cambiado. Otros temían que los tacharan de difíciles, desleales o de alto riesgo.
Con demasiada frecuencia, el silencio se malinterpreta como consenso. Pero en las culturas con una gran distancia de poder, el silencio suele indicar desinterés, miedo o indefensión aprendida. La verdadera alineación comienza por reconocer que las personas no plantearán los temas difíciles a menos que usted les dé espacio para ello y las proteja cuando lo hagan.
LA ILUSIÓN DE LOS BENEFICIOS
Cuando la cultura se siente tensa, muchos ejecutivos recurren a beneficios. Ofrecimientos como aplicaciones de salud mental, almuerzos gratuitos, días de descanso o estipendios de bienestar se presentan como pruebas de una cultura de apoyo. Pero cuando los beneficios se introducen en lugar de un cambio operativo real, no solo fallan: se vuelven contraproducentes.
En las organizaciones que estudiamos, el 57% de los empleados afirmó sentirse peor después de que se introdujeron beneficios "para mejorar la cultura". ¿La razón más común? Reforzó la percepción de que el liderazgo no era consciente de los problemas más profundos, o no estaban dispuestos a enfrentarlos. En lugar de abordar la baja seguridad psicológica, la gestión inconsistente o la sobrecarga crónica, las empresas ofrecían una barra de batidos.
En cambio, las organizaciones que eliminaron los beneficios superficiales y reinvirtieron en mejoras estructurales (como la capacitación de gerentes, la resolución de conflictos y la clarificación de los límites laborales) lograron avances reales. Los índices de agotamiento cayeron un 22%, y la percepción de equidad y atención por parte del liderazgo aumentaron significativamente.
¿La lección? La cultura no mejora dándole más a la gente. Mejora cuando usted elimina las cosas que les hacen perder tiempo, agotan su energía o nublan sus prioridades. Los beneficios no son cultura. Las normas operativas sí lo son.
LOS GERENTES INTERMEDIOS NO PUEDEN CARGAR CON LO QUE LOS EJECUTIVOS NO MODELAN
En la mayoría de las organizaciones, la cultura fluye hacia abajo, al menos en teoría. Los altos directivos anuncian un conjunto de valores o lanzan una nueva iniciativa, y luego se retiran. Se espera que los gerentes intermedios traduzcan la intención en acción, a menudo sin la capacitación, autoridad o consistencia necesarias para tener éxito.
El problema no es la falta de creencia en la cultura. Es la falta de alineación modelada desde arriba. Cuando los ejecutivos tratan la cultura como algo que delegar en lugar de algo que vivir, crean confusión, cinismo y tensión en los niveles intermedios.
Si la cultura no se modela de manera consistente en los niveles más altos, no se arraigará en ningún otro lugar. Los gerentes intermedios no pueden imponer lo que los altos directivos no encarnan. La cultura no es un mensaje que se transmite hacia abajo: es un comportamiento que se practica de cerca.
En todos los sectores y regiones que estudiamos, la cultura solo cambió cuando los líderes cambiaron primero. No en tono, sino en estructura; no en valores, sino en poder. Los equipos más efectivos no seguían una campaña, sino un patrón. En esos entornos, la cultura se configuraba en torno a tres ejes:
1. Poder: quién toma decisiones y quién es escuchado.
2. Riesgo: lo que los líderes están dispuestos a perder para vivir sus valores.
3. Modelado: qué comportamientos se demuestran, y no solo se exigen.
Si eso no cambia, nada más lo hará.
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